|Capítulo 16|

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Violetta Whitman, en un intento patético y totalmente desesperado por de huir de sus miedos y de la estúpida situación en la que se había metido, salió corriendo de la fiesta, no sin antes terminar de atarse las cintas del corsé con lágrimas en los ojos.

Fue afortunada al escuchar, de la boca de su propia madre, que había llegado la hora de volver a casa. Su padre no las acompañaría. La baronesa había explicado que el hombre acudiría con sus amigos a jugar a las cartas y quizá se perdiera toda la noche. De cualquier forma, aquella información sobró, pues Violetta ni siquiera había preguntado por el paradero de su padre.

Simplemente no le importara donde se perdiera. Estaba demasiado dolida como para preocuparse por esas cosas. Le latía el corazón como si en cualquier momento se le fuera a salir del pecho. Había un lugar, justo bajo sus costillas, donde se amontonaban todos los males que tenían su nombre.

Cerró los ojos, recargándose en el carruaje que los llevaba de regreso a la mansión. Y se permitió llamarlo bajito, como si con eso, pudiera sacarlo de su alma.

―Benjamín Matthew.

En definitiva era una tonta. Lo había arruinado. Debió de haberse esperado a que todo fuera más sólido, a que ambos no caminaran en la cuerda floja, a que tan solo una pizca de él, le perteneciera. Pero ahora, por más que lo deseara con todas sus fuerzas, jamás lograría poseerlo.

Sabía que el conde no hablaría. Su mundo giraba en torno a las apariencias y sería una estupidez (casi tan grande como la que ella había cometido) hablar mal de la mujer a la que formalmente estaba cortejando. Aunque claro, a partir de esa noche, estaba segura de que el hombre dejaría de hacerlo. No volvería ni siquiera a dirigirle una mirada, y no lo culpaba. A veces, hasta a ella le daba pena verse en el espejo.
Se aguantó las lágrimas que rogaron salirle por aquellos ojos decepcionados, y no las soltó hasta que estuvo a salvo en su habitación.

―Puedes retirarte―le pidió a Eva mientras se disponía a meterse a la cama aun con la ropa puesta.

― ¿Te encuentras bien?

Violetta jamás la había querido lejos, y nunca había aparecido con los ojos empapados de aquel dolor que emanaba, ni siquiera después de los golpes que le daba su padre.

La dama se volteó hacia su doncella y, con la voz ahogada que guardaba a todos sus trozos rotos, le respondió:

―No, no estoy bien.

Aquella confesión le ablandó el alma a la mujer, y es que lady Whitman era del tipo que jamás se dejaba caer, no importaba cuanta presión hicieran para ahogarla, siempre salía a flote, y ahora, frente a ella, estaba naufragando en un navío que sabía bien que ella misma le había ayudado a abordar.

―Ven aquí, mi niña.

Extendió los brazos dejando que Violetta se acurrucara en ellos. La abrazó como una madre abrazaba a su hija. Y no es como si ambas tuvieran la misma sangre, sino que, hay almas, que simplemente están destinadas a encontrarse para cuidarse mutuamente.

La abrazó porque no había otra persona en la tierra que pudiera consolar les heridas que la dama llevaba en el alma. Lo hizo con una fuerza tan aplastante, que alejó a todos los demonios que la asechaban.

―Ven aquí, te prepararé un baño y después te meterás en la cama― le susurró la mujer sin despegarla de sus brazos.

―No tengo ganas de un baño―se quejó como una pequeña criaturita, y es que en aquellos momentos, deseaba serlo.

―Aunque no quieras.

Eva la condujo hacia la tina y mandó a que trajeran agua caliente. Ella misma le ayudó a lavarse y a curarse las nuevas heridas de su espalda. Le colocó vendas limpias, un camisón delgado y suave, y la metió a la cama, asegurándose de que la misma también estuviera calientita. La joven necesitaba descansar.

La Seducción Del Conde  | La Debilidad De Un Caballero II | En físicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora