El último capítulo del viaje a Plutón me ha dejado tocada. Muy tocada.
Que sí, que son muy monas –expresión que he adoptado de Lore, como tantas otras, a costa de oírsela repetir, a ella y a Violeta, hasta la saciedad–, las reales y las de ficción, y me producen una ternura enorme. Pero me están removiendo más de lo que me conviene, en este momento, a poco más de veinticuatro horas de mi encuentro con Jimena.
Según he ido avanzando en la lectura de este fic, hay demasiadas cosas que me recuerdan a ella, a nosotras.
Me identifico con los mecanismos de defensa de Natalia, cuando se encierra en sí misma, acobardada, en los vídeos Warta, durante la semana pos Tóxic, suspirando por las esquinas ante la frialdad de Alba, atrapada en su propia lucha interna, y me veo a mí misma, a su edad, como un alma en pena, paralizada por el miedo y la culpa, sin saber qué hacer para recuperar a la persona que amaba.
La Natalia de este fic, que ha cerrado su corazón, después Inés, es un reflejo de mi propia incapacidad para volver a enamorarme, como lo hice de Jimena. Al contrario que para ella, para mí, no ha habido una Alba, que apareciera de la nada en mi vida, y la pusiera patas arriba.
Ninguna mujer ha vuelto a producir, en mí, aquella sensación. No me he acostado y levantado con la imagen de nadie, con la intensidad y la emoción con la que Jimena ocupaba mi pensamiento, de la mañana a la noche. Ninguna mirada, ninguna sonrisa, se ha colado en mi mente, en medio de una reunión, o de una clase, o de una película, o de cualquier cosa que estuviera haciendo, como se colaba la suya.
Al principio, cuando ni siquiera me atrevía a dirigirle la palabra, me despertaba con el recuerdo de alguna de las situaciones que habíamos vivido. Jimena llegando al instituto. Jimena apartándose el pelo de la cara, o mordisqueándose el pulgar. Jimena enfrentándose al de Arte. Jimena fumando. Jimena leyendo en una esquina del patio...
Luego, cuando empezamos a ser inseparables, Jimena durmiendo a mi lado, despertándose conmigo, mirándome cuando me despertaba. Jimena levantando los ojos del libro, o los apuntes, cuando nos encerrábamos a estudiar, en mi casa, o en la suya, para encontrarse con los míos y expresar, sin palabras, la intensidad de nuestros sentimientos. Jimena, abandonando lo que estuviera haciendo, para abrazarse a mí, respirando su deseo en mi cuello, en mi garganta, en mi nuca, en mis labios. Solo necesitábamos un suspiro para abalanzarnos, la una a los brazos de la otra, aunque solo fuera para sentirnos unos minutos y continuar con lo que estábamos haciendo. O dejarlo todo y dar rienda suelta al deseo de sentir cada milímetro de nuestra piel en contacto con la de la otra.
Nadie, absolutamente nadie, ha podido sustituir a mi primer, y único amor, como se ha empeñado en recordarme mi adolescente interior. No he sido capaz de sentir por nadie lo que sentí por ella, y con ella, a pesar de que lo he intentado, o he creído intentarlo, porque, a estas alturas, sé que me he deslizado, por la parte sentimental de mi vida, como una esquiadora sobre una pista helada, evitando profundizar, por miedo a que alguien ocupara su lugar. Durante todos estos años, más de la mitad de mi vida, he rechazado, de forma inconsciente, la posibilidad de que alguien se acercara a mí, si no era a una distancia prudencial, que me permitiera salvaguardar su recuerdo, a pesar de estar convencida de que lo había encerrado bajo siete llaves.
Y ahora, todos los sentimientos, todas las emociones, que tanto me esforcé por mantener bajo control, han entrado en erupción, y no sé qué hacer con ellas.
Las veo, en los vídeos de Warta, las leo, en este fic, y nos veo a nosotras.
La personalidad de Alba no tiene nada que ver con la de Jimena y, sin embargo, hay actitudes suyas, sobre todo, en las últimas semanas de concurso, que me recuerdan demasiado la forma en la que me miraba, nos mirábamos, con un amor y una complicidad que me resulta demasiado doloroso contemplar en estas niñas. En las niñas que fuimos. En la que he vuelto a ser, por obra y gracia de dos adolescentes que se han enamorado en directo. Por obra y gracia de un fic.
