Capítulo 15 🎻

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  Es oficial. Puede que me gusten todos. Sí. Me estoy mordiendo el labio mientras escribo. León arriba de su skate de un lado de la calle; yo enfrente, un poco más atrás. Él y el atardecer detrás. Naranja el mundo y las ruedas de su skate contra el pavimento. En un momento giró su cabeza para mirarme, esos ojos determinados, como si supiera exactamente lo que quiere. Esa cara angulosa y los labios. ¿Qué hacía yo mirándole los labios como si fueran comestibles? Lo son. Puede que no para mí. Bueno, los labios son un capítulo aparte. Entendí a cada una de las chicas del colegio porque ahí no se podía negar nada. Tiene toda la onda. Sí. Está bueno. Sí. Uno de los más lindos del colegio. También.

  Ahora trato de recordar su cara, los detalles, pero es eso, esa mirada, esos ojos, los labios, la determinación y las cejas. Soy una ceja-fan, porque las de Simón también me gustan bastante.

  Igual lo que más me gustó fue el principio.

  Apenas salimos por la calle de casa, me preguntó:

  —¿Vos estabas tocando el violín?

  Asentí.

  Hizo un gesto con la cabeza que no entendí, bajó su pie al pavimento, se empujó y subió a su tabla, que penduló.

  —Yo toco la guitarra, y canto—me contó—, cuando vayamos a casa te muestro algo.

  C u a n d o v a y a m o s a c a s a.

  Como si eso fuera realmente a suceder. Como si no pudiera pasar nada que lo arruinara, como si él ya quisiera. Pienso mucho, sí, pero me sorprendió. Como si no tuviera miedo a acercarse, de lo que yo pensara, de lo que pudiera pasar, como si fuera obvio que nos vamos a volver a ver.

  Me quedé muda. Pero él no parecía esperar una respuesta o no dependía de eso.

  Pensar en estar en su casa, mariposas.

  Fuimos hasta el parque sin hablar, nos íbamos haciendo señas por dónde doblar. El sol en la cara, el viento en la piel, se sentía bien. Verlo a él se sentía bien. Saberme con él se sentía mejor.

  No nos detuvimos en el parque. Lo vi cruzar la avenida entre los autos, esperé para cruzar con la bici y vi cómo se acercaba a los skaters que en el playón de la universidad arman una especie de circuito callejero con unas escalinatas que no se usan y un par de rampas. Siempre están ahí. Los había visto mil veces y a la vez no los había visto nunca. No iban a mi colegio, no conocía a nadie que los conociera, y dudo que él los conociera de antes, pero no tardó más de cuatros segundos, cinco tal vez, en reírse con un par mientras me hacía una seña para que me acerque. Acercarme a gente que veo todos los días me puede llegar a intimidar porque tienen una idea de quién soy y sé qué tipo de pensamientos manejan. Acercarme a esos pibes no me intimidó nada, porque no podían tener la menos idea de quién soy, y yo podía ser más allá del círculo estipulado para Rafaela. Me dieron un beso, o les di yo. Deben tener un par años más que nosotros. León me preguntó si no me molestaba que intentara hacer el circuito. Negué con la cabeza. Lo vi alejarse con los otros dos y segundos más tarde deslizarse por una baranda de la escalera ante mi mirada atónita.

  Dejé la bici contra el piso, se le había roto el pie y en casa a nadie parecía importarle, a mí hasta el verano anterior tampoco. Cuestión que la tendría que llevar a arreglar. La dejé apoyada en el piso y me senté contra un cantero, con las piernas cruzadas, a mirar lo que hacías los tres. Había otros pibes con bicis, más chicos, y más lejos, un grupo jugando al hóckey sobre patines. Eso me pareció lo más interesante. Me dieron ganas de acercarme a ver pero me quedé anclada al suelo. Muerta de ganas y muerta de miedo. Diciéndome qué divertido sería ver de cerca todo eso y a la  vez, para qué voy a ir a verlo, qué voy a decir si me preguntan algo (ahora pienso quién iba  aparar el partido para preguntarme algo a mí), y me quedé sentada tratando de ver a lo lejos y escuchando los palos golpear contra el pavimento. Yo, siempre de lejos. Los sonidos bruscos. Ese lugar parecía otro mundo. Y yo ahí parecía otra.

  León se tiró un par de veces por la baranda, se cayó una, pero se levantó rápido, riéndose. Ni me miró y después de bajar por las rampas unas veces, saludó a los otros y se acercó a mí. Los pibes se nos quedaron mirando y en un acto de osadía, de estos que me brotan como si me hubieran plantado semillas, levanté mi brazo y los saludé. Me devolvieron el saludo. Listo. Amiga de los skaters. Rosario se iba a morir muerta. No iba a poder creer nada. Ni la salida, ni la exploración del submundo del playón, menos la osadía de saludar a los skaters. Pero básicamente, que hubiera dicho . Yo siempre digo no. ¿Salimos hoy? ¿Vamos a la pileta de Wanda? ¿Nos reunimos con los chicos del otro curso? No. No. No. Si digo, es siempre después de un no. Pero esta vez había sido de una. Y eso era inédito.

  Eso y comer delante de alguien. Porque volviendo, León se detuvo delante de un kiosco y me miró.

  —¿Helado?—me preguntó.

  ¿Qué le iba a decir? ¿Que no? Nop.

  Asentí.

  Pisó el skate, lo agarró y entró al kiosco, volvió a los pocos minutos con dos palitos helados bañados en chocolate. Mi primer pensamiento fue "¿te parece?". Esos son los que comíamos a los seis y son los que tenés que estar atajando el chocolate. Pero sí, son lo más ricos. Debía hacer mil años que no comía un palito helado. Esas cosas me gustan de León.

  Bajé de la bici y nos sentamos en el cordón de la vereda, delante del kiosco y comimos el helado en silencio. Casi. Porque algo me preguntó pero no me puedo acordar qué. Porque cuando me preguntó, me miró. Estábamos sentados cerca, lo miré y tenía su cara a una palma de distancia de la mía. Y sus ojos enormes. Sus labios. Por un segundo pensé que me iba a dar un beso. Cualquiera. Es mi imaginación prodigiosa. "Rafaela. vivís en las nubes", me decía mamá de chica, y la semana pasada también. Por un segundo pensé que me iba a besar. Pero no. Besar. ¿Qué es eso? Ni me acuerdo.

  Dos de las cosas de las que tampoco me acordé en la tarde:

  1. Mis kilos de más.

  2. Simón.

Intermitente RafaelaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora