Carpe diem

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Esto de que el subconsciente, el inconsciente, el hipotálamo, el neocórtex frontal, mi nube particular, o lo que sea que maneje los mecanismos de mi memoria, vaya a su puta bola y me transporte, por sorpresa, a ciertos momentos de mi vida, me está trayendo de cabeza, esta última semana.
Mientras me quedo empanada contemplando la imagen que he capturado, la sonrisa y la mirada de Jimena me devuelven a la Semana Santa del noventa y cinco, al primer, y único viaje, que hicimos juntas a Inglaterra.
Antes de ir, leímos, a la vez, yo en Oviedo, ella en Madrid, Portrait of a marriage, de Nigel Nicolson, el hijo de Vita Sackville-West, amante de Virginia Woolf, en la que se inspiró para escribir Orlando.
Fue la primera de las lecturas que compartimos, durante aquel primer curso de universidad. Leer lo mismo, al mismo tiempo, era otra forma de sentirnos unidas en la distancia.
Javier, siempre tan pendiente de la formación de su princesita, se lo había regalado a Jimena, en Reyes, junto con la traducción que hizo Borges de Orlando, y la sugerencia de que visitáramos dos de los lugares más emblemáticos en la vida de Vita, poeta, escritora y paisajista, a quien Javier admiraba por sus aportaciones al concepto de jardín atlántico. El castillo de Knole, donde nació la aristócrata inglesa, en el que Virginia escribió una gran parte de su novela más intensa, singular y desesperante de nuestra época, según Borges. Y, sin ningún tipo de excusa, Sissinghurst Castle Garden, el jardín creado por Vita, precursor y paradigma del paisajismo inglés contemporáneo.
Javier se los regaló a Jimena y Jimena a mí.
Conservo ambos ejemplares, junto al resto de la bibliografía de Virginia Woolf. Entonces, no lo sabía, pero ese pequeño y humilde ejemplar de Orlando, diecisiete por diez, cuerpo de letra ocho, en tapa blanda, editado en Argentina, en mil novecientos sesenta y ocho, que Jimena le hizo conseguir a Javier, para mí, es una de las joyas de mi biblioteca.
Lo que no sabíamos era que, en realidad, el gran amor de Vita no fue Virginia, sino Violet Trefusis, a quien conoció cuando ella tenía trece años y Violet, once.
La parte de los diarios de Vita Sackville-West, que su hijo, Nigel, incluyó en Portrait of a marriage, fue el primer testimonio real que conocimos de una mujer que aceptaba, como natural, su atracción romántica por las mujeres, a pesar de los convencionalismos sociales en los que fue educada, de la rigidez de la moral victoriana que sobrevivió a la mismísima reina. Incluso a pesar de sí misma.
Antes de empezarlo, pensamos que, aparte de hacer un homenaje a los cuarenta y nueve años de matrimonio entre sus padres, bisexuales ambos, Nigel narraría la historia de amor entre Vita y Virginia, sin embargo, apenas le dedica unas páginas y algunos de los fragmentos de las cartas que intercambiaron Harold y Vita, en las que ella le asegura a su marido que no se preocupe, que no va a enamorarse de Virginia ni a perder la cabeza, como la perdió por Violet.
Vita empezó a escribir ese diario, en julio de mil novecientos veinte, como una forma de catarsis, para contar, y contarse, la verdad sobre su relación con Violet, aunque No se lo mostrará a ella –¡fatal piedra de toque!– que, a la simple vista de este primer esbozo, me diría dónde reside la verdad. También yo dónde está; pero carezco de la fuerza necesaria para hacerme con ella (sic). Da a entender que los conflictos que le genera un amor que me ha poseído, al que era incapaz de sustraerse, la son demasiado grandes para poder vivirlo con tranquilidad, sin remordimientos. También porque no conozco ningún relato verídico de este tipo de relaciones –es decir, ninguno que se haya escrito sin la intención de provocar el regocijo vicioso de sus posibles lectores (sic).
Estoy segura de que Javier quiso que conociéramos ese testimonio, en un momento en el que apenas existían referentes para nosotras, ni espejos en los que mirarnos. Aunque, años después, llegué a dudar de sus intenciones al enfrentarnos a semejante dramón.
Vita se sentía terriblemente culpable por el deseo incontrolable que sentían la una por la otra, por serle desleal a su esposo, por querer, sobre todas las cosas, abandonarlo, a él, y a sus hijos, muy pequeños, aún, y huir con Violet de Inglaterra para vivir su relación, lejos de un mundo que consideraba su amor ilegal. Y de los maridos de ambas, que hicieron lo imposible para separarlas.
Nos impresionó el sufrimiento culpable de Vita. El dolor que la destrozó, al sentirse traicionada por Violet. La devastación de Violet, cuando es consciente de que Vita se está alejando de ella, por una deslealtad que ni siquiera llegó a producirse, al que Vita se aferró para justificar su ruptura. El de ambas, intentando recomponer, a la desesperada, los trozos de su amor, roto en pedazos, que quedaron, dispersos, por los escenarios de media Europa, en los que dieron rienda suelta a su pasión y se permitieron soñar con una vida juntas.
El testimonio de Vita, sobre su propia angustia y la de Violet, que llegó a amenazarla con tirarse al río, si la dejaba, es demoledor. Cualquiera de los bollodramas que he leído a lo largo de mi vida, incluidos los de estos fics, palidecen ante la intensidad de la pasión y desesperación de ambas.
Palidecieron entonces, luego supe lo que era vivir, en carne propia, el desgarro de una separación injustificada.
Los tres días que pasamos en Kent fueron toda una aventura.Tanto Knole, el castillo en el que nació Vita, donde Virginia escribió una gran parte de Orlando, como Sissinghurst Castle Garden, la casa de Vita y Harold vivieron hasta su muerte, quedaban fuera de las rutas ferroviarias directas. Un viaje que se hace en hora y media, en coche, se convertía en una pesadilla de seis horas, como mínimo, entre metro, tren, autobús, largas caminatas o, si nos atrevíamos, autostop. Menos mal que Javier se empeñó en que contactáramos con uno de sus amigos, por si os surge algún problema. Recurrimos a él, cuando, desanimadas por las dificultades, estuvimos a punto de desistir. Creo que, por petición expresa de Javier, y también porque le gustó contribuir a la aventura de una pareja de chicas tan jóvenes, no solo nos ayudó a planificar el viaje, sino que nos prestó uno de sus coches, un Mini rojo, de mil novecientos ochenta, con techo blanco y dos franjas blancas sobre el capó, con el que nos sentimos como Thelma & Louise, viajando por la campiña inglesa.
Albert, nos sugirió que fuéramos hasta los acantilados blancos de Dover, pasáramos una noche allí, y luego, de regreso a Londres, visitáramos, primero Sissinghurst y luego Knole. Pero ese plan requería cuatro noches, y no teníamos tanto tiempo. 
Llegamos a Sissinghurst Castle Garden a media mañana, con la intención de pasar el día allí. Hubiéramos podido quedarnos una semana. O toda la vida.
Paseamos de la mano por el jardín de Vita, pasando de una garden room a otra, por los estrechos senderos de gravilla blanca o losetas de cerámica desiguales, una de las innovaciones de Vita, disfrutando con la exuberancia de la vegetación, y la intimidad que nos daban las habitaciones vegetales, besándonos al abrigo de los impenetrables setos de boj, cuando conseguíamos disfrutar solas en alguno de aquellos espacios. Pasamos casi una hora en el White Garden, perdidas, cada una en nuestros propios pensamientos, contemplando la variedad de flores, exclusivamente blancas, cuyos nombres no conocíamos, excepto el de las margaritas, apenas interrumpidas por la presencia de quienes, como nosotras, visitaban el lugar en un silencio religioso. Imaginamos a Vita, contemplando aquella belleza desde lo alto de la torre, sumida en una de sus orgías de pena (sic), reviviendo su pasión perdida por Violet, encerrada en su estudio, escribiendo su diario, o las interminables cartas que le escribía a su amante.
En aquellos momentos, el drama de Vita y Violet nos pareció una exageración, propia de personalidades románticas hasta el delirio. Teníamos ante nosotras, una vida entera para vivir nuestro amor sin las trabas ni los prejuicios de aquellas dos mujeres. Estábamos convencidas de que las razones que motivaron su ruptura, no podrían alcanzarnos. Jamás nos traicionaríamos. Nuestro amor nos protegería de cualquier amenaza externa e interna.
¡Qué inocentes éramos! Y, qué ilusa, yo, que la abandoné por mucho menos.
En aquel viaje nos sentíamos a salvo de todo, dueñas absolutas de nuestras vidas. Libres.
–¿Seguirás queriéndome cuando esté así? –me preguntó Jimena, mostrándome una de las fotografías que aparecen en el libro de Nigel.
–Solo si me prometes que jamás te cortarás el pelo como ella –le respondí.
–Te lo prometo, pero júrame que seguirás queriéndome –me pidió, con una intensidad que me conmovió.
Se lo juré. Por supuesto que se lo juré. Me hubiera puesto de rodillas, allí mismo para dar más fuerza a mi juramento.
–¿Y tú a mí?
–Yo, a ti, te querré toda mi vida, Ana –me aseguró solemne y convencida.
Sellamos el juramento con un beso tierno e intenso, mirándonos a los ojos, las manos unidas, la emoción a flor de piel.
–Me vas a sacar una foto idéntica a esta –me pidió–, para que nos recuerde este momento.
La instantánea, en blanco y negro, muestra a una Vita de cincuenta y ocho años, nueve después de la muerte de Virginia, posando, a la entrada de la torre isabelina, muy seria –yo diría que triste–, con botas y pantalones de montar, y una americana amplia y oscura, similar a las que, me imagino, usaría para disfrazarse de Julien, primero en París, luego, cuando comprobó la efectividad del personaje y se sintió a salvo representándolo, en Londres, para poder mostrar en público su afecto por Violet, sin ponerse en peligro. Con la mano derecha sujeta la correa de su perro, en la izquierda lleva un libro. Jimena se sitúo en la misma posición, muy tiesa, el ceño ligeramente fruncido, la melena recogida, sus botas All Star negras, los pantalones metidos por dentro de los calcetines, la cazadora vaquera puesta, con su ejemplar de Orlando en la mano izquierda, la mochila junto a su pie derecho, a la que había soltado uno de los tirantes para imitar la correa del pastor alemán.
– A falta de perro...
A mí me entró la risa. El gesto serio de Jimena, en lo que iba a ser una reproducción exacta de la actitud de Vita, se transformó, primero, en una sonrisa, luego en risa incontrolable. Así la capté.
–¡Joder, Ana, no me hagas reír, que no me concentro! –se quejó, ya, a carcajada limpia.
Nos llevó casi media hora y más de una docena de intentos, conseguir la instantánea que quería. En cuanto le decía que se preparara, que dispararía a la de tres, volvía a entrarnos la risa. No pude resistirme a fotografiarla con cada una de las muecas que ponía intentando contenerla.
Nos quedamos a dormir en el Bed and breakfast que nos había recomendado Albert. Hicimos el amor durante horas y nos prometimos que jamás seríamos como la versión más dramática de Vita y Violet.
Al día siguiente, madrugamos muchísimo, para que Jimena pudiera fotografiar, en serio, con la luz adecuada, el jardín de Vita. Desde allí, viajamos a Knole, el impresionante palacio, propiedad de los Sackville-West, desde el siglo XVI, en el que nació y vivió Vita. Jimena estaba empeñada en que yo también tuviera mi foto, idéntica a la que Virginia se hizo apoyada en el dintel de una de las puertas del castillo, en mil novecientos veintiocho, mientras escribía Orlando.
–Para que la pongas en la solapa de tus libros, cuando te conviertas en una escritora famosa –me dijo, convencida de que, algún día, conseguiría hacer realidad mi sueño.
Se me viene a la cabeza una canción de La Baldosa Flotante: Los sueños que no se cumplen se van con el soñador. Los sueños de Jimena, al menos, los que yo conocí, no morirán con ella. ¿Los míos?
Aún tengo tiempo.
En el altillo del armario de mi dormitorio, junto al pañuelo palestino y el resto de los recuerdos del tiempo que compartimos, guardo la copia buena de la fotografía de Sissinghurts, en cuyo reverso Jimena escribió te querré toda mi vida, (¿Seguirá queriéndome?) y una docena de sus muecas, a cada cual más divertida; la mía, imitando a Virginia que, por supuesto, nunca llegué a utilizar, y decenas de las que nos sacamos en el jardín que Vita y Harold diseñaron y cuidaron hasta su muerte, en los impresionantes jardines de Knole, en el tren, en la cama. Aunque mi favorita es la que le hice al despertarse, en el Bed and Breakfast de Sevenoaks, uno de los escasos días en los que me desperté antes que ella y pude permitirme el lujo de contemplarla mientras dormía. Tapada hasta el cuello con el edredón, la mirada somnolienta y la sonrisa que precedía al buenos días, amor, con el que me saludaba cada mañana.
Puede que haya pasado más de media vida, que haya vivido experiencias terribles, que haya visto el horror de la guerra, el sufrimiento y la desolación de los campos de refugiados, que haya mirado a la muerte de frente, su sonrisa sigue siendo la misma que en las decenas de fotografías que le hice en aquel viaje, en la mayoría de las que conservo de nuestro tiempo juntas, guardadas en el altillo. Su mirada, la que, en un acto de valentía sin precedentes, me impulsó a no esperar a Pruden y adelantarme a saludarla, sigue siendo la misma: limpia, transparente.
¿Qué habrá visto en mi mirada?
Si no me hubiera cegado el miedo, si no me hubiera metido en mi caparazón, hubiera podido interpretar cada gesto, de los que tuvo esta mañana, como un intento de conectar lo que fuimos con lo que somos.
Estoy segura de que no fue casual que eligiera ponerse las Martens con las que la conocí, ni el paseo por el Campo, ni el pañuelo palestino, idéntico al que tengo guardado en la misma caja en la que me lo envió. Como tampoco lo ha sido hacerse la foto con Mafalda, y sonreírle a la cámara, como cuando yo estaba detrás. Aunque el detalle de sacarse la nota del bolsillo trasero del vaquero, me ha dejado fuera de juego. O me ha metido en el partido. Ya no sé qué pensar. Ni qué sentir.
Ahora, después de ese momento, no me queda por más que admitir que el hilo rojo, sobre el que tanto he despotricado, nos ha mantenido unidas a lo largo del tiempo y el espacio; que las casualidades, que no existen, han querido que su regreso a Oviedo coincida con el cúmulo de circunstancias que me han obligado a resucitar los sentimientos que creí muertos y enterrados.
Si no hubiera sido por la idea de Lore, no hubiera conocido a Alba Reche, ni hubiera vuelto vuelto a escuchar Creep, con las implicaciones emocionales con las que lo escuché. Por supuesto, nunca hubiera leído un fic. Pero, parece que la vida nos ha puesto en bandeja este encuentro, a Jimena Ovarioscomopuños Menéndez Navia-Osorio y, por qué no decirlo, a la Ana Ovarioscomobalones (de rugby) Arango Amieva, que se atrevió a emular aquel momento, en el pasillo del instituto, con la esperanza de sorprenderla. De recuperarla.
Si la vida nos ha puesto en esta tesitura, por algo será. ¿El qué? No lo sé. Prefiero no aventurar. Me basta con que no me haya borrado de su vida, con que quiera verme.
Mientras me quito la humedad del pelo, con la toalla, que aún llevo enroscada en la cabeza y me pongo ropa cómoda, mi mente trabaja a velocidades de vértigo, intentando encontrar la manera de responder a su nota.
¿Por qué coño la habré roto?
Ella no lo sabe.
Por supuesto que no lo sabe.
Vuelvo al salón, donde Pruden, tan profesional y responsable, ella, aprovecha el tiempo de espera leyendo uno de los fic que le ha adjudicado Lore y tomando notas.
–¿Ya le has escrito? –me pregunta levantando la mirada de la tableta.
–Aún no.
–¿Y eso?
–Necesito hacer una cosa –le digo, mientras rescato de las profundidades de mi bolso la Mont Blanc, arranco una hoja de la libreta y reproduzco mi nota, palabra por palabra.
Pruden me mira intrigada, hasta que me ve sacarle una foto.
–Lo dicho, estáis hechas un par de pencas de cuidado.
Pero me regala una sonrisa cómplice, y sé que le ha gustado mi idea.
Edito la foto, para recortar los bordes, la adjunto al mensaje de Whatsapp y escribo:
Tus compromisos me han obligado a abortar la misión. No importa, tengo un plan B.
Reservo, para mañana, en el mismo sitio, a la misma hora.
Quiero que sepa que, aunque haya sido media vida después, he tenido el valor suficiente para tirar del hilo que une su nota de aquel entonces, con estas; que, en esta ocasión, estaba dispuesta a ser yo la que diera el primer paso.
Cuando le doy a la tecla de enviar vuelvo a sentirme yo misma.
Milagrosamente, la ida de olla de hace un rato, me ha servido para deshacerme de las tensiones acumuladas estos días, de las dudas, de las inseguridades y del miedo, y devolverme la mejor versión de mí misma.
Entiendo que, al estar comiendo con los miembros de su jurado, tardará en responder, así que, meto el teléfono en el bolsillo del pantalón y me reúno con Pruden.
Nos instalamos en el estudio. Yo, al ordenador, mi amiga, a mi lado, dispuestas a comenzar a escribir el reportaje que ocupará unas cuantas páginas de nuestra revista digital y, acabo de decidirlo, del número especial en papel.
–Deberíamos empezar por una reseña de su trayectoria profesional –me dice Pruden–. Una especie de biodata resumida.
Pruden me dicta. Yo escribo.
Fecha y lugar de nacimiento, estudios, publicaciones, premios, reconocimientos, proyectos humanitarios.
¡Hay tantas cosas que no sé de ella! Pero Pruden sí. Pruden ha compartido con Jimena la parte de su vida en la que yo me negué a estar. Ahora que, por fin, se me ha caído el velo, la envidio.
–Es importante que le dediquemos un apartado a su colaboración en el veinticinco aniversario de la creación de las Brigadas Internacionales de Paz (PBI).
No tengo ni puta idea de lo que son las PBI ni qué relación tiene Jimena con ellas. Se lo confieso a Pruden.
–Pues, ya te estás documentando, antes de que volvamos a quedar con ella –me espeta, como si mi desconocimiento fuera un delito–. Tuvo que abandonar el trabajo de campo, después de lo de Sudán.
Lo de Sudán la tuvo dos meses ingresada en un hospital, prácticamente inmovilizada, más otros dos y medio en casa de sus padres, en San Sebastián, y los que lleva en Madrid, haciendo rehabilitación. Ha debido ser todo un reto, verse obligada a hacer un paréntesis tan largo en su vida de Correcaminos. O no. Si no se hubiera visto obligada a detener su actividad, no hubiera descubierto esas otras cosas que le está prestando hacer, ni hubiera decidido tomarse un año sabático, precisamente aquí, en Oviedo.
Tengo que ponerle coto a mi imaginación para que no me juegue una mala pasada. ¿Tendrá algo que ver conmigo su decisión de volver a Oviedo? Me lo quito de la cabeza como puedo. No me conviene adelantarme a los acontecimientos, aunque, por una vez, desde que volví a sumergirme en mi pasado con Jimena, se aproximen a un anhelo que ni siquiera sabía que tenía hasta que escuché Creep.
Me centro en el trabajo. Sin darnos cuenta, nos han dado las siete de la tarde.
–No te preocupes –me tranquiliza Pruden, cuando le hago notar que es viernes y que nuestro horario laboral ha terminado hace dos horas–, Cova tiene turno de tarde, hoy, no llega hasta las diez y pico.
No solo es por Cova y por ella. Es por mí. Necesito estar sola.
Mientras terminamos de pasar a limpio la conversación de esta mañana, en el Campo, la lista de temas pendientes y decidir la estructura del reportaje, me llega un guas de Jimena.
No necesito abrirlo, la pantalla de inicio me muestra su mensaje, el último entre el montón que he declinado responder: el icono de una sonrisa, seguido de un allí estaré.
No obstante, lo abro, para responderle inmediatamente. Le devuelvo la sonrisa, que no se corresponde, ni en una millonésima parte, con la que ilumina mi corazón, junto al emoji del OK.
Se lo muestro a Pruden, que me revuelve el pelo.
–Para que no tengas envidia –me dice, guiñándome un ojo.
–La voy a tener siempre, que lo sepas.
–Allá tú, con tus tontunas –me responde, sin dejar de sonreír.
Sí, allá yo. Allá yo, y los celos absurdos que me asaltaron cuando Pruden me confesó que no había dejado de ver a Jimena durante todos estos años. ¿Cómo habrá podido guardárselo?
Por no hacerte daño.
–Gracias, amiga mía.
–¿Por?
–Por estar siempre, para ella y para mí.
Sé que es una tontería, lo que le estoy diciendo, pero necesito hacerlo. Es mi forma de volver a disculparme por haber dudado de ella y de Cova, de su lealtad.
En cuanto Pruden se va, me doy cuenta de que estoy agotada por los acontecimientos que he vivido este día extraño, en el que he transitado por todas las emociones posibles, y de que tengo una fame negreira. He tomado un café con Pruden y he comido, por imposición suya, una de sus galletas favoritas, que siempre tengo en casa para ella, para contrarrestar el efecto de la media botella de Martín Códax, que me metí entre pecho y espalda, durante la escenita que le (me) monté cuando llegó. Un par de cafés, una tostada y una galleta ha sido lo único que he ingerido en todo el día.
Mientras me preparo un revuelto de gulas y un par de tomates con queso de cabra, mi mente empieza a trabajar por su cuenta. Otra vez.
Son pequeños e inconexos flashes que, ahora, en el silencio de mi cocina, retumban en mi cabeza como los tam-tam africanos que escuché ayer en La Rodriga.
Porque me conozco, me temo. Temo interpretar erróneamente las señales que he creído ver en la actitud de Jimena, que esa interpretación solo sea una trampa de mi imaginación desbordada.
Tengo su nota, sí. Siendo objetiva, lo único que me dice es que quiere verme. Nada más. Que yo la haya leído en el mismo tono de la carta que me envió desde Madrid, no me garantiza absolutamente nada.
Los tam-tam retumban con más fuerza cuando recuerdo el trayecto que seguimos para llegar al Estanque de los Patos, pasando por delante del arco de la primitiva iglesia de San Isidoro, la foto con Mafalda.
Salimos del Campo por el Paseo de los Álamos, en dirección a Milicias Nacionales, para ver la escultura de Woody Allen y tomar una cerveza en la terraza de La Mallorquina.
Sí en vez de elegir esa salida, hubiéramos continuado hasta Santa Cruz...
No puede ser.
De nuevo, la peregrina idea abriéndose paso entre el ruido.
Estoy perdiendo el norte.
–Y el sur, y el este y el oeste –la voz de Sensa, intentando que ponga los pies en el suelo.
–Déjala, tía –interviene mi yo adolescente–, igual no va tan desencaminada.
–Eso, tú, anímala, y que se pegue una hostia como un piano de cola.
Mala señal, este diálogo. Muy mala.
Puede que se me esté yendo la olla, que esté perdiendo el norte, o que me esté volviendo loca, pero necesito comprobarlo.
Me llevo la bandeja con la cena al salón. Me instalo en la mesa y abro la tableta.

Cantábrico (Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora