- Capítulo 50 -

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Un haz de luz comenzaba a resplandecer lentamente sobre el horizonte, hasta que el sol salió deslumbrante, alumbrando los cielos y repartiendo su luz entre la copa de los árboles. Las aves empezaban a cantar y los animales despertaban. Adeline, por su parte, empezaba a abrir los ojos lentamente.

Sintiendo la frescura del pasto, se frotó sus ojos, hasta que recordó lo ocurrido. Sentándose de golpe, asustada, miró a su alrededor. Recordaba haberse caído mientras escapaba de sus hermanos y rápidamente notó que fue abandonada allí.

¿Por qué la soga se había roto? Ella la había seleccionado cuidadosamente y, cada una de las veces que la usó, siempre había echado un vistazo para saber si se encontraba en óptimas condiciones para ser utilizada nuevamente. Entonces, ¿por qué se había desprendido esta vez? La soga era lo suficientemente gruesa y firme como para aguantar su peso sin problemas; así que, la única explicación con sentido que halló en su cabeza confundida en ese instante, fue que había sido saboteada. Y el abandono de sus hermanos, en cierta manera lo confirmaba; de lo contrario, ¿qué otra forma había para poder explicar el simple hecho de que aquél instrumento de escape hubiera fallado y, como resultado, causando su caída? Era bastante obvio que a ellos les convenía dejarla allí, con la soga rota y colgando, para que todas las sirvientas la vieran y se lo comunicaran a Bertram y así, finalmente ser atrapada con las manos en la masa (o en el pasto).

Inquieta y muy asustada, temía que esta noticia hubiera llegado a oídos de Bertram. A fin de cuentas, sus hermanos eran unos angelitos que jamás le delatarían a su padre, los errores de su hija para que luego fuese condenada, ¿cierto? Ella sabía que estaba en la mira, en el ojo del huracán, el centro de atención y que era la principal sospechosa de Renard. Por eso, ahora tenía mucho más miedo. ¿Y si Renard se enteraba de esto? ¿A qué clase de interrogatorio la sometería? ¿A qué tipo de maldades estaría dispuesto para hacerla sufrir? Adeline estaba clara de que él la odiaba tanto como a su difunta hermana; también sabía que, si llegase a encontrar aunque sea una sola y estúpida excusa para poder acusarla de algo, lo haría. Ahora, por este accidente, habían altas probabilidades de que Renard la acusara e intentara relacionar con los hechos ocurridos recientemente. Y sin duda alguna, convencería a todos los pueblerinos de que ella tiene algo que ver con el supuesto grupo de homocidas que han estado cometiendo actos atroces. Después de todo, ellos también la ven como un fenómeno, una anornal, una extraña, una extranjera... Y por esas razones, fácilmente la condenarían de la misma manera que condenaron a su hermana, Amelie, aunque no hubieran pruebas convincentes para hacerlo. A final de cuentas, la veían como una infectada, una extraña, una copia de ella.

Después de haber reflexionado tanto al respecto, recordó la advertencia que Amelie le había dado en el bosque: Salir de nuevo hacia allá estaba prohibido.

Luego de levantarse, se frotó la cabeza, la cual le dolía y rompió a llorar. Sentía que le había fallado a su hermana; que la había decepcionado; que la había desobedecido. Aún así, después de secarse las lágrimas, empezó a pensar en su próximo paso. Ahora que, probablemente, todos saben lo que ocurrió... ¿Qué haría? Primero que todo, necesitaba comprobar si realmente estaban enterados de lo ocurrido.

Se acercó hasta la puerta principal y lentamente entraba. Luego, caminó silenciosamente hasta la cocina y tomó un cuchillo, por si tenía que defenderse y escapar; pero, rápidamente lo soltó del susto, al oír que alguien había entrado.

Buenos días, señorita Adeline. Qué milagro que usted esté despierta a tempranas horas -Exclamó una de las sirvientas.

¿Estaría fingiendo estar sorprendida? ¿O realmente desconocía el hecho de que había pasado toda la tarde y toda la noche desmayada en el pasto, fuera de casa? Eso era muy poco probable.

La Sirvienta © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora