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Érase una vez el vestigio de dos astros.
Acompañábanse desde los confines del cielo.
Paseando en galopar sereno
de este a oeste,
engendrando un misterio en cada parada
de su celeste, etéreo, eterno cortejo.

Ningún ojo humano tenía derecho a mirarlo
a menos que estuviese a la vera
de aquese temido margen,
el grahinigini.

Hallábase en el firmamento,
en un techo falso
de cerúleos sentidos y lumbres.
Fachada álgida del orbe. Camino.
Veíase en la cúpula nocturna,
firmamento afirmado en fulgores,
y allén las luces danzaban
en cortejo nupcial que perla al abismo.

Escarcha nocturna, febril,
taciturna morada,
bienhadado vestigio.

Aquestas plumas de otoño ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora