Capítulo 7 🎻

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  Resaca. Así se sentía. Lunes. Clase de Economía. Una tormenta contra la ventana del curso. Ganas de estar en la cama ovillada, de estar en silencio, sola, mirando llover. Pero tener que estar ahí sosteniendo la cabeza en alto y los ojos mínimamente abiertos. Me pasé la mano por la cara tantas veces tratando de despertarme que en un momento al mirar la ventana vi que tenía un jopo como una ola. Y me vi. La cara ancha. Los ojos azules. La frente despejada. Las cejas suaves, algo despeinadas. La nuca descubierta. Me vía tan distinta a la que era una semana antes. Y a la vez cuán distinta podía ser.

  Rosario la piloteó mejor toda la mañana. Ni se le notaba. Yo no tenía ni ganas de pilotearla. De repente, no podía encontrar ese lugar al que había llegado la noche anterior acostada en la alfombra riéndome, donde todo lo que existía no importaba. Todo eso sí importaba. Cada una de esas cosas, y le había puesto pausa por un rato pero ahí volvía existir todo para mí. Los kilos de más, la vida en espera, la ausencia de papá, la ausencia de Simón, la infeliz que opinaba lo que muchos deberían callar, la mirada de mamá, lo que no me pasa, lo que no puedo decidir. Y creo que tampoco quiero. No puedo y no quiero. No me quiero ocupar de eso. No me dan ganas. Me resisto.

  Me quedé todos los recreos con la cabeza apoyada sobre mis brazos cruzados en el escritorio mirando llover. Lo único que quería era que terminara la mañana y una menos cuarto caminar a casa. Y tenía la bicicleta, muy práctico con esa lluvia.

  Y para colmo después de Economía tuvimos una charla de orientación vocacional, como si hubiera alguna forma de orientarme. Nos pedían que pusiéramos cosas que nos gustaría tener o llegar a tener, algo así. Como no me importaba nada la orientación, puse todas las imbecilidades posibles: desde un avión hasta una hamaca paraguaya. Todo eso quiero. Y no. Y había un test con las preguntas más obvias para completar. Lo entregué y sentí que no iba a existir forma de ayudarme y que la psicóloga, psicopedagoga o lo que fuera quien lo leyera, se iba a reír tres días seguidos o iba a pensar que soy una ilusa. Puede que tenga razón.

  La ausencia. Y mis kilos. Desde que escribí "ausencia" no dejo de pensar en eso. La ausencia de seres que quiero y los kilos que tengo, que suponía que no, pero que de alguna manera también debo querer. No terminando de encontrar las palabras para explicar la sensación que tengo adentro desde que lo escribí. Y sí, no hay palabras para todo. O no en todos los momentos.

  Y después de la orientación vocacional tan instructiva, cuando juntábamos todos para irnos, entró la preceptora y aplaudió un par de veces para que le prestáramos atención. Levanté la cabeza y ahí lo vi. La preceptora pidiéndonos un minuto. Y al lado, él. La sensación que me dio fue que a él sí le importa todo un carajo. Nosotros, el colegio, y puede que él mismo. Los ojos recorriéndonos.

  —Este es León, es un compañero nuevo que empieza con ustedes a partir de mañana, traten de encontrar el tiempo para presentarse—nos dijo la preceptora, y mientras hablaba, León se encontró con mi mirada. Y me miró como a todos pero hizo un gesto imperceptible con la cabeza rapada en los costados, el pelo largo en el centro. Me pregunté si era a mí. Bajé la mirada petrificada en mi lugar. Y miré a Rosario, que estaba perdida en la ventana. ¿A ella o a mí? Sentí que la risa estallaba dentro mío como un río sin freno. A ella. A ella. Pero me había parecido a mí.

  Levanté mis ojos. León y la preceptora habían desaparecido. Todos juntabas sus cosas, y el murmullo fue creciendo. Afuera había parado de llover. Y no sé por qué. Pero me levanté, me colgué la mochila al hombro y salí sin despedirme. En el pasillo atestado por la salida de todos los cursos, me paré en puntas de pie. Lo descubrí llegando a la escalera. Caminé rápido entre todos y lo alcancé recién en el hall.

  —León—lo llamé y no sé cómo me escuchó. Su nuca desnuda, el cuello de la remera roja. Giró, me miró y sonrió. Y esa sonrisa que yo no esperaba me hizo olvidar de que estaba persiguiendo al chico nuevo.

  —¿Sí?—me dijo.

  Y yo, muda.

  —Soy Rafaela—por fin pude decir—, voy a ser compañera tuya, por cualquier cosa que necesites.

  Sí, le dije eso. "Por cualquier cosa que necesites". No me quiero imaginar que habrá pensado, porque yo sentí que mientras lo decía me incendiaba. Y no sé si era que seguía alegre, si una incendiada qué miedo puede tener de prenderse fuego, porque agregué:

  —Dame tu celular.

  Sí, "dame tu celular". Una desequilibrada. León me miró divertido. Buscó su teléfono en uno de los bolsillos delanteros del jean, lo desbloqueó y me lo dio. Yo no lo miraba. Anoté mi número. Seguramente mal. Se lo di.

  —Rafaela—repetí. Debía estar en pedo, jet lag mínimo.

  Él sonrió y me dijo:

  —Sí, entendí, Rafaela, gracias, por cualquier cosa que necesite.

  Lo miré y lo odié. Ese instante. Me estaba gozando. Y para rematarla, le acoté:

  —Bueno, dale, tampoco para cualquier cosa.

  Se rio. Y de los nervios me reí. Y riéndome mientras me mordía el labio para no reírme tanto, lo vi pasar a Simón en cámara lenta detrás de León, mirándonos. Lo disfruté.

  León me dio las gracias y me dijo que se tenía que ir, que lo estaban esperando sus viejos en el auto. Busqué la bici en el patio y me volví. El deslizarse de las ruedas en lo húmedo del pavimento y mi reflejo en el agua. El cielo gris. Así pedaleando, me sentía más despejada. 

  Y hace un rato después de bañarme encontré un wasap de León: Rafaela, estaría necesitando algo. Un boludo. Pero me hizo reír. Obvio que no le contesté. Pero lo pensé. Y fue como si el impulso de bajar a presentarme se hubiera desvanecido y quedara la que siempre soy. La que no hace. 

Intermitente RafaelaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora