Estuvo en San Mungo tres semanas. Las dedicó a preparar los exámenes que tendría que realizar de manera extraordinaria, pues coincidían con su convalecencia. Puntualmente, Potter le llevaba los apuntes, le decía qué trabajos corrían más prisa y que temas habían descartado los profesores. Aquello le sirvió para no tener que pensar en lo ocurrido en el parque. Ya tendría tiempo después de dejarse las pestañas estudiando y de hacer los puñeteros exámenes.
Después de los dichosos exámenes tendrían las vacaciones de Navidad. No eran unas fechas que le entusiasmaran especialmente, pero había decidido hacer un esfuerzo por su tía y por Teddy. Sobre todo por el niño, que desde el ataque había estado algo apagado (siendo el terremoto incansable que era, aquello era para preocuparse y mucho).
Y cuando salió del dichoso hospital, se encontró con una citación del Ministerio. Sólo ponía el día y la hora, además del lugar. Ni el por qué de aquella cita ni nada. Otra cosa más de la que preocuparse cuando acabara los exámenes. Y éstos llegaron y pasaron sin pena ni gloria. Los examinadores quedaron maravillados ante sus conocimientos. Draco salió del aula donde había sido puesto a prueba con una sonrisa de oreja a oreja. No era por ser presuntuoso, pero estaba convencido que sus notas volvían a ser las mejores.
-Draco, cariño. Ha llegado el sobre con tus calificaciones.
Había transcurrido una semana desde que hizo los exámenes. Faltaban tres días para Nochebuena y dos para su vista en el Ministerio. Su tía intentaba que todo fuera aparentemente normal, aunque estaba muy preocupada por Teddy. Todos lo estaban. El niño no mejoraba. Todo lo contrario. Cada día estaba más y más apagado. Potter se desesperaba por hacerle reír. Granger le leía todo tipo de cuentos infantiles divertidos para ver si le arrancaba aunque fuese una diminuta sonrisa. Andrómeda le había comprado aquellos juguetes que el niño tanto quería. Pero nada. Cansado de aquella situación, Draco decidió cortar por lo sano. Cogió al pequeño y lo sentó encima de la mesa de la cocina, ante la sorpresa y la expectación de los otros tres. Se sentó y lo observó en silencio durante diez minutos.
Teddy permanecía en silencio, esperando a que su primo hiciera algo. Se sentía un poquito triste. Pero ya no tanto como cuando aquellos señores malos intentaron hacerle daño a él y a su primo. Eso pasó rápido. Pero le gustaron las atenciones que le dedicaban desde ese día. Todos estaban al pendiente. Y comprendió que podía aprovecharse de eso. A pesar de tener apenas dos años y medio su inteligencia estaba muy por encima de los demás niños de su edad. No sabía el nombre pero Teddy había desarrollado el arte del chantaje emocional.
Pero no contó con que su primo también era un maestro en aquel arte. Desde muy pequeño. Draco se había dado cuenta unos días antes, pero dejó que el niño disfrutara un poco más de aquella sensación de poder. Pero se había cansado. No aguantaba las largas charlas entre su tía, la comelibros y Potter en las que intentaban descubrir el mal que aquejaba al pequeño. Por fin se decidió a hablar, ante los nervios de los demás.
-Se acabó, enano. –Teddy alzó una ceja (gesto copiado de su primo) y puso cara de inocente. Draco resopló, molesto- Mira, renacuajo. Lo que estás haciendo yo lo convertí en una ciencia. Me conozco todos los trucos y, créeme, algunos más que ni se te ocurrirían en cien vidas. Vas a dejar de hacerlo. Vas a disfrutar de todo lo que les has sacado a estos incautos y vas a volver a ser el tormento multicolor de antes. –Teddy hizo un puchero- Ni se te ocurra porque te juro por toda nuestra ascendencia Black que te estoy dando azotes hasta que cumplas la edad de ir a Hogwarts.