Décimo A

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DE LA TIERRA A PLUTÓN Y VUELTA
Ocho

Antes de introducir la primera de las llaves en la cerradura de seguridad, Alba, se pone de puntillas y susurra sobre los labios de Natalia un gracias, con tanta dulzura, que se estremece de pies a cabeza.
–Gracias a ti por estar aquí –le responde con la misma ternura, sin despegar sus labios de los de Alba.
Luego, esboza una sonrisa, y le pide que abra la puerta, con la impaciencia de quien no puede esperar, ni un segundo más, para comprobar que el regalo que ha elegido con tanto esmero, sea del agrado de quien lo recibe.
Tras abrir la segunda cerradura, Alba deja la maleta junto a una consola de madera oscura y líneas puras, única decoración del pequeño recibidor, sobre la que hay un platillo cuadrado, de cristal, con una flor pintada, en el que se puede leer flor para todos junto a la firma de Pablo Neruda y un juego de llaves, idéntico al que Natalia ha puesto en sus manos hace un momento.
–Lo compré el año pasado, cuando visité su casa en Santiago –le aclara, ante la mirada interrogante de Alba–. No me gustan las flores cortadas, pero quería que te recibiera una flor, cada vez que llegues a casa.
Alba no puede evitar colgarse de su cuello y besarla, repetidamente, en las mejillas, en la boca, en la nariz, en la frente, en los ojos, que Natalia ha cerrado para disfrutar, con todos sus sentidos, el aluvión de caricias, y de nuevo en la boca, donde se detiene unos instantes a saborear la suavidad de su labios. Por favor, qué ternura de mujer.
Natalia se deja hacer, su brazo izquierdo rodeando la cintura de Alba, el derecho acariciando su nuca, controlando las ganas, cada vez más imperiosas, de empotrarla contra la puerta de entrada, y hacerle el amor allí mismo. No, así, no. Con ella, no. No recuerda el número de veces que ha realizado ese mismo gesto, borracha de lujuria y alcohol, sin que mediara otro sentimiento, por su parte, que la urgencia por liberar la tensión sexual que alimentaba en sus amantes, y en ella misma, como parte del juego de seducción al que se entregaba sin pensar. Las seducía, las follaba, se dejaba seducir y follar, y se olvidaba de sus caras y de sus nombres.
Con ella, no. Con ella no caben juegos de seducción, de ese tipo de seducción. La desea, por supuesto que la desea. Lo desea todo con ella. Todo lo que se ha negado durante siete años y que no ha echado de menos hasta que la conoció. Desea recorrer su cuerpo despacio, acariciarla con calma, y que la acaricie, como acaricia su alma con cada mirada, con cada sonrisa.
Quiere que su primera vez sea diferente a todas las que la han precedido. Desearía que fuera en su propia casa, en su propia cama, que no ha hollado ninguna de sus amantes ocasionales, pero sospecha que ninguna de las dos podrá esperar ese momento. Déjate llevar, le pide una voz nueva en su conciencia, que no logra identificar, no pienses, siente. No estoy pensando, le responde. Bueno, un poco, sí, se reconoce, aunque, por primera vez en tanto tiempo, sus pensamientos se centran en disfrutar, sin reservas, del milagro rubio que tiene entre sus brazos y en mantener a raya las sombras de su pasado, cada vez más débiles y lejanas, eclipsadas por la luminosidad que Alba ha traído a su vida.
Se separan unos milímetros, se sonríen, se dan un último beso tierno y ligero, y, con las manos enlazadas, empiezan a recorrer las diferentes estancias del piso.
A la derecha, en el mismo recibidor, una puerta doble, de cristal, da paso al salón, amplio y ligeramente rectangular, en el que Alba distingue pequeños detalles, diferentes a lo que le mostraron las fotos que Natalia le envió hace quince días. Sobre el brazo del inmenso sofá, cuidadosamente doblada, una manta de lana, en la que se entrelazan gruesos hilos en diferentes tonos de azul, naranja, lila, verde, rosa y amarillo. Colocados, estratégicamente, en la esquina, junto a la manta, y en la cabecera de la chaise longe, dos grandes cojines naranja albaricoque, rompen las diferentes tonalidades de gris que predominan en la estancia.
