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—No puede ser. -comentó Alexandre desde su escritorio, pasándose las manos por el rostro, reunido con sus hermanos dentro de su oficina.
—Debemos mantener la calma. -sugirió Auguste para alivianar el ambiente, acomodándose en la silla. Y aunque se le veía tranquilo, por dentro estaba aterrado, pues disimulaba el esfuerzo que realizaba por controlar el temblor en sus manos. —Trata de mantener la calma, hermano. -dijo y encendió una pipa.
En ese lugar, dentro de esas cuatro paredes, ninguno podía esconder su miedo. ¿Cómo reaccionaría el pueblo si se enteraran que el heredero estaba muerto y que ellos lo habían ocultado? Los verían como incapaces embusteros al esconder un secreto tan grande. El sagrado e intocable ritual ya no tendría sentido. Lo que se había estado celebrando por generaciones, se vio interrumpido y ocultado por sus mismos superiores. Y si no podían confiar en ellos, ¿en quién podrían hacerlo? ¿qué otros secretos ocultarían? Sólo les tocaría pedir respuestas a la fuerza. Y si eso llegase a ocurrir, entonces perderían el poder sobre ellos; para, posteriormente, ser revocados y reemplazados.
Y fue así como las ideas fueron hirviendo dentro de sus mentes, como agua caliente en una olla de acero.
—No, no, no... -repetía Armand, rascándose su calva y pasando sus manos por su rostro, caminando de aquí para allá. —La gente se descontrolará... -repetía. —Las personas se descontrolarán...
Cada vez que escuchaban aquellas palabras salir de la boca de Armand, se estremecían por instantes, para luego mantener la calma casi de inmediato.
—Esto no es real...
—Hermano, por favor. -pidió Auguste. -No te dejes llev...
—¡Esto no es real! -exclamaba por encima de él.
—¡Armand! -intervino Alexandre, pero fue ignorado en el momento en que lo dijo.
—¡LO PERDEREMOS TODO! -gritaba ya, al borde del colapso.
—¡Hermano! -alzó Auguste la voz.
—¡Y TODO POR CULPA DE ESA MALDITA NANA!
—¡NO! -gritó Auguste esta vez, levantándose de golpe. Alexandre sólo les observaba. —¡Todo esto es TU CULPA! -reclamó, señalándolo. —Si no fueses un maldito primate que pierde constantemente el control de sí mismo, como siempre lo has hecho, y hubieses actuado con serenidad... ¡ESTA SITUACIÓN NO ESTUVIERA SOBRE NOSOTROS! -gritó de nuevo. —Pero no... El gran chimpancé, macho alfa intocable, tuvo que gruñir... y gruñir... -decía, acercándose a él. —Hasta que, una vez más, dejara escapar todo el maldito aire que encierran sus tapones... ¡PARA FINALMENTE METER LA PATA HASTA EL FONDO COMO UN BRUTO Y ESTÚPIDO NEARDENTAL!
Armand tenía los ojos bien abiertos cuando culminó aquel reclamo. Aquellas palabras penetraron incluso en el fondo de sus entrañas. Su hermano menor jamás se había atrevido a alzarle la voz (de hecho, nadie lo había hecho). Y reconoció, en sus adentros, que, efectivamente, todo esto era culpa suya; que debió mencionar alguna de las mentiras ya planificadas entre ellos, reunirlas a ambas para conversar, cualquier método que funcionara en vez de estallar en ira y delatarse por la verdad. Sin embargo, reconocer que tuvo la culpa encendió su orgullo, como si ardiera en llamas en medio de una hoguera. Su ego, su soberbia, su altivez y orgullo en sí mismo se elevaron por las nubes como humos, como una nube tóxica que oscurece toda claridad y luz a su paso, haciéndole enfurecer por el atrevimiento de su hermano al gritarle, en vez de guardar silencio y aceptar que el error fue suyo (después de todo, ¿realmente tenían la capacidad para reconocer sus errores con humildad?).
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La Sirvienta ©
TerrorLa inquientante historia de un pueblo aislado del mundo, cuyos habitantes desaparecieron sin dejar rastro en la década de los 80', llega a manos de Samantha Bush, una joven periodista cuya profesión peligra con desaparecer. En búsqueda de la verdad...