Capítulo 3 🎻

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Me gustaría volver a leer todo lo que escribí el año pasado. Quiero empezar y no puedo, como si leerlo hiciera que algunas cosas volvieran a suceder delante de mis ojos, como si eso fuera posible. Algunas cosas la haría distintas. Me río sola pensando que algunas ni las haría. Y entre el diario, las palabras, mi cabeza y yo, haría otras cosas que sí me darían vergüenza después.

  Y fue en el verano. En algún momento del verano. Una noche sentada en la tarima por vez quinientos ochenta y siete cuando todo empezó a importar poco. Menos que poco. Lo vi a Simón bailando con la rubia número trece desde que habíamos dejado de ser amigos-casi-novios, o lo que sea que hayamos sido mientras duró, que fue poco, y me di cuenta que ya no dolía. Lo vi, como lo venía viendo todos los sábados que juntaba valor para ir a bailar. Esperé que verlo me doliera, como el sábado anterior, como la última vez. Esperé pero no pasó nada. No dolió. Porque un día deja de doler. Viste, Simón, un día deja de doler. Y te importa un carajo. Sí, delicado lo mío. Y no es que me hubiera dejado de gustar él. Porque no. Ese día en la tarima, me seguía gustando pero ya no me dolía. Te vas curtiendo. Un poco y de a poco. Y ahí mientras no me dolía pero todavía me gustaba, recuperé mi territorio. Como si antes se lo hubiera entregado a él. Como si un poco siempre se lo hubiera entregado a todo el mundo. A papá, a mamá, a él, a Aitana, a lo que no me ven y a los que me ven. Y ahí caí. La gente dice: "Me cayó la ficha". Yo soy la ficha que cae. Y fue cuestión de tiempo, días, bueno, un mes, un par de meses, hasta que me di cuenta de que Simón directamente me había dejado de gustar. Nada. Ni un poco. La sensación de ese instante. Como cuando me enteré de que Papá Noel existía solo para mí. Simón, ni existía.

Intermitente RafaelaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora