- Capítulo 67 -

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Un abrigo de pieles yacía tirado en el pasto, ensuciándose con la tierra. Y una muchacha, como con la mirada perdida, pero llena de determinación, bajo el cielo gris, cruzaba el camino a través de los árboles del bosque.

Su piel pálida, acompañada de su inigualable belleza, la hacían ver como una escultura griega con vida. Sus labios rosados no temblaban por el frío y sus delgados brazos desnudos no se separaban de su cintura. Su cuerpo estaba cubierto por un corto vestido negro con tiras delgadas que rodeaban sus hombros finos, terminando un poco por debajo de sus glúteos, dejando a la vista sus delgadas piernas blancas. Sus pies, como de cerámica pulida, pisaban delicadamente, pero sin titubear, la húmeda tierra del bosque. Y su fina nariz respiraba el olor a petricor impregnado en la tierra, contando las memorias de una tormenta reciente.

A simple vista, la chica parecía desorientada, como si caminase sin rumbo fijo. Sus ojos parecían inexpresivos, perdidos, como si nisiquiera conociese su destino. Pero no era así. Ella sabía adónde iba y porqué motivo lo hacía.

Sin miedos, sin arrepentimientos, sólo la acompañaba su fuerza de voluntad; sólo el dolor la impulsaba a seguir adelante. Y dentro de su corazón, presentía que su meta estaba muy cerca de ella. Sólo debía ser paciente y caminar.

Habiendo recorrido un largo camino, llegando a la mitad del bosque, se detuvo al escuchar el crujir de una rama. El sonido pareció provenir detrás de ella. Y en vez de alarmarse y voltear de golpe como cualquiera lo haría, se mantuvo quieta y cerró los ojos. Tomó algo de aire, inflando sus pulmones un poco, y lo dejó salir, tratando de mantenerse serena.

Cerró los puños, mantuvo los ojos cerrados. Su corazón palpitaba agitadamente. Estaba nerviosa, aunque se le veía tranquila. Y al voltear despacio, su mirada se topó con los grandes ojos negros de una cierva que le miraba también. Viéndola acercarse con sus cuatro delgadas patas hasta ella, abrió sus puños para acariciar la cabeza del animal. Posó ambas manos en su frente y luego las llevó hasta su lomo, acariciándola con calma. La cierva avanzó un par de pasos más, alejándose un poco, pareciendo que iba a continuar con su camino; y Odette, quieta, le veía desde atrás sin moverse, hasta que el mamífero rumiante volteó su cabeza y le devolvió la mirada con sus ojos negros y profundos, para después dar dos rápidos pizotones al pasto, como si quisiera comunicarle que la siguiera.

La muchacha, confiando en que era una señal que la guiaría a su destino, la siguió, caminando a su lado. Y juntas, atravesaban el inmenso y misterioso arboledo lleno de maravillas.

Conforme seguían avanzando, el bosque parecía sufrir un cambio disimulado. Los árboles se movían de lugar y desaparecían discretamente.

La joven trató de no centrar su atención en ello. Prefirió seguir adelante, guiada por el hermoso animal que tenía pegado a su lado. Y así transcurrió un buen rato.

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