Desde hace varios capítulos, cada vez que me embarco en el viaje a Plutón, el run-run que se ha instalado en mi cabeza resuena con más fuerza. Hay un certo non so che, que diría Umberto Eco, que pone todos mis sentidos en alerta. No por lo que hacen las dos pencas, sino por la nostalgia que me produce leer ciertos pasajes. Por ciertas coincidencias que me abocan a realizar mi propio viaje a mi Plutón particular.
Como dice la Natalia del fic, Oviedo es una ciudad pequeña, los espacios comunes, para la gente de mi generación, pocos y concentrados. El que se lleva la palma, sin lugar a dudas, es el Campo San Francisco. ¿Quién no ha ido a tirarles migas de pan a los patos? O a llevarles arroz a las palomas, que lo comían de tu mano, cuando aún no habían sido declaradas enemigas públicas. O a patinar al Bombé, beber en la Fuente del Caracol y comprar pipas o galletas de anís en el quiosco de La Chucha. Y, sin embargo, hay ciertas partes del relato que me resultan extrañamente familiares.
En el Campo, jugamos a todo lo jugable, durante la infancia y la pubertad, e hicimos lo que pudimos, durante la adolescencia. Mi primera borrachera la pillé en el paseo de El Bombé, un día de San Mateo, a los catorce. Mi primer beso, me lo di con un chaval del Alfonso II, el instituto rival, a los trece, jugando a Verdad o consecuencia, en el Quiosco de la Música, aterrada ante la idea de que cualquier simpática me preguntara si me gustaba alguien del grupo y delatarme ante ella, que estaba en aquel círculo, ajena a las fantasías que me provocaba. Mi primer cigarrillo, mi primer peta, tuvieron como testigo el Campo de San Francisco.
Son muchas, las ocasiones en las que voy y vuelvo a casa, atravesando el Campo, como la Natalia del fic, buscando un momento de calma, para afrontar el día, o deshacerme de las tensiones del trabajo. Pero, ¿quién no lo hace, en esta ciudad? Puedo apostar a que la totalidad de la población se ha sacado la preceptiva foto con Mafalda, incluida yo.
La primera vez que fui a estudiar a casa de Jimena, di un rodeo, por nuestro parque, para templar los nervios que me consumían. La distancia, entre su casa y la mía, se recorría en veinte minutos, en un cuarto de hora, a buen paso. ¿También esto es una coincidencia? ¿Otra puta coincidencia más? O es que, ¿estoy tan obsesionada que me lo llevo todo a lo mío?
Sí, ya sé que mi historia sentimental es de todo, menos original. No conozco los mecanismos íntimos de las relaciones heteronormativas, pero sí los que rigen, en general, en las parejas de lesbianas de mi edad, y similares. Si lo mío con Jimena no se ajustó a los cánones, fue porque no tuvimos la oportunidad de perpetrar el típico, y tópico, mito del camión de la mudanza, después del primer polvo. Ninguna de las dos tenía casa propia, vivíamos con nuestras familias. Pero, bien que nos gustaba jugar a las casitas, a la menor oportunidad, y soñar cómo sería nuestra vida juntas, en ese futuro que nunca llegó.
¿Qué hubiera ocurrido si, en vez de conocernos a los diecisiete, nos hubiéramos encontrado a los treinta, como las protagonistas de este fic? Nunca lo sabré. Ese nunca lo sabré se ha convertido en un pensamiento recurrente que me martillea, machaconamente, el cerebro. Nunca lo sabré. Nunca.
Estoy segura de que si no llega a ser por el traslado forzoso de su madre, ni siquiera nos hubiéramos conocido. Para que, ahora, hasta Pruden intente colarme el mito del hilo rojo.
–Tú llámalo traslado forzoso, yo lo llamo destino –la voz de mi adolescente interior, esa Ana de catorce años, rebelde, contestataria y sabelotodo, irrumpe en mis pensamientos.
–¿Por qué no te vas un poquitito a la mierda, guapina? –le respondo a mi versión de una de las etapas más convulsas de mi vida.
–Porque me necesitas, Anita. Como necesitas a Mnemo, para que te recuerde lo que te empeñas en olvidar. Y a Sensa, cuando se te va la pinza. O a Pepi, tu asistente personal, que se ocupa de que te pongas la cabeza antes de salir de casa. Por no hablar de...
–¡Basta, joder, basta! De acuerdo, os necesito a todas –estoy empezando a cabrearme conmigo misma y toda mi pandillita interior.
–Gracias por reconocerlo –la voz que suena dentro de mi cabeza es idéntica a la que tenía a la edad que representa, con un punto de soberbia y varios de arrogancia.
–De nada –concedo, magnánima–. Pero que conste que me cago en tu puta teoría del puto hilo rojo del puto destino. Si no nos hubiéramos conocido a los diecisiete, no nos hubiéramos conocido nunca.
–Porque tú lo digas, so lista. Mira a Natalia y a Alba. A las reales y a las del fic.
No sé si Natalia y Alba se hubieran conocido, fuera de OT, pero lo del enamoramiento súbito a la edad que tienen en este fic, jamás se hubiera producido entre Jimena y yo. Nuestras vidas no podían ser más dispares.
A los treinta, que tienen estas, hacía cinco años que, yo, había aprobado las oposiciones que me aseguraban la independencia económica, y personal, y trabajaba en un instituto perdido en las montañas del suroccidente; ella, que ya se había hecho un hueco en la profesión, viajaba por el mundo, con el grupo de periodistas freelance, en el que la había introducido el novio de Javier. Mientras yo intentara sacar adelante mi tesis doctoral, que nunca llegué a terminar, ella ya se había doctorado, cum laude, sobre los terrenos más peligrosos del mundo.
Objetivamente, dos vidas apuestas. Al menos, esa fue la justificación a la que me agarré para alejarla de mí. Frustré nuestra historia, casi antes de empezar. Nos negué la posibilidad de intentar que el vínculo que habíamos construido mantuviera unidos nuestros caminos, por divergentes que me parecieran en aquel momento.
La maldita melancolía se vuelve a instalar en mi pecho sin piedad.
–¡Venga, Anita, que este tema ya lo tienes resuelto, desde ayer! –apunta Sensa, con la voz de Pruden– No te sigas masacrando.
–¡Más quisiera! –protesto, dirigiéndome, sin remedio, hacia la autocompasión.
No. No puedo permitírmelo. No quiero seguir dándole vueltas, a este tema, ni a ninguno. Antes de que la melancolía se apodere de mí, por completo, me voy a la cocina, me preparo un Cola-Cao, mi poción mágica contra el insomnio, para tomármelo en la cama, mientras leo el próximo capítulo. Lore me ha advertido que es el último que ha publicado. Con un poco de suerte, podré dormir unas horas, antes de la reunión. Decidido, lo leo y me duermo.
No sé si estoy preparada para el drama que se avecina, pero, ¿qué le vamos a hacer? O eso, o hundirme en la miseria sin remisión. Eso. From lost to the river.
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Cantábrico (Albalia)
FanfictionAna, directora de una editorial LGBT, decide dedicar el número en papel, de su revista digital, a realizar un estudio sobre los fanfic Albalia. Entre ellos, encuentra uno en el que la historia de Alba y Natalia contiene demasiados paralelismos con...