De la Tierra a Plutón y vuelta

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La escasa luz que llega desde las farolas de la calle, le permite distinguir, primero, una silueta conocida, luego el rostro de Ana, que la observa sonriente.
–Ana...
–Buenos días, amor.

A medida que sus ojos se acostumbran a la luz, se da cuenta de que está envuelta en la manta que tiene a los pies de su cama, en Madrid. Aún no la he traído... Medio dormida, aún, intenta enfocar la vista un poco más allá de dónde está Ana. En lugar del arce japonés, que debería haber detrás de ella, se encuentra con el murete que separa su terraza madrileña de la del edificio contiguo. Mira, alternativamente a Ana y a la pared. No consigue relacionar las imágenes de su sueño con la que tiene ante ella.
–Buenos días.
¿Buenos días? Dirige la mirada al cielo.
–¿Qué hora es? –le pregunta, desorientada.
–Las seis y pico –le responde Ana, sin abandonar la sonrisa.
–¿Las seis? ¿De la mañana?
La última vez que miró el reloj del teléfono aún no había dado la una.
–No sé tú, pero yo he dormido como un tronco hasta hace media hora. Me desperté y, al ver que no estabas en la cama, me levanté a buscarte y te encontré aquí, hecha un ovillo, helada. Te tapé y fui a buscar algo para comer. Tenía una fame negreira, entre unas cosas y otras –añade una expresión traviesa a su sonrisa.
Es ese gesto, el que la ayuda a conjugar el mundo onírico con el real, a relacionar las imágenes de su sueño con las reales. Se ve a sí misma tapando el cuerpo desnudo de Ana con esa misma manta, cuando se levantó y la dejó dormida en la cama. Suspira aliviada. No, no está sola en su casa de Oviedo, arrepintiéndose de su indecisión, sino en Madrid, y Ana está allí, con ella. Una cascada de imágenes acude a su mente: Ana en el descansillo, junto a la puerta del ascensor, mirándola de abajo a arriba. Ana entrando en su casa. Las dos, abrazadas en el recibidor. Ella, esperando a que salga de la ducha, consumida por la impaciencia. Las dos juntas, en la cama. Ana dormida en sus brazos. Su cerebro envía una corriente eléctrica a su corazón, que parece detenerse, durante una décima de segundo, antes de ponerse a golpear con fuerza en su pecho.
–Por cierto, los tomates en aceite, exquisitos. ¿Te ha chivado Pruden mi bocado siciliano?
Jimena, asiente. Sí, claro, ha sido Pruden la que le ha sugerido ese aperitivo, cuando no pudo contener su nerviosismo y la llamó para contarle que Ana iba a viajar de Valencia a Madrid, que, por fin, podrían estar solas, sin miedo a que nadie las interrumpiera.
–¿Quién, sino? –le responde, guiñándole un ojo.
En algún momento le contará que ella también es fan de Andrea Camilleri y de Salvo Montalbano, que se ha aficionado a la comida de Adelina, la asistenta del comisario, que le encantará cocinar para ella, y con ella, la pasta ncasciata, en cuanto estén en Oviedo. O pueden ir a comerla al pequeño restaurante de Porto Empedocle, que se ha especializado en las recetas favoritas de Montalbano. O las dos cosas.
Completamente despierta, ya, se pone boca arriba, estira las piernas, eleva los brazos por encima de la cabeza. Al bajarlos, los deja abiertos.
–Ven –le pide, en un susurro.
Ana deja caer la manta sobre la silla y recorre el espacio que las separa. Se ha puesto una de sus camisetas y un pantalón de deporte, corto, suelto, medio oculto por la longitud de la prenda superior. ¡Uf, cómo me pone! Como si pudiera leer sus pensamientos, Ana se inclina hacia ella y la besa apasionadamente. Sabe a cerveza y a tabaco... Y a chocolate, piensa Jimena, que no puede evitar sonreír en sus labios, ante el recuerdo de la tarde anterior, mientras repasaba la lista de la compra y se acordó de que a Ana le gustaba comer chocolate después de sus maratonianas sesiones de sexo, Para recuperar fuerzas, era su argumento. En la boca, tiene un sabor sutil, fresco, con matices de lúpulo. En el paladar, recuerdos de la última ingesta, con marcadas expresiones de tabaco y chocolate. Es su vis juguetona, la que le ha dictado esa versión particular de la nota de cata, que leyó la mañana anterior, cuando Javier le recomendó el pinot-noir para acompañar la lubina y necesitó cerciorarse de que era una buena elección, en vez de un blanco, que hubiera sido lo suyo. El blanco es muy cabezón, hermanita. Presiento que querréis estar despejadas. Acaricia la lengua de Ana con la suya, repasa las encías, se impregna de la mezcla de sabores bajo la que subyace el suyo, el que ha guardado en su memoria sensorial.
Todo su cuerpo se tensa al sentir el muslo de Ana colarse entre sus piernas, el suyo, en contacto con la pelvis de Ana. Deja escapar un gemido.
Ana coloca la cabeza en el pecho de Jimena, introduce el brazo izquierdo bajo su axila, acerca la mano derecha en su mejilla, la desliza hacia la nuca, la enreda en su pelo. Un escalofrío recorre sus cuerpos. Los latidos de sus corazones se aceleran al ritmo de sus respiraciones, del deseo que vuelve a brotar, como cuando tenían dieciocho años y el roce más leve servía para encender la chispa de un incendio que, entonces, les urgía apagar. Hoy, prefieren alimentar la hoguera con ramas verdes, para retrasar al máximo la combustión. La mano derecha de Jimena acaricia la espalda de Ana. Delinea los omóplatos, la columna vertebral, vuelve a subir hasta la nuca, donde se detiene un momento, para volver a iniciar el recorrido. Introduce la izquierda por debajo del pantalón. Abre los dedos para abarcar la mayor cantidad posible de piel, recorre, lentamente, el espacio entre la cintura y el nacimiento del glúteo, recreándose en el tacto, en la forma, en la reacción que producen sus caricias en esa piel que sigue enardeciéndola como el primer día.
–Te deseo.
Es un susurro, apenas audible, lo que sale de su boca. Ana se impulsa con la pierna que ha dejado en el suelo, se apoya en el respaldo del balancín y se sienta sobre su vientre. La contempla, desde su altura, con el mismo deseo reflejado en sus ojos, mientras sus manos recorren el abdomen de Jimena hacia sus senos, por encima de la camiseta. Las detiene, al sentir endurecerse los pezones de Jimena bajo su palma.
–¡Joder, Ana!
La sonrisa de Ana llega a sus ojos y los convierte en dos líneas finas de las que emana el mismo anhelo que puede ver en los de Jimena. No quiero darle un espectáculo gratis al cotilla de mi vecino. Las palabras que Jimena pronunció en el descansillo, le recuerdan que están expuestas a las miradas del vecindario, no sólo a la del cotilla del quinto derecha, a las de cualquiera que haya madrugado y se haya asomado a una de las ventanas del edificio de enfrente.
Se levanta, le tiende las dos manos y la ayuda a incorporarse.
En el dormitorio, a resguardo de la curiosidad ajena, vuelven a ser las adolescentes que jugaban a excitarse hasta el delirio. Las mujeres que se han reencontrado, media vida después, con el deseo intacto.
Jimena se despierta primero que Ana, como siempre. La luz que proviene del pasillo, a través del ventanal que da al patio de luces, le permite contemplarla a placer. Se ha dormido boca abajo, en su lado de la cama, el brazo izquierdo bajo la almohada, el derecho extendido, haciendo contacto con la mano en lateral de su muslo. Siente el calor acudir a sus mejillas, al recordar algunas escenas de la madrugada anterior. Resopla. No puede ser. Lo es. Apenas ha recuperado la consciencia, y ya vuelve a sentir la necesidad de recorrer cada centímetro de su piel hasta hacerla gritar de placer, hasta que se deshaga en su boca.
Sacude la cabeza. Vuelve a resoplar. ¿Por qué no? Pero se conforma con acariciarle el cuerpo con los ojos, colocarle el brazo a lo largo del cuerpo y pegarse a su espalda, con mucho cuidado, para no interrumpir su descanso. La besa en el pelo, en la sien, en el lóbulo de la oreja, lo toma entre sus labios.
–Podría despertarme así toda la vida –dice Ana, con la voz tomada por el sueño.
Y yo.
–¿Qué nos lo impide? –responde Jimena, abrazándola con fuerza.
Como si le hubieran aplicado una descarga eléctrica, todos los sentidos de Ana se despiertan, a la vez.
Se revuelve entre sus brazos, se da la vuelta y la mira, con una interrogación inmensa reflejada en el rostro.
–No se me ocurre mejor forma de despertarme así, todos los días de mi vida –afirma Jimena.
Toda la vida es mucho decir. Pero el gesto de Jimena le revela que lo está diciendo absolutamente convencida. Como cuando le aseguró, frente a la puerta de Sissinghurst Castle, Yo, a ti, te voy a querer toda mi vida, Ana, con la contundencia que acompañaba sus palabras cuando estaba segura de algo.
–Hasta que la muerte nos separe –concluye, ante la sorpresa de Ana, que pasea su mirada por el zarpazo de la alambrada, la constelación de pequeñas cicatrices que ha dejado en su torso la metralla, la marca indeleble del proyectil que se incrustó en el chaleco antibalas, a un palmo del corazón, el muslo, en el que aún se aprecian, nítidas, las señales de la sutura y, de nuevo, la cara de Jimena, que esconde la cabeza en su cuello, avergonzada.
Pero, ¿qué te crees, que voy a ponerme en primera línea?
–¡Lo siento, Ana, lo siento! ¡Joder, soy una bocazas!
Se deja caer boca arriba, se tapa la cara con las manos. La siente levantarse. Escucha sus pasos alejarse de la cama, en dirección a la puerta ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡La he jodido! ¿En qué hostias estaba pensando? ¿Cómo se me ha ocurrido decir semejante barbaridad?
Está tan concentrada recriminándose la ocurrencia, que da un bote, cuando la siente sentarse a su lado. No la ha oído llegar. Su imaginación ha llevado sus pasos al otro lado de la puerta, hacia el baño. Incluso la ha visto vestirse con la ropa del día anterior.
Dos lágrimas resbalan por sus mejillas. Son las que se encuentra Ana, cuando le quita las manos de la cara. Frunce el ceño. Aprieta los ojos. No quiere abrirlos. No tiene valor para enfrentarse a su mirada, en la que intuye un gesto de rechazo. O de enfado. O de ambos.
–A ver, que yo me aclare, ¿acabas de pedirme que me case contigo? –pregunta Ana, en un tono de voz serio, con ciertos tintes de reproche.
Jimena aprieta aún más los ojos. ¿Se lo he pedido? Las palabras de la conocida fórmula se atropellan en su cabeza. [...] todos los días de mi vida, hasta que la muerte nos separe.
–Porque si es así, a mí, dímelo claramente, no me vengas con sutilezas.
Jimena abre los ojos de golpe, para encontrarse con una Ana risueña, que le coge la cara con las dos manos, le limpia las lágrimas con los pulgares, se inclina sobre ella y la besa con dulzura.
–Evidentemente, no voy a aceptar –continúa en el mismo tono, con la misma expresión burlona–, pero, ya que me lo has pedido, me hubiera gustado que fueras un poco más directa. Sabes que siempre he detestado las adivinanzas.
Jimena estalla en una carcajada. ¿En qué momento me he vuelto una dramas?
–¡Joder, Ana!
Se abraza a ella, le cubre la cara de besos.
–Joder, después, ahora casi que me apetece más desayunar. A ver –prosigue, con la misma expresión burlona–, que no es que no quiera, ¿eh?, que sí, que me apetece muchísimo, pero entiéndeme, es que tengo hambre, y a mí, con hambre, se me hace todo muy cuesta arriba.
Jimena le lanza los brazos al cuello y la atrae hacia ella y le susurra, al oído:
–Creí que no me lo ibas a decir nunca, me muero por un café.
Para, acto seguido, intentar levantarse.
Ana se lo impide. La sujeta por los hombros, obligándola a permanecer con la espalda sobre el colchón.
–¡No me lo puedo creer! –exclama indignada– ¿Prefieres un café a follar conmigo?
En un movimiento envolvente, digno de una judoka olímpica, Jimena consigue ponerse encima de Ana. Va a continuar con el intercambio verbal, pero la mirada de Ana la hace desistir.
Se olvidan del café, del desayuno, del hambre que empieza a acuciar, a esas horas. No lo saben, pero el reloj está a punto de marcar las tres de la tarde. Si lo supieran, les daría igual. Lo único que les importa es sentirse, abandonarse, la una en brazos de la otra, disfrutar del contacto que, sin saberlo, han añorado durante la mitad de sus vidas.
Una hora después, sentadas en la mesa de la cocina, dan buena cuenta de las tostadas con mantequilla que han preparado, y un tazón de café con leche.
–Echo de menos la mermelada de manzana de tu abuela –dice Jimena– Por cierto, ¿qué tal están?
–Genial –responde Ana–. Siguen en Poo, como siempre, con su huerto, sus gallinas, que se les mueren de viejas...
–¿Con el huerto? –se extraña Jimena– Pero, son muy mayores, ¿no?
–Ochenta y cinco, tiene la abuela Lydia, ochenta y siete, el abuelo Luis.
–¡Joder!
Ana se ríe de la expresión de asombro que ha puesto Jimena, abriendo los ojos como platos.
–Están como dos cañones.
–¿No me digas que siguen bañándose en el mar a las ocho de la mañana?
–Antes de desayunar –le confirma Ana–. En eso no me parezco.
–Bueno, hoy has hecho algunas cositas, antes del desayuno –la interrumpe Jimena, al tiempo que le guiña un ojo–. Vas mejorando.
–Será la edad...
–Y las ganas que me tienes –dice Jimena, con la misma expresión con la que la miraba a los dieciocho cuando quería provocarla.
Ana deja la tostada en el plato, se levanta, rodea la mesa, se coloca detrás de ella, mete la mano derecha por la sisa de la camiseta de los Lakers y la deja quieta, sobre el pezón que se ha erizado al contacto. Introduce la izquierda en el pantalón de deporte, la desliza lentamente por el vientre, deja reposar la palma sobre el pubis, los dedos en la vulva. Apoya la barbilla en el hombro, los labios en el cuello.
–¡Hum! ¿Hablamos de quién le tiene ganas a quién?
–¡Joder, Ana ¡Así no vale! –se queja Jimena– ¡Eres un tramposa!
–¡Eres una tramposa! ¡Eres una tramposa! –se burla Ana– Y tú, ¿qué eres? ¿Una guaja a la que han descubierto jugando al escondite?
Jimena levanta los brazos, se cuelga de su cuello, apoya la cabeza en el pecho y eleva la barbilla para buscar su boca.
Está a punto de preguntarle quién es y qué ha hecho con la adolescente tímida de la que se enamoró a los diecisiete, pero los labios de Ana sobre los suyos le impiden pronunciar una sola palabra.
–¡Uf! –exclama, en el momento en el que Ana se separa de ella y retira las manos de sus posiciones.
–¿Podrás esperar a que termine de desayunar? Tengo una tostada a medias y se me está enfriando el café...
–¡Hostia, Ana! ¡No, no puedo! ¡Me pones como una moto, y me pides que espere!
La mantequilla se derrite sobre la tostada. El café se enfría en una relación directamente proporcional al calor que van adquiriendo sus cuerpos, hasta superar, con creces, el de la temperatura ambiente de esa tarde madrileña de finales de abril. Hay momentos en los que prima la urgencia y conviene darle al cuerpo lo que pide, a gritos, so peligro de provocar un fallo masivo de todos sus sistemas.
Después del desayuno-comida-merienda, con su ración de sexo intenso y rápido entremedias, salen a la terraza. Se sientan en el balancín, único mueble, junto con la cama, capaz de albergarlas a las dos, en esa casa prácticamente desmantelada. Instintivamente, ocupan sus posiciones de siempre. Jimena en el extremo izquierdo, la pierna derecha sobre el escabel que ha sido su indispensable compañero durante los últimos meses. Ana con la espalda apoyada en el reposabrazos, protegida del metal de la estructura por uno de los cojines que aún no han viajado a Oviedo, las piernas extendidas, los pies apoyados en el muslo de Jimena.
–¿No es el de Hondarribia, verdad?
La sonrisa de Jimena se ensancha, a la vez que niega con la cabeza. No ha habido ni una sola vez, durante los últimos tres meses, en los que su mente no haya viajado al mismo mueble del pequeño jardín de la casa familiar, a las tardes y las noches de verano en las que se acomodaban en él a leer, a charlar, a disfrutar la una de la otra.
–Se lo pedí a Javier, como regalo, cuando me mudé a esta casa. Se irá conmigo, cuando me vaya definitivamente de aquí. Bueno, cuando nos vayamos.
No lo han hablado, pero las dos saben que se irán juntas a Oviedo, el domingo, en el coche que alquiló Ana para venir desde Valencia.
–¿Directo a la terraza del sexto B? –pregunta Ana, con toda la intención.
Las carcajadas de Jimena se elevan por encima del ruido sordo que llega de la calle.
–¡Chica lista! –exclama, al tiempo que le acaricia la pierna– Al sexto B, sí. ¿Te gusta mi nueva casa? La he descrito con todo lujo de detalles, para ti.
Cuando empezó a escribir el fic, no fue consciente de sus verdaderas intenciones, al describir el piso que compró y decoró con la ayuda de Javier. Y de Pruden, convertida en agente inmobiliaria por obra y gracia de las necesidades de su amiga. Y de Cova, pendiente de la reforma como si se tratara de su propia casa.
–Me encanta. Pero, ¿no tiene chimenea, verdad? –le pregunta al recordar la ocasión en la que se quedó observando los ventanales del piso, desde los Jardines de La Rodriga, y tuvo la certeza de que la casa de la Natalia del fic era aquella, a pesar de la ausencia de una salida de humos, para la supuesta chimenea del salón.
–No. Me permití esa licencia. Mientras escribía la escena de Alba y Natalia, nos estaba viendo, a ti y a mí, la primera vez que estuvimos en Hondarribia –la expresión de su rostro muda hacia un gesto melancólico–. El resto es tal cual. Excepto el cuadro del dormitorio.
–Ya me imagino que no tendrás un retrato de Natalia Lacunza, pintado por Alba Reche. Supongo que sigues teniendo Sol de la mañana...
El corazón de Jimena da un vuelco en su pecho, no porque le sorprenda la conexión que sigue existiendo entre ellas, sino por la emoción que le produce ser consciente de que los recuerdos que comparten son un nexo de unión mucho más fuerte del que se atrevió a imaginar.
–Ese lo tengo en el baño. En la pared, frente a la cama, tengo otros.
–¿Una reproducción de Pia de Tolomei encerrada en su torre? ¿O de la Ofelia muerta? ¿Muerte de un miliciano, quizás? –pregunta Ana, juguetona.
–¡No! –exclama Jimena, divertida– Demasiado tristes, Pia, Ofelia, el miliciano y la mujer de Hopper –mueve la cabeza de un lado a otro, se ríe, da una calada al cigarrillo–. No lo adivinarías nunca.
–Detesto las adivinanzas, ya lo sabes.
–Pues, tendrás que esperar a verlos.
–¡Huy, de eso nada! ¡Ya estás cantando, Lenneke Ruiten! –elige, a propósito, el nombre de la soprano que interpretó el papel de Almirena, el día en el que la Alba de su fic va a la ópera, con Natalia, por primera vez.
Ana se levanta, con la intención de sentarse a horcajadas sobre Jimena, pero recuerda la herida del muslo. Con cuidado, retira el pie de Jimena del escabel, se sienta en él, le separa las piernas, lo acerca, todo lo que puede al asiento, y mete las manos por debajo del pantalón y coloca los pulgares en contacto directo con el nacimiento de las ingles.
Su voz suena amenazadora.
–O cantas, o esta vez no voy a tener piedad de ti –asegura, dirigiendo la mirada, alternativamente, a los ojos de Jimena y a su entrepierna, con gesto provocador.
Jimena vuelve a reír a carcajadas. Le encanta esta Ana desinhibida y juguetona. Pero le gusta, aún más, que no hayan perdido la confianza y el nivel de conexión de su primer tiempo juntas.
–Mucho has aprendido, tú –dice, sin dejar de reír.
–¡Home, no! –exclama Ana, socarrona– Tengo cuarenta y tres tacos, guapina. ¿Qué te crees, que sigo chupándome el dedo?
En la punta de la lengua de Jimena se queda una respuesta en la que relaciona el verbo chupar con una de las partes más sensibles de su anatomía.
–De acuerdo –eleva los brazos a la altura de la cara, con las palmas abiertas, en el signo universalmente conocido–. ¡Me rindo!
Ana sonríe satisfecha. Detiene el avance de los pulgares y espera a recibir la información, antes de volver al ataque. Ahora es ella a la que le ha entrado la urgencia al notar el calor y la humedad que emanan del sexo de Jimena. Resopla. Se pierde en los ojos de Jimena, en los que encuentra el mismo deseo. Estoy peor que a los diecisiete.
–Tengo una ampliación de la foto que nos hicimos en las escaleras de la Tate, y otra de la que te hice en Knole –confiesa.
–Jimena...
Un escalofrío recorre su cuerpo, de pies a cabeza. Se levanta, le coge la cara con las dos manos, enreda los dedos en su pelo, la atrae hacia sí y la besa. Es un beso dulce, como las imágenes que acuden a su mente. Y tierno, como los recuerdos de aquellos días que pasaron en el sur de Inglaterra. Y apasionado, como el deseo que las devora.
Decenas de imágenes de aquel viaje llenan sus pensamientos de Ana. Jimena en la puerta de Sissinghurst Castle, imitando la pose de Vita; dormida, en el Bed and Breakfast de Sevenoaks, uno de los pocos, poquísimos, días que se despertó antes que ella, la melena esparcida por la almohada, el gesto relajado, las comisuras ligeramente elevadas; el viaje, a lo Thelma and Louise, en el mini rojo, sintiéndose dueñas de sus vidas; las ilustraciones de Blake, para La divina comedia, que le contó, una a una, cogidas de la mano; el paseo por Portobello, parándose en cada puesto, sin decidirse a comprar nada; tumbadas bajo un árbol, sobre la hierba, en Hyde Park, comentando el Orlando de Virginia Woolf, después de decidir que el British tendrá que esperar a la próxima vez.
No hubo próxima vez. París, no. No quiere ir a París. Todavía no. ¿Londres? Londres, los acantilados de Dover, Knole, Sissinghurst, Sevenoaks...
Ana se tiende en el asiento del balancín, como hacían en Hondarribia, la cabeza reposando en las piernas de Jimena, las manos enlazadas. Vuelve la cara, la entierra en el vientre de Jimena, pasa el brazo por su cintura. La mano de Jimena acaricia la nuca de Ana. Permanecen así, sintiéndose, con los ojos cerrados. Ana perdida en los recuerdos de aquel primer viaje juntas. Jimena con la imaginación volando tan lejos de allí, que siente vértigo.
–Todavía no puedo creerme que estés aquí –le susurra–. No sabes la de veces que he soñado con esto, desde que volví de San Sebastián.
La voz de Jimena tiembla, al pronunciar la última frase. Suspira profundamente. Traga saliva, intentando que las lágrimas no vuelvan a escaparse de sus ojos.
Ana afloja el abrazo. Levanta la cabeza. La mira. No le da tiempo a preguntarle, ni a preguntarse, qué recuerdo habrá vuelto a emocionarla, hasta el punto de hacerla llorar.
–No podía recordar tu cara, Ana. Lo intentaba, pero no podía...
Aún no han hablado de ese episodio, pero Ana sabe a qué se refiere. No le ha costado hilar la información que Pruden le administró a cuentagotas con las palabras de Jimena. Se bajó del camión, ella sola, en medio de un tiroteo, para intentar captar la imagen de algún miembro de la guerrilla de niños-soldado.
–Creí que iba a morir ahogada en aquel charco, sin poder recordar tu cara, sin poder volver a verte.
La narración de Pruden completa lo que Jimena no le dice: No llegó a medio minuto, el tiempo que estuvo tirada en la pista, con la cara enterrada en el fango, lo sé por Sol, su compañera. El tiempo que tardaron en salir a rescatarla, pero para ella fue una eternidad.
–Nunca tuve miedo, Ana –continúa Jimena–. Siempre me creí a salvo de todo, como si el chaleco de prensa me protegiera de cualquier peligro. Hasta ese día. Ese día sentí un terror tan intenso, que pensé que me volvería loca, antes de morirme, allí tirada. Dicen que cuando vas a morir todas las imágenes de tu vida pasan ante tus ojos. Yo solo pensaba que era incapaz de recordar tu cara.
–No era tu día –es lo único que se le ocurre decir a Ana, cuando Jimena interrumpe su relato para limpiarse las lágrimas.
–No lo era, no –sonríe, mueve la cabeza de un lado a otro, se encoge de hombros–, pero mientras estaba allí tirada, con la cara el fango, sin poder respirar, con aquel dolor taladrándome la pierna, estaba convencida de que moriría allí...
–Ya está, mi amor, ya ha pasado todo –la consuela Ana.
–Y tanto que ha pasado. Se acabó mi etapa de Correcaminos –asegura, con determinación –. Se acabó. Me voy a quedar a vivir en Oviedo, para siempre. No soporto la idea de volver a estar lejos de ti.
La confesión de Jimena, provoca un chispazo en la mente de Ana. ¿Como no se ha dado cuenta? Si hubiera pensado en pasar, sólo, un año sabático en Oviedo, no se habría comprado un piso, le hubiera bastado con alquilar uno.
–Pero, es tu vida...
–Era mi vida, Ana, ya no lo es, no quiero que vuelva a serlo –hay tanta determinación en sus palabras, que Ana no se atreve a contradecirla–. He pasado veinticuatro años huyendo de mí misma, poniendo en riesgo mi vida, como una gilipollas, solo para convencerme de que no tenías razón, cuando temías por las estupideces que pudiera hacer para conseguir mis objetivos –ha dejado de llorar, vuelve a ser la Jimena segura de sí misma–. ¿Sabes qué fue lo primero que se me vino a la cabeza cuando caí con la cara en aquel puto charco?
Ana niega con la cabeza. No quiere interrumpirla. Intuye que necesita vaciarse, confesarle los verdaderos motivos de su separación. Los suyos, porque Ana ya ha asumido su parte, cuando hablaron en su casa, el sábado, ante el cuaderno de viaje.
–Mi estúpido argumento: Pero bueno, ¿qué te crees, que me voy a poner en primera línea?. Me oí decírtelo, con toda claridad. Nos vi en la habitación de casa de mis padres, tumbadas en la cama, desnudas, después de haber hecho el amor. Yo, apoyada en el codo, mirándote, con aquella suficiencia mía de entonces, sintiéndome tan superio, porque tú, la mujer que amaba, pretendías coártame con tus miedos pueriles. A ti te veía como una timorata, y a mí... A mí me veía siguiendo la estela de Carmen Sarmiento y superando sus crónicas. Me imaginaba como Gerda Taro, acompañando a las tropas, sola, sin la necesidad de llevar un hombre a mi lado. Hasta llegué a imaginarnos como Annie Leibovitz y Susan Sontag, pero Susan nunca tuvo miedo por Annie y tú sí lo tenías, y yo no podía permitir que me hicieras dudar. Tuve que ponerme en primera línea docenas de veces para demostrarte que estabas equivocada. ¡No se puede ser más absurda!
–No seas tan dura contigo misma –le pide Ana, con toda la ternura que siente por ella reflejada en su voz–. No es verdad que te creyeras superior...
–¿Por qué crees que me fui a Gaza, sin comentártelo siquiera? –las lágrimas vuelven a asomar a sus ojos– ¿Por qué crees que te jodí el regalo de cumpleaños?
–No jodiste nada a propósito, amor, no sabías nada del viaje a París...
Jimena niega con la cabeza, el ceño fruncido, los labios apretados.
No recuerda haberla visto así, durante el tiempo que estuvieron juntas. Vulnerable, frustrada, arrepentida por algo que ocurrió hace media vida, pero que aún le pesa.
–Lo jodí todo, Ana –afirma, compungida.
Suspira, se pasa las manos por los ojos y esboza una sonrisa nostálgica.
–Hasta la posibilidad de que fuéramos como Annie y Susan.
El estómago de Ana se encoge, su pulso se acelera. Las palabras de Jimena la han transportado al tiempo en el que se imaginaba esperándola en casa, escribiendo las novelas que la harían famosa, mientras ella recorría el mundo. Susan y Annie. Annie y Susan. Nunca se le habría ocurrido semejante comparación. Jimena es una excelente fotógrafa, pero ella... Ella no le llegaría a la suela del zapato de Susan ni en cien años. Pero le gusta la idea.
–Aún estamos a tiempo –dice Ana.
Jimena capta el mensaje al instante.
–No podremos hacernos señales luminosas desde la ventana...
–Nos las hacemos con el teléfono.
Las dos son conscientes de que ese breve diálogo es una declaración de intenciones, en toda regla.
–No sé cómo he podido vivir sin ti –dice Jimena, con la voz empañada por la emoción.
Apoya las piernas en el escabel, las eleva para acercar la cara de Ana a la suya. Se inclina. La besa con devoción.
–Te quiero tanto...
–Te adoro.

Cantábrico (Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora