Capítulo 12

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Después de la tormenta, viene una de mayor
[Laia Álvarez]

Estoy casi corriendo, cosa que no hacía des del endemoniado Test de Cooper, puesto que llego... «¡Tarde! ¡Cómo no!». Miro el reloj para concienciarme de que debo correr más deprisa cuando reparo en que ya no lo llevo. ¿Cuántos días ha durado en mi muñeca ¿cinco? ¿tres?? No lo sé, pero por triste que suene, nunca lo había llevado durante tanto tiempo seguido.

«Céntrate, Laia pienso solo debes correr, ya sabes que si piensas mucho te distraes».

«Pero esto que estás haciendo es pensar» dice otra parte de mí.

«¡Para! ¡No vayas por ahí!... No si es que no tienes remedio... Pero solo es... ¡Cállate y corre! ¡Vaarwel

«¡Ya estoy nuevamente saludando sin pensarlo en neerlandés! ¡Mira tú que cosas!»

La maravillosa voz del chico de la lotería, Cameron -ahora puedo llamarlo por su nombre- interrumpe mis absurdos pensamientos cuando me despide en a saber que idioma. Su grave y sexy voz es música para mis oídos.

—¡Zàijiàn!

Desgraciadamente no puedo pararme a hablar con él porqué voy tarde. Pa' variar.

—Lo siento —grito mientras me alejo—. Tarde... Llegar... Hablar... No... — Añado entre jadeos sin ser consciente de porque narices hablar mientras corro me convierte en imbécil. Y corro. Corro como si la vida me fuese en ello.

Si no llego en siete minutos a la estación, pierdo el último tren que pasa con suficiente margen de tiempo para poder llegar a la facultad a una hora, sino temprana, decente.

—Mierda mierda mierda... —murmuro para mí misma mientras corro como alma que lleva el diablo. Vuelo por las calles con mi nueva mochila repiqueteando en mi espalda, y cuando estoy a más o menos cincuenta metros de la entrada de la estación, escucho el característico sonido del tren cuando amaina la velocidad. «¡El único día que va a la hora yo voy tarde!» Diría que es el Karma, pero no he hecho nada tan malo como para merecer esto. Nada.

—¡Joder! —grito mientras rebusco mi billete mensual en la mochila. «¿Por qué nunca la guardaré en el mismo bolsillo?» me recrimino y cuando por fin la encuentro, el tren para en el andén—. Venga venga venga... —le rezo al lector de los billetes que parece que hoy va más lento de lo habitual. Cuando la puertecilla se abre salgo disparada hacía el vagón más cercano y consigo subir justo cuando la alama de cerramiento de puertas empieza a sonar.

«Uf. Obstáculo uno superado. Laia, uno. Karma, cero».

Ahora solo me falta correr como una condenada para no llegar tarde des de la boca del metro hasta la uni. Veinte minutos. Corriendo. No es lo mío, precisamente. Era de las pocos que, en educación física, maldita sea la puñetera asignatura del diablo (que no sé para qué narices sirve más que para torturar a los alumnos con correr bajo el solano de verano o el horrible frío de invierno) me quedaba sin aire al minuto de empezar a trotar. ¡Y ya podía pedir piedad que el profe me castigaba con una vuelta más si me quejaba! ¡¿Qué culpa tenía yo de tener los conductos nasales más pequeños de lo habitual!? En fin, horrores pasados y pringado mi hermano, que aún le queda un año de tortura.

En el tren me relajo, creo que, hasta hecho una cabezadita, y cuando las puertas se abren, siete paradas más tarde, vuelvo a correr como si mi vida dependiera de ello, que en verdad es más un trote irregular con muchos jadeos pero que le haremos... Cada uno hace lo que puede.

A unos cien metros de la entrada final, aflojo el ritmo, simplemente porqué ya no puedo más y el sudor me resbala por la espalda a chorros, y las piernas me arden, y el móvil se me cae del bolsillo, y tengo más calor que cuando fui a Córdoba de vacaciones durante la ola de calor de hace un par de años, y, y, y... «Respira, Laia. Respira» me digo.

Con el cuerpo en tensión, compruebo la hora. Definitivamente llego tarde.

Mi otro yo vuelve a intervenir.

«Si tu mente no divagara tanto puede que corrieras más» me indica mi voz interior y de verdad que no entiendo que de donde puñetas saco una faceta tan repelente.

—¡Mierda! —grito de nuevo (que boca más sucia tengo...). Un par de chicas se me quedan mirando como si fuera alguna clase de extraño espécimen. Las ignoro.

Finalmente, tras la ardura maratón llego al aula que me toca, y dejando las vergüenzas atrás, entro. Normalmente y con la mayoría de los profesores llegar tarde no es un gran problema, al igual que si te saltas clases. Es tu problema. Únicamente tuyo, pero luego está la doctora Schmetterling. Como me arrepentí de haber escogido la maldita optativa...

Esa arpía comprueba la asistencia y si has faltado a más de dos clases sin justificación que le sirva, te suspende el trimestre con cualquier excusa que le pase por la cabeza. Si llegas tarde a más de tres clases, lo mismo. Si no entregas un trabajo, también. Si no sabes contestar una de sus preguntas, te pone en la lista negra y si te pilla haciendo cualquier cosa que no considera correcta ¡Suspenso! Es el diablo en persona, porqué aparte de ser malvada, es: antipática, borde, amargada, aburrida, seca, severa, con un ego que puede llevarla hasta la luna con vuelta incluida y, además, para adornar el pastel: la mejor periodista de investigación de la última década. «Maravilloso ¿verdad? Yo opino lo mismo».

Me dirijo a mi asiento, en medio de la clase, sin decir nada. Si le dices algo o intentas buscar alguna excusa barata te echa fuera. Tiene una especie de radar para detectar mentiras. Así que si no tienes motivo te callas y le confirmas lo que ya sabe.

Un par de compañeros tienen que levantarse para que yo pueda pasar, y bajo las atentas miradas que todos me dedican, la doctora Schmetterling sigue con la clase. No me mira, no dice nada. Mala señal. Normalmente suele ponerte a parir. Y madre como lo disfruta...

Tras veinte minutos de aburrida teoría -puede ser la mejor periodista, pero es un cero como profesora- alguien llama a la puerta. Todos tragamos saliva compadeciéndonos del pobre que ha llamado. Otra de sus normas es que, si llegas tarde, no llamas a la puerta. Entras sin molestar más de lo necesario haciéndote lo más invisible que puedes, y el que ha llamado, aparte de haber llegado tarde, lo ha olvidado. Pobre de él.

Su fría mirada, capaz de taladrar la caja fuerte de un banco, se dirige a la puerta.

—¡Si ha llamado pase de una puta vez! —grita. «Es algo contradictorio que hable en tercera persona mostrando respeto, pero a la vez lo mande a freír espárragos ¿no?»

La puerta se abre y revela a un hombre y una mujer.

—Perdón por molestar —dice la mujer con un deje de ironía en la voz.

Todos nos giramos para ver la reacción de la doctora, a quien se le hincha la vena de cuello, pero nos volvemos a girar cuando se relaja de pronto.

—Policía —aclara el hombre enseñando una placa en alto—. Buscamos a Laia Álvarez. ¿Está aquí?

Me quedo plasmada, en blanco, no hago nada. Simplemente me quedo allí.

Poco a poco, todas las miradas me localizan, incluidas las de los policías, pero no me puedo mover. Mi cuerpo no es capaz de reaccionar.

—Señorita Álvarez, necesitamos que nos acompañe.

—Señorita Álvarez, necesitamos que nos acompañe

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Tiako ianao ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora