Un grillo. Y mis ojos cerrados.
Escuché que la puerta se abría pero me quedé quieta hasta que sentí que unos abrazos me envolvían desde atrás. Me aflojé en ese abrazo. Es tan desconcertante. Es mi lugar más nuevo y es mi lugar más seguro.
León no dijo nada. Apoyó su cabeza junto a la mía, sobre mi hombro. Podía olerlo. Lo sentía respirar. Tiene esa pausa. Esa pausa que no es nada habitual. La gente pregunta, quiere saber, insiste, habla, habla, habla. Él, la mayor parte del tiempo está en silencio. Estamos juntos. Simple.
Y en algún momento giré, abrí los ojos y lo miré. Las cejas anchas. Su mirada suave. Ya no estaba enojado.
Entonces me animé.
—De lo de Simón... —le empecé a decir.
—Eso no es importante ahora —me cortó, me agarró de la mano y caminé detrás de él hasta la casa.
Él, descalzo. Un jean, una remera de mangas largas amarillo pálido. El pelo, esa parte arriba que tiene más larga, revuelta. Giró para mirarme antes de entrar y sonrió.
Es imposible ser más lindo. Ponele que lo intenten. Imposible.
Nos esperaba un perro negro en la puerta, de esos muy cachetudos, inmenso. Me miró y ladeó la cabeza como midiéndome. Minerva parecía mini al lado de él.
—Don Otto —lo señaló y me señaló a mí—, Otto, Rafaela.
Pasamos al lado de Otto. León cerró la puerta y acaricié el lomo del perro. Ese pelo oscuro tan suave, aterciopelado.
León me soltó y me preguntó si quería tomar algo, y al no tenerlo adelante pude ver la casa. Despojada. Enfrente mío vidrio de doble altura que daba a un jardín con pileta y un árbol de esos de hojas naranjas, al que se le estaban cayendo las hojas sobre todo el jardín. Me acerqué al vidrio a mirarlo.
Y me salió, no lo pude contener.
—Esa es una pileta a la que no me voy a meter.
Lo hubiera pensado pero jamás me hubiera hecho un comentario como ese de haberlo podido evitar. Es patético pensarlo. Es más patético decirlo.
—¿Por? —León me acercó un vaso de jugo.
—Por esto —hice una seña con ambas manos recorriendo mi cuerpo como si fuera una azafata mostrando las salidas de emergencia.
León no se inmutó. ¿Cómo hace para no inmutarse nunca? ¿Qué le pasa? ¿Es humano?
—Esa —miró al jardín— es una pileta a la que creo que te vas a meter así como estás —repitió mi seña con ambas manos sin alcanzar a tocarme el cuerpo y sentí que me electrificaba.
Es imposible que me guste más. Ponele que lo intente. Imposible.
Y al instante él ya estaba en otra cosa.
—Dale, vení que te muestro mi cuarto. Igual no tiene mucho todavía.
Lo seguimos por la escalera, Otto atrás mío. Los pies descalzos de León sobre cada escalón, mis borceguíes en el silencio, aunque en su cuarto, a medida que nos acercábamos, descubrí que sonaba algo de música.
El cuarto en penumbras. La cama grande a ras del piso. Zapatillas tiradas. Me asomé. Un equipo de música junto a un ventanal alargado. Estantes pelados sobre la pared. Cajas de cartón apiladas en una esquina. En la otra esquina junto al ventanal, una pecera iluminada. De ahí venía la luz. Me acerqué despacio. Nunca había visto peces tan bellos. Ondulaban en el agua, abriendo y cerrando su boca. Ahí y allá unos globitos mínimos trepaban a la superficie.
—Los heredé —me dijo.
Rarísimo heredar peces. Pero no pregunté nada.
Y ahí estábamos en medio de su habitación, en su casa, como me había dicho esa primera vez que habíamos salido, él y yo.
—De lo de Simón... —empecé otra vez mientras me sacaba el tapado. Lo dejé sobre la silla junto a un tablero que hacía las veces de escritorio.
—Ya te dije, no es importante.
—Bueno, para mí sí.
Nos quedamos parados uno delante del otro.
—¿Nos sentamos? ¿Pedimos pizza primero?
Algo íbamos a tener que comer aunque no tenía hambre. Asentí y él bajó a pedir.
Me acerqué a la ventana y me asomé. Árbol naranja y cielo. La voz de León abajo. La respiración pesada de Otto. La música tenue. La noche.
Cuando volvió, nos sentamos en la cama y le conté de Simón. Obvié los mensaje. León me escuchó, me dijo que sabía que me había ido con Simón del colegio cuando había faltado y que como Simón ya me había estado esperando la noche del sábado cuando me dejó en casa, le parecía mejor que primero terminara esa historia porque iba a ser un quilombo salir los tres a la vez en el mismo colegio. Le dije que las únicas historias que pueden terminar son las que empiezan. Y con Simón nunca habíamos empezado. Medio de novela mi frase, sí. Pero es la verdad. No hay nada que terminar. Hubiera amado con todo mi cuerpo, el universo con cada una de sus partículas, que hubiera habido una historia. Pero la verdad es que no. Y ya lo había entendido hacía mucho tiempo. Y ahí me resonó en algún lugar del cuerpo la frase de Simón: "A lo mejor terminamos juntos". Me descolocó. Rosario tenía razón la había dejado picando para que se replicara dentro mío. "Cancelo y transmuto", pensé, frase de la abuela.
Y Simón fue.
Le conté de papá. Lo conté todo.
Sonó el timbre. León bajó y lo seguí. No quería que pagara otra vez él, pero no hubo forma de que aceptase la plata.
Me dijo de comer en la cocina. Sacó un jugo de la heladera, platos, servilletas y unos vasos. Y nos sentamos en unos bancos altos en la isla que había en medio de la cocina.
Abrió la caja y me sirvió una porción de pizza. Agarró otra para él mientras yo le servía jugo.
—Volvelo a ver —me dijo de repente.
—¿A quién? —me sorprendió su comentario.
—A tu papá. Volvelo a ver. Te acompaño si querés. Que sea natural. O bueno, lo más natural posible. No sabés cuando se va, a dónde. A lo mejor hasta podés ir a visitarlo en algún momento —asintió con la cabeza, masticó y agregó—: Y te acompaño.
Lo miré y sonreí.
—Ponele que vive en Alaska, estaría bueno —abrió sus ojos grandes—, o en Japón —siguió.
—No tengo la menor idea de dónde vive. Es triste.
—Es. Punto. No es triste. Es. Que viva lejos es la perfecta excusa para ir a verlo.
Lo miré comer y me di cuenta de que ya estaba pensando en otra cosa.
Y con solo decirlo lo volvió posible. Podía volver a ver a Manuel. Una vez más. Eso no quería decir nada. Y a lo mejor un día podía viajar de vacaciones adonde fuera que él viviera y de paso visitarlo. Nunca salí del país. Él vive afuera. Afuera para mí significa fuera de la Argentina. Bastante paradójico que él viva afuera y yo sienta que siempre estoy adentro. Como para que podamos encontrarnos. Complicadísimo. Sonreí y León me miró.
—Te gustó la idea —me dijo sonriendo.
—Vos me gustás —le mandé.
Y me reí. Era la chica con más personalidad del colegio que dibujaban sus ojos. Porque yo, Rafaela, jamás hubiera dicho eso antes.
Pero a él, sí.
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Intermitente Rafaela
Teen FictionRafaela no quiere que termine quinto año, no sabe qué va a estudiar y teme que se desvanezcan los vínculos con sus amigas. Y a pesar de las ausencias de su papá y de Simón, y de que todavía se siente invisible para los demás, se empieza a dibujar a...