A la mente de Alba acude la conversación que tuvieron hace dos domingos. Mira a Natalia con una sonrisa pícara, que la otra interpreta a la perfección.
–Sí –le dice guiñándole un ojo– es suficientemente grande para taparnos a las dos.
Alba suelta una de esas carcajadas suyas que suenan a música celestial.
–Ella, previsora.
–No lo sabes bien –le contesta con aires de suficiencia–. Espera y verás.
En la pared, frente al sofá, un mueble bajo, negro, con un cajón, de lado a lado y puertas de cristal. Y sobre este, un televisor de cuarenta y cinco pulgadas, sujeto a la pared por un brazo extensible que permite dirigir la pantalla hacia la mesa de comedor, situada en la esquina opuesta al ventanal que ocupa la pared contraria, desde el techo hasta el suelo.
–¿Tenemos Netflix? –pregunta sin poder dejar de reír.
A Natalia ese tenemos, está a punto de producirle un coma diabético, pero se cruza de brazos y hace la ofendida.
–Pero, bueno, ¿tú qué te has creído?
Tras un momento de calculado suspense, en el que Alba trata de aparentar seriedad, sin ningún éxito, Natalia vuelve a sonreír.
–Y HBO, y Filmin. Que no le falte de nada a la estrella de la Fundación Prieto-Lacunza.
Y de mi vida, piensa.
Todo el mobiliario, incluida la estantería de aluminio con baldas de cristal, vacía, a la espera de que Alba coloque en ella sus libros, está distribuido para dejar un amplio espacio libre, junto al ventanal. El sitio perfecto para que Alba pueda instalar su caballete e inspirarse frente al paisaje que se divisa desde ese décimo piso, abierto a las montañas del sur ovetense.
Al entrar en la cocina, Natalia lleva a Alba hasta la nevera, que ha surtido con lo necesario para los desayunos de estos primeros días. Los ojos de Alba se abren como platos al comprobar la presencia de un tarro de Asturcilla, otro de mermelada casera de ciruelas amarillas y un tercero de dulce de manzana, perfectamente etiquetados con la fecha y la procedencia de la fruta, media docena de huevos, un tarro con harina y una mantequera, ingredientes básicos para hacer los frixuelos.
–¡No me lo puedo creer! –exclama, Alba, con la vista fija en los estantes de la nevera, sin dar crédito a lo que ve.
–Siempre cumplo mis promesas –le responde Natalia, abrazándola por atrás y enterrando su cabeza en el cuello de Alba, que se aferra a los brazos que la rodean–. Espero que tengas a mano las pastillas mágicas contra tu intolerancia, porque pienso hacerte la montaña de frixuelos en cuanto tengamos un ratito libre.
–Pero, pero... –balbucea– ¿De dónde has salido tú?
En ese momento, una idea, que lleva revoloteando por su mente varios días, toma forma. No conoce casi nada de ella. Acaba de enterarse de que no le gustan las flores cortadas, de que ha archivado cada palabra que se han dicho en sus conversaciones telefónicas y que ha utilizado esa información para atender sus necesidades, tanto profesionales como personales. En Madrid, supo que le apasiona la música clásica y la ópera, que es una friki de Juego de Tronos, El Señor de los Anillos y Harry Potter, que es experta en el arte realizado por mujeres, que adora su trabajo, que es tímida y reservada y, a la vez entusiasta y divertida. Y que no puede pasar más de una semana sin ver el mar. Y que la mira, con una mezcla de ternura y deseo, desde un lugar que ha empezado a vislumbrar, aquella misma tarde, en Cudillero, cuando entraron en el coche y se apoderó de sus labios como si no hubiera nada más en el mundo.
–Estaba aquí, esperándote –le responde Natalia, besándola en la nuca, con tal intensidad que provoca una reacción incandescente en el cuerpo de las dos.
Alba cierra la puerta de la nevera, se gira sobre sí misma, estrecha el abrazo y vuelven a besarse, esta vez con una pasión que amenaza con desbordarse, de un momento a otro.
–Si lo hubiera sabido, hubiera venido antes.
–Si hubiera sabido que existías, no hubiera parado hasta encontrarte.
Ahora es Alba la que contiene las ganas de empotrarla contra la puerta de la nevera. La contiene la ilusión, casi infantil, con la que le está enseñando la casa que ha decorado para ella. ¿Cómo puede ser tan adorable?
De la cocina, saltándose una puerta, que Alba deduce que es la del dormitorio, pasan al baño. Colgado en una de las dos perchas de la puerta, el regalo de bienvenida, un albornoz, con un bolsillo a la altura del pecho izquierdo, en el que sobresalen dos letras bordadas en rosa, AR.
–Nat...
–¿Te gusta?
–Lo que más me gusta es que te hayas acordado, también, de cuál es mi color favorito.
Tampoco sabe cuál es su color favorito, ni su comida favorita, ni su estación predilecta del año... Ni tantas y tantas cosas que está deseando descubrir.
–Me han faltado los brillitos –responde Natalia, disculpándose–, pero esos ya los pones tú, que yo soy muy sosa.
Y, por fin, entran en el dormitorio, decorado con la misma sobriedad que el resto del apartamento, en esta ocasión, en blanco y azul. El edredón blanco, la manta que cubre los pies de la cama, idéntica a la del sofá, en diferentes tonos de azul. La cómoda, azul cobalto, el mismo color que los estores y las puertas del armario empotrado que ocupa una de las paredes. Sobre la cama, sin cabecero, una escultura rectangular, de cartón corrugado, en azul lapislázuli, cuyos volúmenes recuerdan a las olas llegando, mansas, la orilla.
–Es de un artista local, Joaquín Piñán –le aclara, al darse cuenta de que Alba se ha detenido a mirarla con interés–. Solo trabaja con este material, y hace maravillas. La Fundación adquirió casi toda la obra, de su última exposición, menos un círculo rojo gigante, que tengo en el salón de mi casa, y esta, que se las compré yo. La tenía en mi despacho, pero pensé que quedaría mucho mejor aquí.
–Y, ¿has elegido los colores del dormitorio en consonancia? –pregunta Alba, en un tono fingidamente reflexivo.
Of course, baby –le responde, para añadir, enseguida, con cierta preocupación–, pero, si no te gusta, si lo encuentras muy frío, puedes elegir los colores a tu gusto.
Alba se ríe y mueve la cabeza de un lado a otro, sin poder creerse del todo que Natalia haya decorado su casa como si se tratara de la suya.
–Me encanta, Nat.
A ambos lados de la cama, que eligieron juntas, dos cubos de aluminio, anclados a la pared, cada uno con una lamparilla.
–No sabía en qué lado de la cama te gusta dormir –se justifica Natalia.
Pegada a ti, piensa Alba, que no dice nada, pero le sonríe, la abraza por la cintura y, pegada a sus labios, la empuja hacia la cama, hasta quedar tumbada sobre ella.
–Alba... –dice Natalia, con la respiración cada vez más agitada y el corazón a punto de salirse del pecho.
–Lo sé –responde con una mueca de fastidio–, el transportista está a punto de llegar.
Por mucho que le urja, que le urge, cada vez más, sentir su piel contra la suya y explorar cada rincón de su cuerpo, no quiere que su primera vez sea precipitada, ni mucho menos hacerle el amor con la preocupación de una interrupción inminente.
Pero sigue tumbada sobre ella, con una de sus piernas entre las de Natalia, que le acaricia la espalda, por encima de la ropa, sin atreverse a traspasar la frontera del pantalón y bajar hasta sus glúteos, consciente de que pasar ese límite las conduciría a un camino sin retorno que no pueden permitirse en ese momento. Alba, con la cabeza enterrada en su cuello, enreda los dedos en su pelo. Permanecen así, en silencio, cada una perdida en sus propios pensamientos, controlando el deseo de devorarse, la una a la otra, hasta que suena el móvil de Alba. Es el transportista, pidiendo la ubicación desde la entrada de la ciudad.
–En diez minutos lo tenemos aquí –constata Natalia.
–Diez minutos... Bueno –murmura resignada–, es lo que toca. Vamos a ello.
Antes de levantarse, se sienta sobre el vientre de Natalia, acuna sus mejillas, acaricia sus labios con el pulgar y la mira, con esa intensidad que convierte los músculos de Natalia en gelatina, su corazón en una nube de algodón dulce y su entrepierna en lava fundida.
–Nat, ¿tú crees en el destino?

Cantábrico (Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora