Hilo rojo

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Hubo un momento, durante aquella mañana, con el teléfono y el cerebro echando humo, en el que Alba necesitó sentir, de nuevo, el suelo bajo sus pies, aislarse de la vorágine que ha vivido, desde que le comunicó la noticia a su entorno, e intentar asimilar el giro que ha dado su vida.
Le parece que han pasado siglos, desde que Natalia Lacunza la llamó, hace poco más de tres horas. Se sonroja al recordar la escena. ¡Joder! La primera vez que hablamos y no fui capaz de decir dos palabras seguidas. ¿Qué habrá pensado de mí? Luego, se deja invadir por la cálida sensación que tuvo al oír su voz pausada, menos profunda de lo que se correspondería con su imagen. Una voz capaz de transmitir todos los estados de ánimo que su dueña atravesó durante los escasos minutos que duró su conversación. Ha podido imaginarla sonriendo, como le sonreía mientras exponía su proyecto; turbada, cuando su tono de voz se hizo casi inaudible, mientras se disculpaba ante el temor de haberla despertado; nerviosa, al intentar justificar su llamada; segura, y dueña de sí misma, como cuando se cruzó con ella en la escalinata de Villa Covadonga. Sin quererlo, su mente pergeña una idea que rechaza de inmediato, sacudiendo la cabeza de un lado a otro. Cada cosa a su tiempo, Alba, le ha dicho siempre su madre. Ahora no toca dejarse llevar por romanticismos banales. Ahora, toca afrontar una nueva etapa, quizás la más decisiva de su vida. Siente una punzada en el estómago, una etapa en la que va a estar ella.
Vuelve a mover la cabeza de un lado a otro, como si con ese gesto consiguiera borrar la imagen que se le ha quedado grabada en la retina. Y en el alma. No ha tenido una conexión tan fuerte con nadie, en toda su vida, como la que sintió en el momento en el que sus miradas se cruzaron por primera vez y tuvo la sensación de que el paisaje se difuminaba al alrededor de su figura imponente, recortándose contra la piedra gris. De repente, no existió nada más. Solo la intensidad que percibió en sus ojos, que la habían guiado, como un faro, desde que entró en el recinto del palacete, aquella mañana de febrero. Cada cosa a su tiempo, Alba, se repite, obligándose a salir de su ensoñación.
Ha hablado y se ha guasapeado, con todas las personas importantes de su vida. Menos con él.  Tendrá que decírselo, por supuesto, pero ha retrasado el momento porque no le apetece que la sombra de su reacción, que conoce de antemano, empañe la emoción de este día. A estas alturas, consciente de que Joan salió de su vida el día que la puso en la disyuntiva de escoger que entre él y sus sueños, lo que menos necesita es sentir la misma frialdad con la que le advirtió que aceptar la beca significaría el final de su relación. ¿Qué relación ni qué hostias?, se pregunta, enfadada. Si te niegas a compartir este camino conmigo, es que no me quieres.
–Y tú, ¿lo quieres? –la voz de su conciencia le plantea, directa y contundente, la pregunta que le ronda hace meses.
–No, ya no –se responde, más segura que nunca de sus sentimientos.
No se puede querer a alguien que no comparte tus ilusiones. Alguien que está siempre tan ocupado que ni siquiera encontró tiempo para acompañarla la semana que pasó en Asturias, recopilando información para su proyecto. Hizo sola aquel viaje que, al final, se convirtió en una metáfora de su relación.
En algunos momentos, mientras seguía los pasos de la familia Prieto-Lacunza, sintió una punzada de tristeza. No por él. Por ella misma. Por haber sido tan ilusa de presuponer su apoyo, a pesar de las señales que llevaba enviándole desde que, ilusionada como una adolescente, le dijo que quería presentarse a esa beca.
Había pensado en llamarlo después de hablar con Natalia. Descarta la idea. Se lo dirá ahora mismo, por WhatsApp, como ha hecho con todos sus seres queridos. ¿Por qué ha pensado que merece un trato diferente?
Desbloquea el teléfono, y escribe:
Me han dado la beca.
Borra inmediatamente el mensaje. Nadie le ha dado nada, se lo ha ganado a pulso, con su trabajo y su esfuerzo.
