Capítulo 60 🎻

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  Ni sé cuánto tiempo pasó. Me quedé dormida. Y me despertó la puerta de entrada. Un golpe seco. Y ese segundo al volver del sueño cuando todavía hay inocencia. Ese instante en el que sentís que todo es como siempre. Y después te acordás. Me acordé de Manuel.

  Los tacos de mamá unos segundos después en la escalera. Alcancé a incorporarme cuando abrió la puerta entornada de mi cuarto. Nunca le había visto esa cara a mamá. Desencajada.

  —¿Cómo estás? —me preguntó

  —Bien —le dije sin entender demasiado. Mi voz de dormida. Hasta ahí no entendía.

  —Me avisó papá que lo fuiste a ver hoy —me dijo así sin anestesia. Otra vez "papá", no "tu padre", no "Manuel".

  —¿Y? —le pregunté empezando a entender.

  —¿Cómo "y", Rafaela?, ¿cómo estás?, me vine volado del trabajo, dejé todo sin terminar —hizo un gesto como abarcando todo lo que había quedado irresuelto por su ausencia, que debía ser un montón porque estiró sus brazos cuan largos son. 

  Y esa costumbre persistente de intentar hablar así, con pregunta que son martillazos, de interrogatorio. Me saca. Me paré, pasé delante de ella y sus piernas largas, sus zapatos de taco alto y su perfume. Y bajé la escalera. Me siguió y nos enfrentamos en la cocina. Porque eso fue un entrenamiento. Ella, brazos en jarra: yo, cara de "no me jodas". Sé que soy insoportable, que soy extremadamente intolerante con mamá, pero puede que lo insoportable justo lo haya heredado de ella.

  —Y nada, mamá —resalté cada letra.

  Su cara.

  —¿Nada? —levantó los hombros—, ves a tu papá después de doce años ¿y no te pasa nada?

  —No —arrastré el no, giré y fui a la heladera para ver qué había para comer.

  —No, claro, pero ya vas a volver a comer —me atacó.

  —Mirá, Nadine, no voy a volver a comer porque para empezar no comí todavía, o sea que voy a comer por primera vez porque básicamente necesitamos comer para vivir —le hice una sonrisa por encima de la puerta de la heladera abierta y me hundí adentro.

  —Sí, como sea, no tenés nada para decir de papá y comés —hizo una pausa y disparó—, comés y no hablás. O comés porque no hablás.

  Y esa sí no me la vi venir, hasta esas profundidades no habíamos llegado nunca.

  Sentí la puerta de calle que se abría y se cerraba de golpe. Cuando salí de adentro de la heladera vi a mamá en primer plano y a Aitana detrás.

  —Como porque no hablo. Descubriste América, Nadine —mi mirada de hielo.

  Y Aitana:

  —¿Qué mierda pasa? 

  Así somos. A veces.

  Mamá giró.

  —No es tu problema.

  —Si están a los gritos en casa, también es mi problema. ¿Qué pasa? 

  Pausa.

  Tregua.

  —Tu hermana vio a tu papá hoy, y vengo como loca a que me cuente como está y me hace el acting de que está como cualquier otro día. 

  —Tal vez lo que menos necesita a mi hermana es que vengas como loca —Aitana tiró la mochila en el sillón y se sacó el tapado.

  —Vos no me vas a venir a decir a mí cómo ser madre. Hago lo que puedo —dijo taladrándola con la mirada.

  —Bueno, a veces no basta —le mandé y pasé de largo delante de ella, subí la escalera y me encerré en el cuarto de un portazo.

  Malísima.

  Puedo ser malísima.

  Feroz. Implacable.

  Las ganas de reventar algo contra el vidrio de la ventana, la compu, la silla, el escritorio.

  Una ira en la ola de tsunami dentro mío.

  Una ira que no sé de dónde vino y me arrasó.

  Una violencia.

  Como que me di miedo de mí misma. 

Intermitente RafaelaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora