Caminamos hasta una pizzería en la avenida. Rosario sabe que no me sale hablar de cosas importantes y caminar a la vez. Y era obvio que había algo importante para hablar. Nos sentamos en un patio de invierno lleno de plantas, adoquines y techo de chapa, todo rústico, como de fábrica.
Pedimos una pizza con rúcula y jamón crudo y una cerveza. No había mucha gente, podíamos hablar tranquilas.
—¿Y?—me preguntó Rosario. Porque sabe que me cuesta arrancar.
Arranqué. Habrá pensado para qué le pregunté, por qué no me quedé en casa comiendo con mi familia. Me escuchó en silencio. Hubiera podido hacer un corto con sus caras. Las cosas que le contaba las contás una vez en la vida. Cada tanto decía un "no", "oh", levantaba las cejas o sonreía. Y en el medio trajeron la pizza.
Hice un alto para que pudiéramos comer caliente. Comer es prioridad. Sí, lo sé. Pizza fría solo para cuando te levantás al otro día y la encontrás en la heladera. En la pizzería va caliente.
Mientras comíamos Rosario chateó con Pablo y acotó, a punto de dar otro mordisco a su porción:
—Me tenés que contar también lo de León, no te hagas.
Asentí con la boca llena. Y revisé mi celular. Nada. Ni Simón. Ni León. Se debían de poner de acuerdo porque entraban y salían juntos de escena. Simón de debía querer matar por aparecer en casa sabiendo que estaba con León y haberse quedado dos horas sentado en el cordón de la vereda. ¿Cómo volvés de algo así? León debía estar esperando que apareciera yo. Porque si mal no recordaba no le había dicho: "No, León, no se te ocurra irte y dejarme con este pibe". No había dicho nada. Y León no sabía que yo había bajado del auto, había entrado a casa y no había tenido casi ningún intercambio con Simón. Me tocaba a mí aparecer. Pero cómo.
Terminamos la pizza. Entera. Sí, podemos hacer eso. Y terminé el cuento. Todo. Padrebarba-mujerdepadre-hermananiña. La cara de Rosario. Claro, su vida: un padre, una madre, una hermana, viviendo juntos en una casa, un novio desde hacía año y pico. No es que fuera todo rosa. A ver, nada lo es. Pero.
Después de unos segundos Rosario se rio. Y eso me alivió. Si se hubiera reído en la plaza no me habría hecho ninguna gracia. Pero ahí, pizza y cerveza de por medio, juntas, me pude reír.
—La te-le-no-ve-la— dijo entre risas. Se pone un poco alegre de la nada.
Y era verdad. Sí.
No me dijo mucho más. No sé cuánto hay para decir.
Pedimos un mousse de chocolate para compartir. Para eso nos alcanzaba con lo que teníamos. Lo comimos despacio mientras nos reíamos a carcajadas. Y nos olvidamos de la plata del taxi para volver y de la propina. Una cerveza y parecíamos dos nabas. Aunque lo mío no pasaba por el alcohol, era todo junto: adrenalina, emoción, besos, Simón, playa, túnica, padre, hermana nueva.
No nos salió pensar con claridad. Podríamos habernos tomado un taxi y pagar en casa. Pensamos en Pablo. Pero Pablo se había ido a jugar al fútbol con los amigos.
Rosario pensó en León.
—Pero no ne hablo con León—Le respondí.
—Ah, mirá vos—me dijo—, ayer le comías la boca.
Tenía razón. Y le escribí. Patética. Sí.
¿Qué haces? Una onda mi mensaje.
Me contestó bastante al toque.
Veo peli.
¿Me buscás?, le pregunté. Cualquiera lo mío.
¿En tu casa?, me escribió.
Ese pibe es lo más.
Y le pasé la dirección.
Pagamos y esperamos en la puerta. Yo, arrepentida. ¿Para qué? Con el frío se me ocurrió opción taxi.
Tarde.
Rosario se agarraba de mi brazo y bostezaba, knockout después de cerveza e historia.
Al rato, cuando pensé que ya León no iba a aparecer vengándose de mí por la noche anterior, vi el auto doblar la esquina. Cuando estacionó, bajó la ventanilla del acompañante. Esa campera con capucha, la campera de cuero arriba.
—Toda la onda—dijo Rosario, pero por suerte fue bajito.
Subimos al auto. Yo adelante con él. Rosario atrás.
Y le di un beso en la mejilla. Sí. Me odié. Pero no iba a bajar, volver a subir y darle un beso en la boca. Ya estaba. Llevamos a Rosario. Primera vez en mi vida que llevo a Rosario con un chico. Yo a ella. No hablamos mucho en al auto. Rosario había apoyado la cabeza contra el respaldo y tenía los ojos cerrados. La cerveza la da sueño, me lo tendría que tatuar para acordarme.
La dejamos en la puerta de su casa. Antes de bajar nos dio un beso y me dijo al oído:
—Este pibe no existe.
Pero eso sí lo escuchamos todos.
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Intermitente Rafaela
Teen FictionRafaela no quiere que termine quinto año, no sabe qué va a estudiar y teme que se desvanezcan los vínculos con sus amigas. Y a pesar de las ausencias de su papá y de Simón, y de que todavía se siente invisible para los demás, se empieza a dibujar a...