He ganado la beca de la Fundación Prieto-Lacunza.
Un cúmulo de emociones le recorren el cuerpo cuando escribe el apellido Lacunza. No puede evitar la tentación de echarle un vistazo a la foto de perfil del WhatsApp de Natalia. Pincha en la imagen y la captura. Mirarla, la ayuda a borrar el vacío que ha sentido al enviarle el mensaje a su ex.
–Mi ex.
Al pronunciarlo en voz alta, se da cuenta de que es la primera vez que lo define así. La primera que lo verbaliza.
Es consciente de que lo ha pensado perdida en el rostro de Natalia, que la observa desde la pantalla, con una media sonrisa que no reflejan sus ojos. ¿Qué se esconde tras la sombra de tristeza que nubla su mirada?
Cada cosa a su tiempo, Alba. Cada cosa, a su tiempo.
Pone el teléfono a cargar y se va al baño, a prepararse para la cita con su padre, sin esperar una respuesta que, intuye, tardará en recibir.
Cuando se pone frente al lavabo, se fija en el cepillo de dientes de Joan, junto al suyo. Hace mucho que la presencia de sus objetos personales le ha pasado desapercibida, como esos adornos que forman parte de la decoración, desde hace tanto tiempo, que dejas de reparar en ellos.
Con la seguridad que le ha proporcionado verbalizar su situación, saca, del armario de la entrada, una bolsa de deporte del propio Joan, que ni recuerda el tiempo que lleva olvidada allí, y se dispone a guardar sus cosas en ella. Revisa, uno por uno, cajones y armarios de toda la casa, no quiere que se le olvide nada. Las pertenencias que Joan apenas ocupan la mitad del espacio. Otra metáfora de lo que ha sido su relación. Cierra la bolsa con el convencimiento de que está cerrando ese capítulo de su historia sentimental.
Ha estado tan absorta que no ha oído las llamadas ni los mensajes que han ido llegando a su teléfono. No ve ninguno de Joan. Sí varias llamadas perdidas de una de sus más viejas y queridas amigas, que se apresura a responder.
–¡Enhorabuena, Albiña! –son las primeras palabras que escucha en la voz cantarina de su amiga– ¡Lo has conseguido, tía, lo has conseguido! ¡Joder, no me lo puedo creer!
–Yo tampoco me lo creo mucho, todavía. Si te digo la verdad, aún no lo he asimilado.
–No me extraña, ¡menudo pelotazo!–exclama emocionada, para ponerse seria al momento – Oye, ¿qué te ha dicho Joan?
–No sé nada de él. Le mandé un guas hace una hora, pero, o no lo ha visto, o ha pasado de mí.
–Ya lo hemos hablado muchas veces, Alba...
–Lo sé, Sabeliña, lo sé –admite mucho más tranquila de lo que se había imaginado ante una decisión postergada demasiado tiempo–. Necesitaba un empujón para decidirme a cortar, lo que sea que hayamos tenido estos últimos meses. De todas formas, no quiero hablar de él.
–Claro que no. Joan es el pasado y te espera un futuro brillante. Cuéntame, anda, estoy deseando saberlo todo.
–No tengo mucho que contar, al menos hasta que hable con Natalia.
–¿Natalia?
Alba esboza una sonrisa. La misma que se dibuja, inconscientemente, en su rostro cada vez que la evoca.
–Ha sido ella, la que me ha llamado esta mañana, a primera hora, para darme la noticia.
–A ver, a ver, que yo me entere –pregunta Sabela, exagerando el tono de asombro–. ¿Estamos hablando de la mismísima Natalia Lacunza?
–La misma –la sonrisa de Alba traspasa las ondas hasta A Coruña y se refleja en la expresión de su amiga.
–¿La misma que te comía con la mirada y te sonreía embobada, mientras exponías tu proyecto? –insiste la gallega.
–La misma que viste y calza–confirma Alba, divertida ante las preguntas de su amiga–. Ha quedado en llamarme esta tarde, a las ocho.
–¡Hostia!
–Eso mismo he pensado yo, en cuanto conseguí reponerme de la impresión.
Se ríen las dos. Alba, nerviosa, Sabela, satisfecha y orgullosa por su amiga.
–No sé porqué me da que has ganado algo más que una beca, amiga mía –la pica.
–No exageres, Sab. Me llamó ella porque, al parecer, tenían mal mi dirección y...
–Y yo soy la Virxe dos Milagres, ¡no te digo! Pues, anda que no tendrá gente para que pueda hacerle el trabajo, una secretaria, o algo así, digo yo... Pero no, tiene que llamarte ella, en persona. No seas inocente, ricuriña, ese huevo sal quiere.
Alba suspira.
–Bueno, vale, tienes razón –concede la gallega–, no exageremos.
–Mejor –responde Alba, aliviada–. Tengo demasiadas cosas encima como para añadir otra incógnita a la ecuación.
–Pero, a ti, esa chica, te mola, ¿no?
–Me mola –admite Alba, sin tapujos, entre otras cosas porque sabe que su amiga la adivina a mil kilómetros de distancia.
–Pues, ya estaría.
–No puedo contigo, Sabeliña.
–Mira –Sabela vuelve a ponerse seria–, si esa incógnita sirve para que te saques a Joan de la cabeza, definitivamente, como si tienes que resolver veinticinco mil ecuaciones.
–Joan ya no pinta nada en mi vida, Sab –se apresura a aclarar Alba–. Que no hayamos roto, oficialmente, no significa que sigamos siendo pareja. Sinceramente te lo digo, no he tomado antes la decisión porque me daba pereza enfrentarme a la situación. Si él hubiera tenido agallas para dejarme, en vez de amenazarme con un ultimátum, lo hubiera aceptado sin rechistar.
–¿Lo sabe él? ¿Se lo has dicho?
–Como no se lo diga por guas...
–Pues, también es una opción.
Vuelven a reírse las dos.
–Oye, por cierto –Sabela cambia, radicalmente, de tema–, ¿qué sabemos de Natalia? ¿Está casada? ¿Tiene novia?
Alba se ríe, de nuevo, con ganas.
–Nada. No sabemos nada.
–¿No me digas que no has stalkeado sus redes sociales?
–Te lo digo –responde Alba–. He visto algunas fotos suyas, en actos de la Fundación, nada más.
–Pues, ya te estás poniendo a ello. No nos vayamos a ilusionar, y luego, resulte que ya está pillada.
–Pero, bueno, Sab –protesta Alba–, ¿tú sabes la cantidad de temas que tengo que resolver, como para perder el tiempo husmeando en la vida de nadie?
–Bueno, bueno, ya sacarás un ratito para echar un vistazo.
No se lo va a confesar a su amiga, pero lo sacará, claro que lo sacará. Quiere, necesita, saberlo todo de ella.
–Tengo que dejarte, he quedado con mi padre dentro de media hora y aún estoy en pijama.
–En cuanto hables con ella, me llamas y me lo cuentas todo, con pelos y señales, sin omitir detalle.
–Te lo prometo.
Qué felicidad más tonta, piensa Alba, mientras busca, a toda prisa, algo que ponerse. Aunque esté a tantos kilómetros de distancia, su amiga es capaz de contagiarle su optimismo.
Mientras come con su padre, le llega la respuesta de Joan, un escueto enhorabuena, que, para ella, certifica el final de su relación.
A las ocho de la tarde, su casa es una romería. No por la cantidad de gente, sino por el jolgorio que montan sus amigas, que han querido felicitarla en persona, unido al de su madre y su hermana, que acaban de llegar de Elche. Ninguna puede contener la emoción. Lloran, se ríen, brindan, se abrazan...
Cuando suena el teléfono, del que no se ha despegado, por si Natalia adelantaba su llamada, se hace el silencio. Todas saben quién es y para qué llama. No obstante, Alba se encierra en su habitación para hablar con más tranquilidad. También, porque teme ponerse en evidencia.
Cuando sale del dormitorio, apenas cinco minutos después, la reciben ocho pares de ojos expectantes.
–He quedado con ella, este finde, en Madrid –declara con una sonrisa que no le cabe en la cara.

Cantábrico (Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora