Creep

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Cuatro días antes, después de la primera reunión del Consejo de Redacción

Bueno, pues nada, tengo cuatro días por delante para empaparme del universo Albalia. Cuatro días para leer novelitas románticas de amor lésbico por entregas, para más INRI, protagonizadas por dos veinteañeras, escritas por una cohorte de admiradoras, igual o más jóvenes que ellas. Solo de pensarlo me entran los cien mil males. Me las imagino, en plan, chica conoce a chica, se enamoran, follan, y follan y vuelven a follar, el tema se tuerce, se separan, sufren mucho, se dan cuenta de que no pueden vivir la una sin la otra, se reconcilian, vuelven a follar, son felices y comen perdices, o cogollos de Tudela en ensalada, que tanto me da. O bien, una se enamora y la otra se resiste hasta la extenuación. También puede ser que una sea hetero con deseos de experimentar... ¡Ay, la que me espera!
Tengo un montón de libros por leer. Libros que he ido acumulando porque no me da la vida para más, pero tengo que dedicarles tiempo a las novelitas románticas. Si es que... Mi corazón suspira por Murakami, Rosa Montero –¡ay, mi Bruna Husky, qué habrá sido de ti!–, Edurne Portela, Petros Márkaris, Luna Miguel y el largo etcétera de últimas, y no tan últimas, publicaciones a las que no he podido dedicar ni una triste mirada. Si ni siquiera he podido ojear Feminismo para torpes, y mira que le tengo ganas.
Una de las voces de mi conciencia, doña Sensatez, Sensa, para las amigas, me saca de mis tribulaciones.
–Deja de quejarte y ponte a trabajar –me reconviene, en un tono idéntico al de mi madre–. Esto es trabajo, Ana. El trabajo no se discute, se hace.
Estoy a punto de enzarzarme en una violenta discusión conmigo misma, cuando me da por mirar el reloj. ¡La hostia! ¡Si son las doce!
Vuelvo a mi despacho. Entre pitos y flautas, más flautas que pitos, llega la hora de comer. Decido que es el momento perfecto para comenzar las tareas que nos ha encomendado Lore. Me decanto  por las actuaciones musicales. Luego, si tengo humor, les echaré un vistazo a los vídeos de la youtuber tinerfeña. Me doy cuenta de que estoy retrasando el momento de iniciar la lectura, en mí más puro estilo.
Sopeso la idea de avisar a Pruden y a Antonia para compartir el amargo cáliz con ellas. La desecho. Es su tiempo de descanso, si yo quiero joder el mío, no es su problema. Recurro a mi aplicación favorita de comida a domicilio y pido algo ligero, a la par que nutritivo. Descorcho una botella de 24 Mozas, un tinto de Toro que he descubierto hace poco, las penas con vino son menos penas, me digo.
Mientras llega la comida, abro YouTube. Tecleo Alba Reche en el buscador. La Llorona tiene más de cuatro millones de visualizaciones. ¡Coño con la triunfita!
Lo primero me llama la atención es el sentimiento que le pone, desde los primeros acordes. Su voz es la de un alma vieja, no la de una chica de veintiuno, que está empezando la vida. La forma en la que se desgarra al final, con los ojos llenos de lágrimas, borra, de un plumazo, la idea que me había hecho de ella. Para atreverse con Chavela Vargas y hacer una versión tan personal, hay que tener agallas.
La hostia que me atiza Creep, me deja KO. Hace mucho, mucho tiempo que no se me ponen los pelos de punta con una canción. Por la forma en la que la interpreta, sí; porque su voz va, directa, al núcleo duro de mis emociones, también, pero, sobre todo, porque me ha transportado, de golpe, a una época de mi vida, cuyo recuerdo me he esforzado en guardar en un compartimento estanco de mi memoria.
De todos los temas de la banda sonora de mi vida, Creep está en el top tres. Tengo la versión de Radiohead grabada a fuego en mi memoria, en la voz de Thom Yorke. Sin embargo, la de Alba Reche consigue eclipsarla.
Cuando salió, en mil novecientos noventa y dos, yo tenía diez y seis, las hormonas revolucionadas, la imaginación desbordada. Coleccionaba enamoramientos platónicos como quien colecciona cromos. Convertía en protagonista de mis fantasías a cualquiera que se aproximara a mi ideal romántico: varias compañeras, una profe de matemáticas, otra de francés, alguna que otra actriz, un par de cantantes. Sonrío al recordar a Annie Lennox, la voz de Eurythmics. ¡Cómo me ponía aquella mujer!
Me mataba a pajas, imaginando tórridas secuencias de amor y sexo. Menos en la cama, había follado, con mis amores imaginarios, en escenarios de lo más variopinto. Mi favorito era una playa remota, en una isla remota, en un mar remoto. En las antípodas.
Ante la imposibilidad de materializar mis fantasías, más románticas que sexuales, las imaginaba. Construía historias con las que mitigaba mi sequía sentimental. Hasta las escribía.
Las escribía. Un run-run se abre paso entre mis pensamientos. Yo las escribía, para mí, para sentir, aunque fuera de esa forma, lo que la vida me negaba, sin atreverme a compartirlas con nadie. Las adolescentes, las jóvenes de hoy, las escriben y las muestran sin pudor. De acuerdo, sí, se amparan en el anonimato que ofrece la Red, pero se atreven a compartirlas.
El muro de mis prejuicios empieza a resquebrajarse.
La voz de Alba Reche me devuelve al otoño de mis diecisiete, cuando apareció Jimena y pude ponerle cara, por fin, a la mujer de mis sueños.
Jimena no era un bellezón al uso, pero, para mí, no había nadie más atractiva, más deseable ni más interesante que ella. Cada vez que la veía aparecer, todos mis sistemas, en especial el nervioso, amenazaban con el colapso. Por supuesto, nunca me atreví a intentar nada. A los diecisiete, uno de mis objetivos vitales era pasar desapercibida, ser invisible. Vivía con el temor de que alguien descubriera mis auténticas inclinaciones. De que utilizaran, contra mí, insultos con los que pretendían humillar a otras compañeras, no porque fueran lesbianas, sino porque no se ajustaban al modelo, o porque no accedían a los requerimientos de los machitos de turno. Además de puta, bollera, tortillera o marimacho, estaban, permanentemente, en boca de los gallitos del instituto.
Me pareció observar, en Jimena, algunos los rasgos similares a los míos. La forma de caminar, los gestos..., pero, sobre todo, cómo se relacionaba con los chicos. Los trataba de igual a igual, sin la menor preocupación por llamar su atención o gustarles. Entonces no lo sabía, tuvieron que pasar varios años para que desarrollara la antena de la que hablaba Gertrude Stein, en su Autobiografía de Alice B. Toklas. Con Jimena, se puso en funcionamiento, sin ser consciente de que me venía instalada de serie.
Desde el primer día que la vi, no tuve ojos para nadie más. Nadie volvió a protagonizar mis fantasías. En cuanto abría la boca, mi mundo se detenía. Era la única, de toda la clase, que se atrevía a plantarle cara a la profe de Lengua, una treintañera con muy poca experiencia docente, que intentaba camuflar su inseguridad con la exigencia. Nos trataba como si fuéramos una pandilla de incompetentes, con un trozo de corcho por cerebro. Nadie se atrevía a rechistarle, so pena de ver disminuir su calificación, con el consiguiente perjuicio para la puta nota media que nos traía de cabeza. A Jimena, no la achantaba. Jimena le discutía lo que consideraba que le tenía que discutir. Confrontaba con ella sin miedo, segura de que no podría ponerle ni un pero a sus exámenes.
Y al de Arte, un ególatra clasista y engreído que nos miraba con displicencia desde su pedestal, sobre todo a las chicas, y comentaba nuestros exámenes y trabajos con tal desprecio que daban ganas de hacérselos tragar. Menos los de Jimena. Para ella, todo eran parabienes y halagos.
A don Andrés, le impresionaba que Jimena hablara de la Tate o de la Galería de los Ufizzi como si hubiera vivido en ellas. O que conociera peculiaridades de Blake, Schiele, Artemisa Gentileschi, o Margaret Kane –de quienes yo no había oído hablar en aquella época–, como si hubieran compartido mesa y mantel. Sin atisbo de soberbia, que era lo que más sorprendía al profesorado. Y a mí. A mí, que la escuchaba con arrobo y me encendía como una tea cuando me dirigía la palabra, incapaz de contestarle sin un balbuceo, aunque fuera para pedirme fuego.
Me había prendado (literal) de ella en cuanto la vi aparecer por la puerta del aula treinta y tres, dos meses después del comienzo de curso. Acababa de llegar del País Vasco. ETA, lo supe después, cuando quiso contarmelo, había colocado a su madre, fiscal antiterrorista, en su punto de mira. La trasladaron, inmediatamente, a Oviedo, donde residía su familia materna.
Otra en su lugar, yo, sin ir más lejos, hubiera afrontado el trance con la mirada en el suelo, la cara como un tomate y el corazón saliéndole por la boca. Ella no. Ella, llamó a la puerta, se dirigió a la profesora de Inglés sin el menor atisbo de incomodidad, le dio la nota de la Jefa de Estudios y esperó, a que le indicara dónde podía sentarse, de pie, frente a toda la clase, como si estuviera posando para un photocall.
Jimena fue mi primer gran amor. Me enamoré de ella con la intensidad y la pasión de quien se ha pasado media vida esperando para ponerle cara a su ideal romántico. La convertí en el eje de mi existencia, en la protagonista de mis sueños, excepto de los eróticos. Con ella imaginaba románticos paseos por la playa, besos tiernos, caricias dulces... Como si el deseo sexual empañara mis sentimientos, a pesar del tsunami que provocaba en mis sentidos. En todos mis sentidos. La veía tan perfecta, tan inalcanzable que, a su lado, me sentía el ser más insignificante del Universo. Creep era mi himno.

Cantábrico (Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora