Sentado en lo que quedaba de la vieja Malfoy Manor, con una botella de whiskey de fuego, Draco Malfoy intentaba ahogar todo recuerdo, sentimiento y sensación que amenazara con arrastrarlo a la locura. Tras beberse casi media botella de una sola vez, cerró los ojos con fuerza. No quería ver en lo que se había convertido el que fue su hogar durante diecinueve años. De la otrora magnífica mansión de estilo victoriano sólo quedaban las ruinas de la planta principal y algo menos de un cuarto de la torre este. Ni tan siquiera los hermosos jardines de su madre se habían salvado de la furia de la chusma. Porque en eso se habían convertido los vencedores. En una chusma enloquecida, sedienta de venganza contra aquellos que se habían atrevido a seguir al Señor Tenebroso.
No pudo evitar un estremecimiento al recordar la noche en la que Voldemort murió a manos del Niño-que-con-mucha-suerte-vivió-de-nuevo. Maldijo entre dientes el “santo” nombre de Potter. En el fondo (muy,muy, muy en el fondo) estaba agradecido porque el cuatro ojos hubiese cumplido su misión. Le había ahorrado toda una vida de esclavitud, aunque, si lo pensaba detenidamente, lo más seguro es que no hubiese sobrevivido más de una semana al final de la guerra si Voldy hubiese ganado. Pero no. San Potter había nacido con una flor en el culo, con la suerte de cara y, casi casi podría jurar, con litros de Felix Felicitis corriéndole por las venas. Y por esa suerte que le había caído en gracia, logró por segunda vez lo imposible: librarse de la Maldición Asesina. Y para más INRI, que ésta rebotase de nuevo contra el Señor Tenebroso y acabase, esta vez de seguro, con el mayor mago oscuro que había parido madre. Él lo había vivido en primerita persona. Vale que no lucho ni con unos ni con otros, pero estuvo allí, intentando salvar el pellejo mientras buscaba la manera de volver con sus padres. Y si, cuando todos los marcados fueron conducidos a Azkaban, él y los suyos no pasaron más de dos días allí, fue por un cúmulo de circunstancias que, de manera casual, los benefició.
“ Él había salvado al Trío de Oro en su mansión. Se negó a identificarles y, aunque ellos no lo supieran y jamás (ni aunque lo torturasen con el Cruciatus) él lo afirmaría, se puso en contacto con el loco del hermano de Dumbledore para que les enviase ayuda. Y cuando lograron escapar de la mansión (cosa que les acarreó a sus padres y a él una sesión intensiva de torturas por parte de su adorada tía), volvió a encontrarlos en el colegio. Y allí de nuevo, de manera más bien involuntaria, salvó a la sabelotodo sangre sucia de un Avada lanzado a mala leche por Goyle. Se libro de morir achicharrado por el Fuego Infernal porque San Potter decidió que merecía la pena salvarlo. Por él, podría haberlo dejado allí. Aquello habría sido mejor que lo que vino después.
Su madre se jugó el cuello y el de su familia al mentir al señor Tenebroso en sus propios morros. Tuvo las santas narices de decir que Potter había palmado cuando no era cierto. Y aquella mentira supuso el detonante de la derrota de los Mortífagos. Por aquel simple SI, su madre también se libró de Azkaban. Y su padre…. Dado que todos los que habían estado prisioneros en algún momento en su mansión habían sido testigos de su condición casi de bufón de Voldemort, fue absuelto de todo cargo. Eso sí, le tocó apoquinar casi la mitad de su fortuna. Pero todo por no volver a aquel agujero abyecto.
Y cuando por fin pensaron que todo había acabado, que podrían esconderse en su mansión a lamer las heridas y a planificar cómo el apellido Malfoy se levantaría de nuevo del fango, comenzaron las revueltas. Una noche, un mes después de la caída de Voldemort, en toda Inglaterra, los miembros de la comunidad mágica que habían perdido a sus seres queridos en la guerra, decidieron tomarse la justicia por su mano. Fueron casa por casa, mansión por mansión, cazando a todos aquellos que, directa o indirectamente, habían tenido que ver con el Señor Tenebroso. Cuando le tocó el turno a su casa, ya habían sido puestos sobre aviso por Theodore Nott. Su amigo había escapado de su casa de puro milagro al tomar la red Flu y aparecer en la mansión. Cuando llegó, lo primero que hizo fue volar todas las chimeneas con un “bombarda máxima”. Al principio, Lucius intentó matarlo, pero cuando vieron la cara que traía el chico, supieron inmediatamente que algo muy malo había sucedido. Y sus temores se confirmaron cuando, destruyendo por primera vez en casi mil años las protecciones Malfoy, una turba de magos y brujas enloquecidos entraron en su hogar. Lucius intentó proteger a su esposa, hijo y amigo de éste, pero fue reducido por el mero hecho de que ellos sólo eran cuatro y sus atacantes casi cien. Cogieron a Narcissa, a Theo y a él mismo con muchísima facilidad. Los arrastraron hasta los jardines mientras prendían fuego a la mansión. Les obligaron a mirar cómo era destruida su casa, sus recuerdos, su historia. Luego comenzó el verdadero horror.
Toda aquella chusma sabía que los mortífagos eran casi inmunes a las imperdonables (menos el Avada, claro está), por lo que habían descartado el Cruciatus y el Imperio. Pero no eran inmunes a las torturas muggles. (Draco se estremeció ante el recuerdo y terminó con la botella de otro único trago). Y demostraron que eran tanto o más creativos que los sádicos muggles que inventaron las torturas. Asistieron en primera fila a la larga agonía de Lucius. El orgullo sangre pura, mortífago, mano derecha de Voldemort y Slytherin hasta la médula, no gritó. No les dio el gusto. Cuando por fin decidieron acabar con su vida, murió como todo Malfoy: con una sonrisa de medio lado y una mirada de orgullo. Después fue el turno de Narcissa. La hermosa Black aguantó también en silencio las torturas. Después de tres interminables e infernales horas, murió con una sonrisa dedicada a su hijo y al amigo de éste. Sus hermosos y dulces ojos azules no derramaron ni una sola lágrima.
Y cuando iba a ser el turno de los dos aterrorizados adolescentes, el cuerpo de aurores hizo acto de presencia. Venían en plan tranquilo, sin ninguna prisa. Con unos cuantos hechizos aturdidores dispersaron a la gente, que se desapareció de allí. Ni un solo intento por atrapar a alguno de los torturadores. Draco estaba al borde del vómito, pero hizo acopio del poco orgullo que le quedaba y se irguió todo lo que su metro noventa daba de si. Cuando Kingsley (en ese momento ministro en funciones) se paró ante ellos, le recibió con una mirada gélida, sin mostrar el horror que sentía en sus entrañas, el dolor de haber perdido a sus padres de la manera más horrible y de haberlo presenciado. El auror miró de reojo los destrozados cuerpos de los Malfoy y luego miró a los dos chicos. Draco pudo ver en sus ojos algo parecido a la disculpa y ¿orgullo? ¿Aquel tipejo se sentía orgulloso de que esos degenerados hubiesen asesinado a sangre fría y de aquella manera a dos seres vivos? Abrió la boca para soltar todo lo que estaba pensando pero el hombre se le adelantó:
-Siento no haber llegado antes, pero el país es una auténtica locura. Con ésta es la decimoquinta revuelta que finalizamos. –Miró de nuevo los cuerpos de Lucius y Narcissa- Por sus rostros veo que no les dieron el gusto de verlos suplicar ni gritar.
-No. Murieron como lo que eran: Malfoy y Black –Theodore se había dejado caer en el suelo, mareado. Pero su voz era un fiel reflejo de los pensamientos de Draco- Pero podrían haberse salvado si hubieseis parado esto desde el principio.
-Era imposible –Kingsley se movió nervioso en el sitio. Draco soltó una carcajada carente de humor.
-No me toque las narices, “Ministro” –escupió la palabra como si fuese veneno- Nosotros sabíamos que esto iba a pasar desde hacía semanas. Y si nosotros, simples mortífagos relegados a ciudadanos de tercera habíamos averiguado ese dato, creo yo que el todopoderoso e omnipotente Ministerio y Cuerpo de Aurores lo habrían tenido más facil.
-Admitan que lo que querían era una limpieza en la sociedad. –Theodore se levantó. Dada su enorme estatura (casi los dos metros) y su complexión de oso, hizo retroceder unos pasos al ministro- Ahora ya pueden dormir tranquilos. No creo que quedemos más de diez en toda Inglaterra.
El auror y ministro no dijo nada. Se limitó a ladrar unas cuántas órdenes y luego, mirando a los dos chicos, les ordenó:
-Vais a ir a Hogwarts. Toda varita es necesaria para su reconstrucción. Podreis vivir allí, en el mismo castillo, hasta que comience el curso. Acabaréis vuestros estudios y luego ya decidiremos que hacer con vosotros. Y no es discutible. Esto o Azkaban.”
Y así cumplieron. Draco se levantó de la columna derruida en la que había estado sentado y, tambaleándose un poco, caminó hacia la destruida reja que delimitaba su penosa propiedad. Contribuyeron a la reconstrucción del castillo, terminaron su séptimo año (con calificaciones inmejorables. Incluso la sabelotodo sangre sucia quedó por detrás de él y de Theo) y ahora les tocaba decidir qué hacer con su vida. Theo ya lo sabía. Había logrado contactar con los Zabini en Estados Unidos y se iba a ir con ellos. A él, al último Malfoy y Black, no le habían dado opción: o cursaba la carrera de Auror, de Medimago o de Leyes, o ingresaba en la lóbrega y diminuta celda en Azkaban que llevaba su nombre escrito desde hacía un año. Maldiciendo su suerte, borracho como una cuba, se desapareció de allí. Iban a ser unos años muy difíciles. Jodidamente difíciles.