Only you

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DE LA TIERRA A PLUTÓN, Y VUELTA
Quince (continuación)

¡A la puta mierda, Alba, también! ¡A la puta mierda todo!
Entró y pidió una habitación.

Cuando el destino decide jugar contigo, no se anda con chiquitas. Parece que le divierta manejarte a su antojo, torcer tus intenciones, o animarte a tomar una decisión, a sabiendas de que no es la correcta, o sí, solo para que te des cuenta de que, por mucho que te esfuerces, solo eres un títere en sus manos.
El destino ha guiado los pasos de Natalia hasta el hotel que ocupaba un lugar especial en la biografía de su relación con Alba. ¿Qué hago aquí? En su memoria, fresco, como el primer día, tan lejano, a la vez, el recuerdo de la pintora, entrando en la recepción, donde la esperaba con la ilusión de una adolescente. Su mirada, su sonrisa, tacto de su piel, el aroma de su perfume. Se detiene un momento. Duda. ¿No hay hoteles, en Madrid? Una fuerza, ajena a ella, dirige sus pasos hacia la entrada. En su mente, la secuencia ordenada de los momentos que compartieron aquel fin de semana, amenizada por la música de uno de los grupos favoritos de su padre, de The Platters, resonando en su cabeza. 

Only you can make all this world seem right
Only you can make the darkness bright

La letra de la canción le recuerda que es de ella, y solo de ella, de quien depende rasgar el velo de tinieblas que ha vuelto a oscurecer su vida. Solo yo, nadie más que yo. Solo yo puedo hacer que todo esté bien. Solo yo.                     

El destino, cuyos caminos, como los del Señor, son inescrutables, ha querido llevarla hasta ese hotel. ¿Con qué motivo? Eso tendrá que descubrirlo ella solita. Bastante ha hecho, el destino, con llevarla hasta allí, como para tener que desvelarle sus razones.
¡A la puta mierda, Alba, también! ¡A la puta mierda todo!
Entró y pidió una habitación.
Las probabilidades de que un hotel pequeño, de las características del Only you, dispusiera de una habitación libre, en pleno puente de la Constitución, eran las mismas de que le tocara la lotería, a la que, por cierto, no jugaba. Sin embargo, por esas (benditas) casualidades que tiene la vida, al parecer, les habían cancelado una reserva a última hora y tenía la Penthouse a su disposición. ¡De puta madre, ni más ni menos que la Penthouse!
Prefirió no pensar lo que iba a pagar por cinco horas de descanso. Para convencerla, el destino, siempre tan atento, le recuerda una de las frases que se dice en la familia de Laura, de ascendencia leonesa: ¿Para qué son mis bienes, sino para remediar mis males? Aunque ese remedio lo fuera a medias. Aunque estar allí, en el mismo lugar en el que se había encontrado con Alba, por primera vez, pusiera en peligro la poca estabilidad emocional que le quedaba.
Al menos no está en el mismo piso. Eso que me ahorro.
De haber estado completo, su plan B consistía en intentar alojarse en alguno de los cinco estrellas en los que, con seguridad, encontraría habitación, pero eso le supondría decidir en cuál, buscar el teléfono en Internet, llamar, hablar con la recepción, coger un taxi. Solo de pensarlo se ponía más enferma de lo que ya se sentía. Le urgía tirarse en una cama e intentar dormir, aunque fuera un par de horas, a ver si conseguía neutralizar los taladros, que continuaban martilleando sus sienes.
–¿Se quedará todo el fin de semana? –le preguntó el recepcionista, con esa amabilidad impostada que exige el protocolo para la clientela de un hotel de la categoría del Only you.
Le pareció apreciar un deje de extrañeza, hasta que cayó en la cuenta de que no llevaba equipaje. Tan solo una mochila de calle en la que cabía su set de viaje: la cartera, la tableta, los cargadores, su inseparable ebook y un kit básico de aseo y maquillaje.
–Sí –le respondió, para no tener que dar explicaciones.
Siempre podía darle una excusa, cuando se fuera, a las seis de la tarde.
¡Qué excusa ni que hostias!
–Entonces, ¿entrada el día seis, salida el día nueve, señora Lacunza? –insistió él, después de que el ordenador le confirmara que era clienta.
–Sí –contestó, lacónica e impaciente.
Cuando firmó el registro tenía la cabeza, y los nervios, a punto de estallar.
Por fin, después de unos minutos, que se le hicieron eternos, el recepcionista, le entregó la tarjeta de la suite, le dio, de nuevo la bienvenida y le deseó una feliz estancia.
Contempló su imagen en el espejo del ascensor. No se había dado cuenta de que aún llevaba puestas las gafas de sol. Menos mal, pensó al quitárselas y ver las ojeras y las bolsas bajo sus ojos.
Al igual que hacía siete años, en el hotel de carretera en el que se refugió, después de huir de Inés y de Pamplona, lo primero que hizo fue darse una ducha y lavarse el pelo. Por lo menos, no apesto a vómito. Dejó que el agua caliente resbalara por su cuerpo imaginado que arrastraba con ella la frustración y la tristeza que llevaba incrustadas en la piel desde su conversación con Alba la noche anterior.
Con el albornoz puesto, una toalla enroscada en la cabeza, envuelta en una manta, salió a la terraza a fumar un pitillo.
¿Se quedará todo el fin de semana?
Pensó en Marta, que esperaba en Oviedo, O en Cudillero, el momento de ir a buscarla al aeropuerto. En la comida del día siguiente, en casa de sus padres. En sus amigas, que habían planeado una noche de traca del sábado, como cuando eran universitarias. En el último mensaje, frío e impersonal, de Alba, haciendo caso omiso a su disculpa.
La había despachado con un Mucho éxito en las negociaciones. Buen viaje. Ni siquiera se había molestado en responderle al Que descanses. ¿Qué le había ocurrido a la mujer de la que se había enamorado?
–¿Tal vez que la has idealizado?
Quizás al principio, en el tiempo que medió desde que vio la foto que encabezaba su CV, hasta que se habían encontrado en ese mismo hotel, sí. Luego no. Estaba segura de que no. La prueba de que no la ha idealizado la tiene en los siete meses de relación. Siete meses, los más felices de los últimos años, en los que han compartido recuerdos, se han confesado secretos, han ido conociéndose y gustándose poco a poco. Siete meses en los que han trabajado, se han divertido y han viajado juntas. La mejor forma de conocer a una persona es viajando con ella.
–Y conviviendo. Sobre todo, conviviendo.
Habían encajado y se habían complementado a la perfección desde el minuto uno. Alba era perfecta, para ella, en la convivencia, en los viajes, en el trabajo, en los momentos de ocio y en los de descanso.
Inés se dejaba cuidar con la arrogancia propia de quienes creen que lo suyo es más relevante. Estudiar medicina, requería mucho más esfuerzo que ADE. Prepararse para el examen de MIR, no tenía ni punto de comparación con un máster de otra disciplina. ¿Qué era la gerencia cultural de una fundación, comparada con las prácticas en el Hospital Universitario de Pamplona? Las necesidades de Inés siempre eran más perentorias que las suyas. Inés vivía instalada en un pedestal, en el que yo la puse, convencida, no ya de que que se mereciera todos los esfuerzos que tuviera que hacer Natalia, para poder pasar un par de días juntas, sino que tenía derecho a ellos.
Con Alba no habían existido esas diferencias. Se cuidaban mutuamente. Estaban pendientes de las necesidades de la otra, por pequeñas e insignificantes que pudieran parecer. Aprendían la una de la otra y con la otra. Y, sobre todo, se respetaban. Respetaban sus respectivos trabajos. Respetaban sus tiempos y sus espacios. Se apoyaban, se animaban, se sostenían.
No es que Alba saliera ganando, es que no tenía ni punto de comparación.
¿Por qué la comparo con Inés?
–¿Porque es el único referente que tienes? –le había respondido Ici, cuando pudo hablar con ella, desde México, y contarle lo que había pasado entre ellas.
–Entonces, ¿en qué me he equivocado?
–En nada, Nat, en nada –le había asegurado Ici–. No te has equivocado, no has hecho nada mal. No lo hiciste con Inés ni lo has hecho con Alba.
Todas sus amigas le habían dicho lo mismo. Y, sin embargo, no podía quitarse de la cabeza la sensación de que había vuelto a fallar. Lo peor era que, tampoco en esta ocasión, sabía en qué.
Por segunda vez, desde su discusión con Alba, en el taller de la artista, sintió la necesidad de aislarse, de tragarse sus miserias sola, como había hecho siempre, de digerirlas a su manera.
Saca el teléfono del bolsillo del albornoz.
La respuesta de Marta es instantánea:
–¿Te los han prestado? ¡Dime que sí, por favor, dime que sí!
–No, Martuqui, no me los han prestado –le responde.
–¡Joder, Nat! Encima de que te hace viajar un día de fiesta. Hay que ser...
–Tenía muy pocas posibilidades –la interrumpe, antes de que se lance a soltar improperios contra la gerente del museo–. Pero no te llamo por eso.
No se anda por las ramas, con Marta no lo necesita. Su amiga tampoco le admite las disculpas –no pasa nada, tiene a las chicas– ni las explicaciones. Natalia se lo agradece. Aún tiene que hacer otras llamadas. A su madre, a Laura, a Ici.
–¿Quieres que vaya, Nat? –le pregunta, conociendo de antemano la respuesta. Pero tiene que intentarlo– Seguro que encuentro billete en el ALSA, o en el tren...
–No, gracias. Necesito estar sola un par de días.
En esta ocasión no puede viajar ocho mil kilómetros para alejarse del foco de su dolor. Tampoco lo necesita. Le basta estar a poco más de cuatrocientos para que, incluso, en el mismo hotel de su primer encuentro, el recuerdo de Alba se difumine, como los contornos de Villa Covadonga, en cuadro que le regaló.
El nudo que lleva aprisionando su garganta desde que habló con Marta, se deshace en el mar de lágrimas que brota de sus ojos.

Cantábrico (Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora