No sos vos, soy yo

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Me despierto poco antes de las diez, con la sensación de haber dormido cien años. Creo que ayer me desmayé, antes de poner la cabeza en la almohada, porque el último recuerdo que tengo es haberme quedado traspuesta, sentada en la taza del váter, con el cepillo de dientes en la boca. Apagado.
Mi primer pensamiento es para las dos conversaciones de WhatsApp que mantuvimos, Jimena y yo, ayer. La veo recostada en la esquina de un sofá, con el móvil en la mano, iluminada por el haz de luz que emite una lámpara de pie, de brazo articulado, tulipa metálica, a su izquierda. Es la Tolomeo que tenía junto a la mesa de estudio, en la habitación de casa de sus padres. La que encendió, después de hacer el amor en su cama durante toda la tarde, la primera primera vez que me invitó a su casa, necesito verte, Ana. El mismo diseño que compré, muchos años después, sin saber que la compraba porque la asociaba a ella, bajo la que he leído, cada noche, el viaje a Plutón.
¿Por qué la imagino en un sofá y no en el dormitorio de la casa de sus padres? Intento ver más allá de la claridad que la ilumina, sin conseguirlo. Necesito saber si el sofá es el mismo que describe en el fic, situado frente a los ventanales del sexto B, pero la penumbra se convierte en oscuridad absoluta, más allá de la esquina del sofá. ¿Por qué en un sofá, y no en la cama? El día también ha sido muy largo, para ella, lo lógico es que me escribiera desde la cama. Desde su cama.
Tengo la sensación de que la escena está suspendida en el espacio, flotando en medio de la nada. Solo distingo su rostro, sonriéndole al móvil, con la misma mirada traviesa con la que escribía en mis libretas. Estoy segura de que ese Si quieres, puedo pasarme por tu casa, cuando termine, y me haces la crítica literaria, tenía la misma intención que cualquiera de los Te espero en el servicio, Si no te beso, me voy a morir, o Te comería enterita, ahora mismo, con los que encendía mi pasión, a cualquier hora de la mañana, en medio de cualquier clase.
Si ayer hubiera tenido el descaro que tenía a los dieciocho, le hubiera contestado: Ven, que te voy a hacer una crítica exhaustiva y pormenorizada de tu novelita. Pero ya no tenemos dieciocho. Por no hablar de que el impacto que me produjo leer Espero que te esté gustando, fue del mismo calibre del que me hizo temblar, de pies a cabeza, y ponerme más colorada que un pimiento morrón, cuando escribió ¿A que no te atreves a salir después que yo?, en clase de Arte, no solo porque sabía a qué salíamos, sino por la vergüenza que me daba pedirle permiso a don Andrés y que hiciera algún comentario comprometido, que me pusiera en evidencia delante de todo el grupo. Con ella no se atrevía, conmigo sí.
Si hubiera estado más entera, podría haber reaccionado igual que entonces, aceptar el reto, como acepté todos los que propuso.
Ayer, no. Ayer estaba agotada, mental y físicamente, con una resaca, alcohólica y emocional, del quince. No estaba preparada para afrontar otro terremoto.
Me acurruco entre las sábanas. No quiero levantarme. Quiero seguir en la burbuja que creó ayer para mí, para nosotras, después de haberme introducido en el agujero de gusano, que me transportó al invierno del noventa y cuatro, o a la primavera del noventa y cinco. A cualquier noche, cuando hablábamos por teléfono, ella desde su habitación del piso de Madrid, yo, en el estudio de mis padres, en Oviedo, único lugar en el que podía tener una conversación privada, mientras mi familia se reunía frente al televisor, en el cuarto de estar, después de la cena.
Convertí sus llamadas en un ritual. Me sentaba en la silla de mi padre, la más próxima a la ventana, abría una rendija, por la que expulsaba el humo, con una infusión de menta-poleo en mi taza de la Tate, idéntica a la que utilizaba Jimena para sus cafés, cuando tenía que quedarse a estudiar toda la noche. Cerraba los ojos y la imaginaba sentada a su mesa de trabajo, mirándome, con la cabeza apoyada en la mano derecha, igual que el primer día que estuve en su casa. Casi podía sentirla junto a mí, tal era la intensidad con la que la evocaba.
–¿Qué te has puesto, hoy, para dormir? –nos preguntábamos.
–La camiseta de los Lakers.
Me volvía loca, con aquella camiseta de tirantes, enorme, cuando se la ponía sin sujetador, para ir a la playa, y me permitía ver el perfil de su pecho, justo hasta el inicio de la areola. Me excitaba tanto, que solo podía pensar en colocarme detrás de ella, meter las manos por la inmensa sisa, colocar las palmas de manos en sus senos y sentir cómo se endurecían sus pezones.
–¿Y tú?
–Tu pijama –le contestaba siempre.
Formaba parte de mi ritual usarlo cuando hablábamos. Era el pijama que me había dejado para levantarnos a desayunar, la primera noche que pasamos juntas en su casa. Quédatelo, para que me sientas más cerca de ti cuando te lo pongas. No necesitaba nada, para sentirla a mi lado, cuando me acostaba. Mi mente reproducía las veces que nos habíamos dormido juntas, con una fidelidad absoluta. Cada noche, antes de dormirme, evocaba una escena diferente, en su casa, en Hondarribia, en Poo, en Londres, en Sevenoaks...
Aún lo tengo. Si no llevara tanto tiempo en el altillo de mi armario, me lo hubiera puesto esta noche. Para sentirla más cerca.
No quiero levantarme y enfrentarme a la realidad, porque esa realidad supone que voy a tenerla frente a mí, dentro de cinco horas, y no sé si seré capaz de mantener la soltura con la que nos comunicamos ayer.
Todo es más fácil, a través de la pantalla de un móvil. La otra persona no puede percibir tus inseguridades ni tus miedos. Puedes permitirte el lujo de ser valiente y devolver las pelotas desde el fondo de la pista, sin arriesgar. En persona, no. En persona, tengo miedo de no ser capaz de mantener el nivel del intercambio de ayer. En persona, tengo miedo de enfrentarme a ella.
No temo encontrarme con la Jimena cómplice de ¿Quién acaba de ganar una suculenta apuesta?, o la audaz, que no tuvo ningún reparo en aceptar la autoría del fic con aquel Espero que te esté gustando, con el que confirmaba mis sospechas, que me dejó en shock. Muchísimo menos, con la insegura de la mano temblorosa, apretando en mi puño la nota que abrió el primer agujero de gusano, o la que me buscó con la mirada, después de finalizar la rueda de prensa y no la despegó de mí hasta que nos dimos el par de besos de rigor. Mi miedo es por mí. Siempre ha sido por mí. Porque, para variar, no sé si seré capaz de mantener el tipo y estar a su altura.
–¿Cuál es tipo es el que se supone que tienes que mantener? ¿De qué altura estamos hablando?
¡Ay, no! ¡Sensa, otra vez, no!
–No seas ridícula, Anita. ¿Todavía dudas? ¿Te parecen pocas, las pistas que te dio ayer?
Así, no, ¡hostia!, así, no me ayudas.
Me levanto de la cama a la velocidad del rayo. La voz de Sensa no me viene nada bien, en este momento. Es la voz con la que me enfrento a mis inseguridades. Y, si hay algo que no me conviene, precisamente hoy, es sentirme insegura.
Que sí, que ya sé que, ayer, Jimena, me dejó claro que tienen tantas ganas de estar conmigo como yo con ella. No es por ella. Nunca ha sido por ella. Es por mí. Siempre ha sido por mí.
–¡Uf, qué pereza!
¡Mierda!
–Oye, que me descuido un momentín y ya tenemos al ombligo del mundo chupando cámara.
La que me faltaba, annafroid, sentada en su sillón orejero de cuero negro, libreta en mano, observándome, condescendiente, por encima de las gafas.
A ver, que no. Que no estoy para sanedrines con mi pandillita interior. Que este asunto lo voy a resolver yo sola. ¡Sola! Gracias por venir. Ciao.
Busco en YouTube, mi versión favorita del Gloria, de Vivaldi, la que dirigió Robert Mlkeyan a la Orquesta y el Coro Nacional de Armenia, en dos mil once. Conecto el altavoz al móvil, lo pongo sobre la encimera, subo el volumen. Mientras trasiego en la cocina, silbo la melodía las partes orquestales y canto con el coro, a pleno pulmón, el Gloria in excelsis Deo. Si esto no consigue acallar las voces de mi conciencia, yo, ya, no sé.
Milagrosamente, la estrategia da resultado. Cuando me siento a desayunar, en la mesa de la cocina, con la tableta delante y Vivaldi de fondo, estoy preparada para los mensajes que Jimena me dé en el siguiente capítulo del viaje a Plutón.

Cantábrico (Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora