Volví por el pasillo, casi una odisea. Con lo que detesto sentir la gente tan cerca, pero yo casi lo evitaba. Posta. Una naba. No podía dejar de pensar en que iba a verlo. ¿Tenía que hacer algo yo? No. Que hiciera él. Si es que todavía estaba y quería hacer algo.
Y todavía estaba. Apenas salí del pasillo lo vi, en la barra, ahí apoyado con el imbécil de Gastón y un compilado de otros imbéciles. Simón me estaba mirando. A mí. Tenía que ser a mí. Ni se me ocurrió girar la cabeza a ver si justo por esas cosas que me suelen pasar atrás había una de las chicas con la que lo vi antes. No giré. Pero bajé la mirada, porque qué onda. Busqué a los chicos. Vi la mesa. Y al lado, con los brazos cruzados contra el pecho, camisa escocesa, estaba León. Que sonrió a medias cuando cruzamos las miradas. Yo le sonreí grande. A él, pero porque Simón debía estar mirando, tenía que estar mirando. De un lado León y su camisa a cuadros, del otro Simón y su camisa de jean. Adentro mío sentí una ola de risa, tsunami de risa. Eso tenía que ser un sueño. Caminé hasta la mesa y por un momento miré otra vez a Simón. Estaba mirando, obvio. Con la camisa arremangada, tomando un trago, me miraba impasible. Llegué a la mesa. La cara de Rosario era mortal. Los ojos de Wanda y de Tania eran cuatro pelotitas que saltaban de Simón a León, a mí y a Rosario. Le di un beso a León.
—¿Qué haces?—le pregunté.
—Te esperaba, la vi a Rosario y pensé que tal vez vos estabas.
Olía tan bien de cerca. Es que para poder escucharnos teníamos que hablar con mi boca pegada a su oído. Mirarnos y volver a acercarnos para volver a hablar.
Me quedé mirándolo. Al lado de él me sentía mínima.
—¿Hacemos algo?—me preguntó—, vine con los chicos pero no quiero ir a bailar.
Exactamente lo que necesitaba para desaparecer de ese lugar sin que nadie me dijera nada. La excusa perfecta. ¿Quién en todo el colegio se podría haber negado? Volví a verlo detrás de León, ¿ahora que estaba Simón, también quería irme? Fue un segundo en el que dudé.
—Dale, vamos —le dije.
—Me voy —les avisé a todos, y creo que fue la primera vez que hablé en toda la noche.
Las caras, una colección para días de poco humor. M a r a v i l l o s o. Les di un beso a cada uno y Rosario me agarró de la nuca para decirme rápido al oído: "Para cuando dudes, Simón y León, dos de los chicos con más onda del colegio". Sonrió con una de esas sonrisas que ella puede desplegar. León los saludó a todos con la mano y empezó a caminar para la salida. Sentí todo el tiempo que los ojos de Simón me atravesaban la nuca pero ni por un segundo le iba a dar el gusto de mirar. No estaba pensando en él en ese momento. O sí. Y de hecho, no, porque en ese instante sentí la mano de León agarrando la mía para pasar entre la gente que se amontonaba en la entrada. Me sorprendió. Pero no me solté. Cuando pudimos atravesar la puerta, sentí el frío en la cara, y él me soltó. Caminó hasta un costado del local y sacó el skate de detrás de unos tachos de basura.
—Listo—me dijo volviéndose a mí—, ¿qué hacemos?
Yo no había pensado en eso.
—¿Comiste algo?—le pregunté mientras mi cabeza centrifugaba a la velocidad de la luz.
—Algo temprano, ¿comemos?— me preguntó.
Asentí. Yo no había cenado. Y comer siempre es una buena opción. Por lejos mejor que quedarme otra vez sin plan como el primer día
Y esta vez guíe yo. Cruzamos la avenida. Estábamos frente al playón de la universidad, al costado, y en una de las calles secundarias se ubican varios carritos. Una hamburguesa con papas fritas para cada uno. Y nos sentamos en las escalinatas laterales cerca de donde jugaban al hóckey. El parque enfrente, los troncos de los árboles oscuros, el cielo recortado, las estrellas nítidas. Comimos en silencio. Por momentos lo miraba de reojo. Podía olerlo. Se había puesto perfume. Hubiera jurado que León no era el tipo de chico que se ponía perfume. Pero qué sé yo de chicos. NADA.
Y cuando terminamos de comer era temprano, una hora en la que ni siquiera hubiéramos entrado todavía al boliche. No sé qué me pasó pero le pregunté:
—¿Vamos a casa?
Me odié en el mismo instante en que lo estaba terminando de decir. A casa. En casa no había nadie. ¿Qué iba a pensar León? ¿Qué me importaba lo que pensara? Me mordí el labio porque me di cuenta que tenía más miedo de mí que de él. Ya estaba dicho. Suspendido en la noche.
León me miró. "Sí, León -pensé-, soy una imbécil, decí que no". Pero no me podía callar la boca y seguí:
—Yo decía, podemos ver una peli, no hay nadie en casa y no es que vaya a pasar nada—ese instante en el que te empezas a embarrar, te metés en una peor que la anterior y te recibís de boluda. Decir algo así es recibirse de boluda.
León me apoyó la mano en el brazo. Y se rio.
—Ey, Rafaela, tranquila, podemos ir a tu casa, sí, podemos ver una peli, no, no tiene que pasar nada.
Claro, tenía que ser imbécil, más imbécil que el imbécil de Gastón. Yo era el compilado de los imbéciles.
Me dieron ganas de desaparecer, volví a morderme el labio, suspiré y le dije:
—Sí, obvio que no, acabo de recibirme de boluda, es que esto...— con un dedo hice velozmente el recorrido de la distancia entre mi cuerpo y el suyo—, esto, no me es habitual.
Él no dijo nada, se levantó cuan alto y largo es y yo lo seguí.
—Compremos helado—propuse.
Y me volví a odiar.
¿Era necesario? ¿Cuánto más íbamos a comer en una noche? ¿Quería comerme todo para no comérmelo a él? ¿Eso me daba miedo? Me reí ante mi propio pensamiento, lo que claramente me hizo ver como una loca.
—Compremos—aceptó.
¿A nada me iba a decir que no?
M I E D O.
Mientras cruzábamos la avenida, pensé que no necesario el helado. Pero ya estábamos haciendo la cola para comprarlo. Y diez minutos más tarde empezamos a caminar a casa. En una de las calles desiertas intenté subirme a su skate. Casi me mato.
—Es que no da con esos zapatitos de bailarina—me dijo él.
Hice una mueca tratando de volver a subir pero desistí, porque caerme no estaba en mis planes.
¿Zapatitos de bailarinas? Qué pibe.
Las últimas cuadras sentí que el corazón se me iba a escapar de la boca como una mariposa. Pero ya estábamos ahí a tres, dos, una cuadra. Casa. Suerte que estaba Minerva. Que saltó a recibirnos. Y una vez que pasó ese instante, ahí, en medio del living, estábamos solos, León, el helado y yo.
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Intermitente Rafaela
JugendliteraturRafaela no quiere que termine quinto año, no sabe qué va a estudiar y teme que se desvanezcan los vínculos con sus amigas. Y a pesar de las ausencias de su papá y de Simón, y de que todavía se siente invisible para los demás, se empieza a dibujar a...