La escena de la cocina, mientras Natalia hace los frixuelos, me ha transportado a los desayunos en Hondarribia, o a Oviedo, cuando teníamos su casa para nosotras solas y nos dedicábamos a jugar a las casitas e imaginar cómo sería nuestra vida futura juntas. Ese viaje al pasado me ha puesto un nudo en el estómago. Otro más. Y en el corazón.
Por un lado, siento que, quizás, pueda haber una segunda oportunidad para nosotras. Por otro, pienso que me estoy agarrando a un clavo ardiendo, influenciada por lo que interpreta mi adolescente interior, en lo que veo y en lo que leo. Entonces, me siento ridícula y estúpida, por haber resucitado sentimientos que tanto me esforcé en enterrar, por albergar esperanzas que solo caben en la mente de la Ana que fui a los diecinueve.
Hubiera preferido, mil veces, el polvo cósmico, que Lore me aseguró que iba encontrarme en todos los fic, o, lo que es lo mismo, una buena sesión de sexo explícito, que me ayudara a liberar tensiones, en vez de tanto derroche amor, tanta ternura. Pero, no, el capítulo exuda romanticismo por cada uno de los poros que son las palabras que lo componen. Y mucha pasión implícita, pero cero smut.
Anotó en mi libreta: discutir el uso generalizado ese término en la próxima reunión. ¿Desde cuándo, el sexo, entre dos personas que se quieren, o, simplemente, se desean, sin que exista un sentimiento romántico de por medio, se ha convertido en una obscenidad? ¿Cuándo hemos empezado a considerar que las artes amatorias son guarradas? ¿Es sucio comerse el coño? ¿Me estoy comportando como una cerda, por desear follar, o que me follen, hasta la extenuación? A mí, me lo van a tener que explicar.
Desbloqueo el teléfono y le mando un guas a Lore:
Por favor, recomiéndame algún fic que tenga buenas escenas de smut.
La respuesta no se hace esperar. Al emoji de la cara de asombro máximo le sigue un Jefa?, seguido por media docena de signos de interrogación, que me demuestra que la he descolocado.
Es para una amiga, le respondo. Yo también sé utilizar el vocabulario de Twitter, gracias a ella, pero lo utilizo.
Un número indeterminado de caras carcajeantes llena la pantalla. Puedo imaginar su expresión, entre el estupor y la carcajada. Y no me extraña, no debe ser muy habitual que tu jefa te pida que le recomiendes escenas de sexo explícito. Pero, es parte de nuestro trabajo, ¿no? Estamos analizando los fics en busca de temas para desarrollar en el puto cuadernillo central. El enfoque que dan al sexo, las centennial y millenial que escriben en estas novelas, nos va a dar mucho juego, lo presiento. Bueno, vale, en este momento, no le pido la información por eso, aunque tengo muchísima curiosidad por ver cómo tratan este tema las generaciones que denominan smut a la descripción de escenas con contenido sexual.
Dame un momento, me pide.
Aprovecho el tiempo de espera para ir al baño, vaciar el cenicero, ventilar el salón, servirme una copa de vino –solo una, me juro a mí misma–, abrir una lata de aceitunas, cortar unos taquitos de manchego añejo y liar un pitillo.
No me ha dado tiempo a terminar los preparativos, cuando me llega la respuesta de Lore con cinco fic, acompañados por el número, o el título del capítulo, según corresponda, y la cantidad de visualizaciones de cada uno. A renglón seguido, su explicación:
Te he hecho una selección variada, de menor a mayor éxito, para que tu amiga (guiño) se haga una idea de por dónde van los tiros.
Muchas gracias, Lore. Ya te contaré. Nos vemos mañana en la reunión.
¿Ya estás mejor?
Sí, gracias. Miento, porque cada momento que pasa me siento peor. De lo mío.
Me alegro, jefa (carita sonriente)
Hasta mañana (beso)
Le devuelvo el beso. Corto y cierro.
Anoto en mi libreta los títulos de los fic, los capítulos y el número de visualizaciones. Los datos me dejan con la boca abierta.
Veintinueve con ocho K significa que ese capítulo se ha leído ¡veintinueve mil ochocientas veces! No doy crédito. La diferencia, con su inmediato posterior es apabullante, solo tiene ocho mil novecientas veinte.
Decido saltarme los de cinco y siete mil y pico y empezar por el de las ocho mil novecientas. ¡No me lo puedo creer! Es el capítulo veinte del fic en el que Alba no puede llorar, ni correrse, ni dormir, si no es con Natalia, que he dejado en el dieciséis, hartita de drama. Pero, ¡hostia!, ¿dónde tengo la cabeza? Acabo de darme cuenta de que es uno de los que está leyendo Pruden, el mismo cuyo título que le pedí que me dijera para evitarlo, porque me advirtió de que era el paradigma de los bollodramas. Claro, como no lo apunté...
Cambio de planes. Me voy, en directo, al más popular. No estoy para más dramas. Bastante tengo con el mío.
Tarda en entrar en materia, porque dedica la primera parte a una discusión entre Natalia y su padre, por no sé qué pretensiones que tiene él, un constructor sin alma ni escrúpulos, sobre la ubicación de la piscina de un hotel de lujo y el poblado de pescadores en el que los abuelos De Alba tienen una casa, pero cuando lo hace... ¡Uf! Describe la escena con tal lujo de detalles, que las imágenes se reproducen en mi mente como si estuviera viendo una película. Y, ¡cómo maneja el tempo! Dos escenas de calentamiento previo, antes de meterse en harina, tan sugerentes, tan sensuales, que cuando llega la definitiva, ya ha sembrado el terreno para que mi cuerpo arda al ritmo de los de las protagonistas de la tórrida escena.
¡Y el vocabulario! Nada de centros, entradas, intimidades, pliegues, feminidades, y toda esa clase de eufemismos que leí en el de la rica heredera y la prostibollo, con vocación de terapeuta sexual. Cada cosa por su nombre: pubis, coño, vagina, labios, clítoris... ¡Bien, por ella! Hay un par de palabras, expresiones y situaciones que me rechinan, pero, sumergida en ese in crescendo que va del erotismo al sexo puro y duro, dejo a un lado mis reticencias lingüísticas y me sumerjo en las sensaciones que me produce la lectura, hasta culminar con un orgasmo intenso y prolongado, que me deja como una malva.
Muchísimas gracias, seas quien seas, por este regalo. El chute de hormonas que me acabo de proporcionar, con la ayuda inestimable de esta escritora –¡Dios la bendiga!, que diría mi abuela–, eleva mi ánimo. Tanto como para prepararme una cena decente, que me como, tranquilamente, viendo las partes cuarenta y nueve, cincuenta y cincuenta y una de los resúmenes de Wartanera 12.
Y entonces: adiós Concorde; hola Titanic.
Estaba, yo, tan contenta, con los abrazos mañaneros, las tonterías en la mesa, las miraditas de enamoradas, el te cojo en brazos y te llevo al baño, donde no hay cámaras (¡ay!); no me beses así (en el cuello), que me da cosa, ¡joder!; que si menos mal que tienes esa cara, mientras se la come con los ojos; que si el idioma gatuno, que si la escena en la sala de ensayo, con Alba apoyada entre las piernas de Natalia y el amago de piquito, que se queda en nada, pero es suficientemente significativo para que Warta comente, en los subtítulos, que poco se habla de cómo Natalia acaricia el cuello de Alba, y la coge por la barbilla para que suba la cara y darle un beso, que se queda en la nariz, pero que, de estar solas, cualquiera podría adivinar hasta dónde hubieran llegado, cuando, de repente, ¡zas!, Creep.
Entre que el último capítulo me ha dejado más tocada de lo que estaba y la sorpresita, me falta el canto de un duro para hundirme en la miseria.
Vamos a ver, no me jodas con las putas casualidades. Impido en intento de mi pandillita interior de enfrascarse, por su cuenta, en discusiones bizantinas sobre el puto hilo rojo, las almas gemelas, las medias naranjas, en las que dejé de creer cuando fui consciente de que yo era una naranja completa que, a lo sumo, podría mezclar parte de mi zumo con otras y, por supuesto, la teoría jungiana de que las casualidades no existen.
Según he ido avanzando en la lectura de este fic, las casualidades, que no existen se han ido manifestando, una tras otra, de una forma que empieza a parecerme sospechosa.
Primero, lo del Cabo Peñas. Objetivamente, es un destino habitual para intentar impresionar a alguien que te gusta. Sin embargo, qué casualidad que la escritora decida que es uno de los lugares –¡mis lugares!– favoritos de Natalia para aislarse del mundo.
Luego, las tazas de los museos. Nunca he sido de coleccionar nada, como la Natalia de este fic. Más bien de acumular, con avaricia, libros y discos, también como ella. Como Jimena. Aún conservo, y escucho, mis primeros vinilos –aquellos que tenían que reproducirse a cuarenta y cinco o treinta y tres revoluciones por minuto–, las cintas de cassette que nos grabábamos, entre la pandilla y, por supuesto, las decenas de CDs que he ido comprando a lo largo de mi vida, junto con los que me regaló Jimena. Siguen formando parte de mi biblioteca personal los cuentos de mi primera infancia, las novelas de mi adolescencia, regalo imprescindible en Reyes, cumpleaños y demás celebraciones, más los que he ido adquiriendo con los años. Aunque nunca me ha dado por coleccionar posavasos, latas de cerveza, cajas de cerillas, o cualquiera de esas fruslerías a las que eran tan aficionadas algunas de mis amistades. Pero, fíjate tú qué casualidad, que uno de los recuerdos que nos llevamos de la National Gallery y de la Tate, Jimena y yo, fueron sendas tazas igualitas. Una para desayunar, la de la Tate, otra para los cafés de las noches que no podíamos estudiar juntas.
Que a la Alba Reche de este fic le fascine Van Gogh, porque también le gusta a la Alba real, vale. ¿También Hopper? Si llego a leer que, en vez de Schiele admira a William Blake, me corto las venas.
Aparte de la escenita de la cocina, el hecho de que la primera vez que Alba y Natalia hacen el amor, sea en la cama de Alba, y no en la de Natalia, como ella anhelaba, que la máxima ilusión de Natalia sea llevar a Alba a Xagó, ya, me toca la moral.
Xagó fue el primer viaje que hice con Jimena, cuando saqué el carné de conducir. Creo que fue lo único que hice antes que ella, con la diferencia de que no tuve mi primer coche hasta que pude pagármelo y ella heredó el de su madre, un Golf negro que, a pesar de sus diez años, parecía recién estrenado, en cuanto tuvo su carné en la mano. Recuerdo aquel verano como uno de los más felices de mi vida.
Lo pasamos entre Oviedo, Poo y Hondarribia. Siempre en compañía de nuestras respectivas familias, excepto en nuestro primer viaje a Xagó.
Jimena estaba en Hondarribia y yo en Poo, destinos obligados, en agosto, para ella y para mí.
No sé si sus padres y los míos sospechaban el verdadero cariz de nuestra amistad. Si lo hacían, nunca lo mencionaron. Ni siquiera lo insinuaron. Se acostumbraron a que estudiáramos juntas, unos días en su casa, otros en la mía, los menos en la de Inés. Inés. ¿Otra casualidad que el primer amor de Natalia se llame como una de mis mejores amigas, cuando nos conocimos?
A mis padres les pareció estupendo que hiciera lo posible porque Jimena, nueva en la ciudad y en el instituto, se integrara en mi grupo. Además, era tan buena estudiante... Y tan amable, tan educada, tan cariñosa y tan graciosa, que se ganó a mi familia en un tiempo récord. Y yo, a la suya, agradecida de que hubiera hecho amistades tan rápidamente y tuviera una compañera tan entregada y responsable con los estudios como ella, así que, la presencia de la una en la casa y la vida de la otra, se convirtió en algo cotidiano y natural.
Éramos nosotras, las que temíamos ser descubiertas, que nuestros padres se lo tomaran a la tremenda y que nuestra burbuja saltara por los aires. Aún me extraña que lo nuestro les pasara desapercibido. O que, si llegaron a saberlo, nunca dijeran nada. En mi caso, porque mis padres jamás se inmiscuían en mis asuntos sentimentales. En el suyo, porque Javier allanó el camino de Jimena y, de paso, el mío.
Tardé en reconocer lo mucho que Javier había hecho por nosotras, después de responsabilizarlo de nuestra ruptura, por su brillante idea de llevársela a Gaza.
En aquellos momentos, me parecía natural tenerlo de nuestra parte. Él era gay y nunca lo había ocultado. Pero, sobre todo era el hermano, amigo, cómplice y confidente de su princesita y siempre estaba dispuesto a cumplir cualquiera de sus deseos.
Javier fue el salvoconducto para aquella escapada, nuestra primera escapada solas. Con la excusa de invitarnos, a Jimena y a mí, al concierto de uno de sus grupos favoritos, que tocaba en Gijón, nos consiguió tres días para que celebráramos juntas el décimo octavo cumpleaños de Jimena.
Con él planifiqué aquel regalo de cumpleaños, con la suficiente antelación para reservar dos noches en uno de los mejores hoteles de Gijón, en pleno mes de agosto. Me recogió en Poo, nos llevó a Oviedo, y nos dejó su coche. En realidad, me lo dejó a mí, que era la que iba a conducir, con cuatro meses escasos de carné y las pocas prácticas que hacía con el coche familiar. Y ni siquiera me hizo prometerle que tuviera cuidado, que condujera con prudencia o que evitara la noche, como hubieran hecho mi madre y mi padre. Me puso las llaves en la mano, nos dio un beso a cada una, un abrazo de oso a su hermana y nos dijo:
–Disfrutadlo, chicas.
Xagó fue una de las playas de mi infancia, entre las muchas que recorríamos los fines de semana, de la primavera y el otoño, cuando el tiempo lo permitía y las mareas eran favorables, para que mi padre y mi abuelo fueran a pescar. Mientras ellos se pasaban las horas muertas tirando la caña, mi madre y mi abuela esperaban sentadas bajo la sombrilla, la una leyendo, la otra tejiendo, o charlando, o paseando. Mi abuela y mi madre siempre han tenido una conexión muy especial.
Mi hermana, mi hermano y yo convertimos las dunas y la zona de las lagunas de agua dulce que las preceden, en un inmenso territorio de juegos. Conozco Xagó como la palma de mi mano. Cada duna, cada senda, cada pozo, cada corriente, que puede llegar a arrastrarte, mar adentro, con el agua por las rodillas. La conozco y la amo.
También fue, y sigue siendo, uno de los lugares a los que sigo acudiendo, cuando necesito que la mar me ayude a poner mis pensamientos, y mis emociones, en orden. Correr por la orilla, con el agua salpicando mi cuerpo, introducirme en su agua fría, gélida, dependiendo de la época del año, siempre ha sido un bálsamo para mí.
Por eso, aquel mes de agosto quise compartir con Jimena los recuerdos de mi infancia feliz. Xagó y el Cabo Peñas.
En cuanto Javier nos dejó, fuimos a comer a El Molín del Puerto, un pequeño restaurante, escondido entre las rocas del puerto natural, que forma uno de los muchos pedreros que salpican la costa del concejo de Gozón. Recuerdo, perfectamente, el menú: un par de andaricas (nécoras), para cada una, y lubina salvaje a la espalda, especialidades de la casa, regadas con un par de botellinas de sidra, una trozo de tarta, que compartimos y dos cafés. Comida de ricas, que pagué encantada. Me sentía millonaria con las diez mil pesetas que mi madrina había escondido entre las páginas de Diario de una maestra, de Josefina Aldecoa, como regalo por mis dieciocho, y nada me hacía más ilusión que gastarlas con ella. Esas diez mil y algunas más, que tenía ahorradas.
Después de comer fuimos a Xagó. Era uno de esos típicos días asturianos, con más nubes que claros, por la ausencia de nordeste, en los que el bochorno aumenta la sensación térmica y te hace sudar como un pollo, incluso a la orilla del mar. Instalamos la sombrilla y las toallas entre las dunas, la paseamos, de un extremo a otro, nos dimos un baño, y nos refugiamos en nuestro pequeño escondite. Al abrigo de miradas curiosas, gracias a los montículos de arena y la sombrilla, colocada estratégicamente, dimos rienda suelta al deseo que nos apremiaba, después de pasar veinte días separadas.
Los recuerdos de mi infancia feliz en Xagó han permanecido unidos, a los de aquel agosto. Y los del de verano de mis once, en Ferrero, una aldea situada a menos de dos kilómetros del Cabo Peñas, donde pasamos el mes de julio, en una casita alquilada, con un pequeño jardín, en el que instalamos una tienda de campaña, que yo utilizaba para refugiarme a leer o a imaginar, con mi hermana y mi hermano, que nos íbamos de acampada a parajes desconocidos, en los que reproducíamos las aventuras que leíamos en los libros de Enid Blyton, Julio Verne o Emilio Salgari.
Por aquel entonces, mi madre, profesora de Geografía e Historia y mi padre, profesor de Lengua Castellana y Literatura en un instituto de Oviedo, tenían los dos meses de verano libres. Dos meses que pasábamos en la playa. El de julio, siguiendo la costumbre de mi abuelo, en un pueblo diferente de la costa asturiana occidental, desde Figueras de Castropol hasta Candás, siempre en compañía de mis abuelos paternos. El de agosto, en la casa de mis abuelos maternos en Poo. Mi padre es hijo único y siempre estuvo muy unido a sus padres, pero, sobre todo, a su padre, con el que compartía muchas aficiones y discrepaba, sobre todo, en ideas políticas. La pesca no era una de ellas, aunque jamás se lo dijo, por no decepcionarlo, me confesó, cuando le pregunté por el tema, y porque le daba la oportunidad de pasar tiempo, a solas, con él y hablar de sus cosas, algo que no podía hacer en presencia de mi abuela, que se negaba a hablar de política. De hecho, cuando mi abuelo se murió, en mil novecientos noventa y ocho, guardó los aperos en el trastero y nunca han vuelto a salir de allí.
Aquel año, eligieron Ferrero por su cercanía a El Picón, una cala recogida y pedregosa, en la que mi padre y mi abuelo echaban horas y horas pescando, al ritmo que les marcaban las mareas. El resto de la familia, pasábamos la mañana en la playa, casi siempre en la de Verdicio, porque la de Ferrero es de cantos rodados, que allí se llaman bolos, muy incómoda para tirar la toalla y dejarte acariciar por el sol. Mi abuela y mi madre bajaban sus sillas plegables y la sombrilla. Mi hermana, mi hermano y yo, que aún no teníamos derecho a esas comodidades, nos dedicábamos a coger mejillones, y algún cangrejo despistado, con los que mi abuela nos hacía un arroz que nos sabía a gloria. Por la tarde, si el tiempo lo permitía, hacíamos caminatas por los alrededores, la mayoría de las veces, hasta el Cabo Peñas. Si llovía, nuestro destino favorito era Luanco, la capital del concejo, donde merendábamos chocolate con churros o íbamos al cine.
En mil novecientos ochenta y siete, el Faro aún no tenía centro de interpretación, ni pasarelas de madera, ni paneles informativos, ni había sido invadido por hordas de turistas. La terraza del bar, el mismo que aún existe, era un lugar relativamente tranquilo, en el que mi madre y mi abuela se tomaban un café con leche, y nosotros un helado, antes de dedicarnos a corretear por los prados y escalar por las peñas, imaginando que eran el Everest, o el Kilimanjaro, sin acercarnos, bajo ningún concepto al borde del acantilado. Aquel verano decidí que, de mayor, también quería ser farera. Me parecía un lugar idílico para escribir mis novelas. Porque, si algo tuve claro, desde que aprendí a escribir, era que quería ser novelista. Novelista y directora de orquesta. Novelista y percusionista en una gran orquesta. Novelista y arqueóloga... Novelista, y lo que fuera.
Por eso quise llevar allí a Jimena. A comer les llámpares de Casa Oliva, las mejores de todo el concejo, darnos un baño en la playa de Verdicio, enseñarle la casita de Ferrero y dar un paseo hasta el Cabo Peñas.
Dejamos el coche en Ferrero para llegar hasta el faro por los praos, como habíamos hecho tantas veces, mi familia y yo, aquel verano de mil novecientos ochenta y siete. Convertimos los quince minutos que se tarda en llegar desde Ferrero hasta el cabo, en una hora. Caminábamos sin prisa, cogidas de la mano, contemplando el paisaje. Nos parábamos, de vez en cuando, a que Jimena hiciera fotos a cualquier cosa que le llamara la atención, y aprovechábamos para a besarnos con calma, o mirarnos a los ojos, hasta que nos entraba la risa floja, nos comíamos a besos y nos abrazábamos como si pretendiéramos fundirnos la una en la otra.
No nos sentamos en la parte más extrema del cabo, a contemplar la puesta de sol, como hicieron la Alba y la Natalia del fic del viaje a Plutón. Tomamos una botella de sidra en el bar, con una tapa de bígaros, y volvimos por la carretera a recoger el coche para volver al hotel de Gijón, porque, a mí, me daba miedo conducir de noche. Y porque nos urgía lo que nos urgía.
En teoría, Natalia lleva a Alba a Xagó a recoger materiales para su instalación.
No quiero saber lo que ocurre en el siguiente capítulo. Ahora no. No podría resistir una puta coincidencia más.
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Cantábrico (Albalia)
FanfictionAna, directora de una editorial LGBT, decide dedicar el número en papel, de su revista digital, a realizar un estudio sobre los fanfic Albalia. Entre ellos, encuentra uno en el que la historia de Alba y Natalia contiene demasiados paralelismos con...