Calzadas por el parque

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DE LA TIERRA A PLUTÓN Y VUELTA
Once

Buenos días, amor.

Escuchar, en boca de Natalia, la palabra que, sin saber exactamente porqué, no se ha atrevido a pronunciar, estremece todas las fibras del cuerpo de Alba.
Aumenta la intensidad del abrazo, el rostro escondido en el hueco de su cuello, los brazos aprisionando sus hombros, las piernas, cruzadas, rodeando su cintura.
–Amor... –qué bien le suena– Buenos días.
Siente el aire salir de golpe de los pulmones de Natalia, en un suspiro que le suena a alivio. Han bastado los escasos segundos que ha demorado su respuesta, para provocar, sin pretenderlo, un instante de zozobra, un temblor, apenas perceptible.
¡Ay, Nat!
Se separa lo justo para poder enfocar la mirada en sus ojos somnolientos, que escruta la suya, como si quisiera encontrar la respuesta una pregunta que no ha sido formulada. Enreda sus dedos en la melena alborotada y acaricia su mandíbula con los pulgares. Luego sus mejillas, su cuello, sus hombros, su espalda, hasta llegar al borde de la camiseta e introducir las manos. Desliza las palmas abiertas por sus costados hasta llegar a los omóplatos, primero, hasta su nuca después. La atrae hacia ella y besa despacio, la sonrisa que se ha ido ensanchando hasta iluminar todo su rostro.
Ahora, es Alba la que deja escapar un suspiro.
¿Cómo es posible que sienta tanto por ella? Si apenas nos conocemos...
Es cierto, no saben casi nada, la una, de la vida de la otra, más allá de algunos recuerdos que han compartido, y los que han ido generando desde su encuentro en Madrid, en sus conversaciones telefónicas y durante estas menos de veinticuatro horas que han transcurrido desde la llegada de Alba a Asturias. Y, sin embargo, el sentimiento está ahí, presente en la emoción que traspasa sus cuerpos, directa a sus corazones.
Brotó, el sentimiento, como un tallo minúsculo, que se abre paso en la tierra, desde la semilla que ha germinado en la oscuridad, en pequeños detalles: la mirada, a través de la cristalera del aeropuerto; la comida y el paseo por Cudillero; el primer beso que se dieron en el coche; el retrato de Alba, que conmocionó a Natalia; el brindis con los frixuelos... Creció, desplegó sus primeras hojas, pequeñas, pero brillantes y llenas de energía, durante toda la noche, mientras se hacían el amor, sin prisa, atentas a las reacciones que las caricias provocan en la otra, al trazar delicados senderos en sus pieles, al explorar un territorio que no desean conquistar, sino instalarse en él a disfrutar de la calidez que les caldea el alma, y de la exuberancia que enciende su pasión.
No conocen sus historias personales ni sentimentales, las que las han llevado hasta este abrazo mañanero, que parece haber detenido la rotación de la Tierra, suspendiéndola en el vacío a la espera de que recuperen la conciencia del tiempo y el espacio. Me quedaría en sus brazos para siempre, piensa Natalia.
El pensamiento le explota en el corazón, como la traca final de unos fuegos artificiales. En el silencio que sigue a las últimas detonaciones, reverberan dos palabras:
Para siempre...
Hace unos pocos meses, no entraba en sus planes permanecer junto a alguien, no solo para siempre, sino el tiempo suficiente para generar un vínculo, por pequeño que fuera. Para siempre. Una descarga eléctrica recorre su espina dorsal, a pesar de que se ha sentido segura, a salvo, desde que Alba entró en su vida, sin darle tiempo para levantar sus defensas.
Con ella no las necesito. Acude a su mente la imagen del castillo, al que ha acudido a meditar durante los últimos años, y ve derrumbarse la barbacana, que protege la entrada del puente, la puerta, las murallas, la torre del homenaje... Hasta le parece escuchar el ruido de los sillares, al estrellarse contra el suelo.
No, no es el estruendo de las piedras, lo que oye, es un sonido familiar, unido al tono de alarma en la voz de Alba.
–¡Nat! ¡He dejado la cafetera en el fuego!
Alba se desprende del abrazo, sortea las cajas que se acumulan en salón, como una corredora de eslalon, y de dirige a la cocina. A pesar de haber puesto la vitrocerámica a media potencia, el café ha empezado a hervir.
–¡Jo! –se queja, con un puchero que está a punto de hacer estallar de ternura el corazón de Natalia, mientras se apresura a retirar la cafetera y pulsar el botón de apagado.
–Al menos, no ha explotado –se ríe Natalia, ante la cara de desolación de Alba.
–Tendremos que hacer otro...
–No pasa nada, Albi, nos lo tomamos así. No soy persona, hasta que me tomo un café y lo necesito, ¡ya! Además, estoy muerta de hambre.
El primer café que le prepara, y casi la arma.
Al ver que la preocupación sigue instalada en la expresión de Alba, Natalia la abraza, deposita un beso ligero en su mejilla, le da una palmada en el culo y la apremia:
–¡Venga, espabila, que como no desayune pronto voy a tener que comerte a ti!
Se ríen las dos.
–Pues, no me importaría...
–Cada cosa a su tiempo, ansiosa –dice, añadiendo un gesto de picardía a sus palabras–. Primero el desayuno, luego el postre.
Mientras Alba saca un par de tazas limpias del armario, una, de la Galería Belvedere, con El beso, de Klimt, para Natalia, otra de la exposición del matrimonio Delaunay, en el Thyssen de Madrid, para ella, y se dispone a calentar la leche en el micro, se da cuenta de que no sabe cómo le gusta el primer café de la mañana.
Natalia, que vuelve del salón con la bandeja en la que Alba ha colocado la vajilla de la cena, se la encuentra con la botella de leche en una mano y la taza en la otra, paralizada delante del microondas. No puede evitar sonreír ante la escena.
–Mitad y mitad –le dice, adivinando su duda, mientras introduce los platos, las tazas y los cubiertos sucios en el lavaplatos y los sustituye por otros limpios.
Sentadas, como la noche anterior, una al lado de la otra, dan buena cuenta de los frixuelos que han sobrado y del café hervido, que, después de todo, no está tan malo. O es que, están tan pendientes, la una a la otra, que lo que menos les importa es el sabor del café.
El desayuno termina, como anticipó Natalia, con un postre que se toman, primero en el sofá, despacio, muy despacio, para no empacharse, aún más, con el sabor de la Asturcilla y dulce de manzana, que persiste en sus bocas, luego, en la ducha, con más ímpetu, en el que terminan de desgastar la montaña de calorías que han ingerido.
Sentada sobre la taza del váter, envuelta en su albornoz, con el cepillo eléctrico repasando cada rincón de su boca, Alba, observa a Natalia secarse el pelo.
No puede ser más doméstica, la escena que están protagonizando. Lo curioso es que, ambas, vuelven a sentir que no es la primera vez, que ya han vivido esta situación, en otro tiempo, en otra dimensión. Todo es nuevo, sin embargo, es tal la naturalidad con la que surgen los gestos, la confianza con la que se tratan, la complicidad que encuentran en sus miradas, que les parece que llevan haciéndolo toda la vida.
–Tengo un repuesto sin estrenar –dice Alba, mostrándole envase que contiene un cabezal nuevo.
Natalia le sonríe a través del espejo.
–¿Qué color le has puesto al tuyo?
–Naranja, porque no traen arito rosa –responde Alba, con un mohín de desagrado, que enternece a Natalia.
¡Ay, Alba! Consigues sacar mi lado más cursi, piensa, mientras la mira con una ternura, con la que no recuerda haber mirado a nadie, excepto a su ahijada Elena, la hija de Santi, cuando la baña, o la ve correr hacia ella, con paso, aún vacilante, y los brazos en alto, pidiéndole que la coja en sus brazos. Contiene, a duras penas, el deseo de comérsela a besos, otra vez.
–¡Qué bien! Así puedo utilizar el azul, que es mi favorito.
Azul, como el mar azul, entonan las dos a la vez. No pueden continuar con el resto de la letra porque les entra un ataque de risa, que las hace doblarse por la cintura.
–Como el mar que no sé si vamos a ver hoy, si seguimos con esta marcha –comenta Alba, en cuanto consigue recuperarse.
–Pues lo vemos mañana –responde Natalia, en tono despreocupado–. Tenemos toda la semana para nosotras
–Pero, ¿no querías que fuéramos, hoy, a Xagó? Aún tenemos tiempo, solo son... –consulta la hora en el reloj de pared que Natalia ha colgado sobre la puerta del baño– ¡Las cuatro de la tarde, Nat!
Las cuatro y cuarto, para ser exactas, les recuerdan las campanadas del reloj del edificio de la Caja de Ahorros, que se escucha en ese momento, justo detrás de la primera frase del Santa María, en el cielo hay una estrella que, a los asturianos guía, que introduce las señales horarias. Si no hubiera sido por el ruido del secador, también hubieran oído el himno de Asturias, que sigue a las horas.
–Tengo una idea –dice Natalia, con la toalla de baño aún enroscada a su cuerpo–. ¿Qué te parece si, mientras voy a casa a cambiarme de ropa, empiezas a organizar tus cosas? Solo si te apetece, porque, si quieres, me quedo y te ayudo a desembalar.
–No, Nat, no voy a ponerme a desembalar, hoy, aunque me estaría bien que deshiciera las maletas, por lo menos.
A ninguna le apetece separarse de la otra, pero hay ciertas cosas que conviene hacer, aunque solo sea para que Alba pueda elegir la ropa y el calzado adecuado para un paseo por la playa, al atardecer, en un clima al que no está habituada. El abril de Valencia no tienen nada que ver con el de la primavera caprichosa del Norte. Puede que el día amanezca despejado, incluso templado, te sorprenda con una lluvia torrencial, en cualquier momento, y el frío te congele al anochecer.
Entre las dos, recuperan las prendas de Natalia, que han quedado desperdigadas por el salón. La camisa y el sujetador sobre una silla, el pantalón, las bragas, los calcetines y las botas, en el suelo, al lado del sofá. Una vez vestida, se sienta a calzarse, en el sofá, bajo la mirada atenta de Alba, que espera a que termine de anudarse los cordones, se sienta a horcajadas sobre sus piernas y le pide, antes de fundirse en sus labios:
–No tardes mucho, porfa...
–Si sigues besándome así, no voy a poder irme –le responde Natalia, en un susurro, sin despegarse de su boca.
Respiran, resignadas, al interrumpir el contacto. Lo que ven, en los ojos de la otra, no es solo la pasión, que amenaza con volver a desbordarse, también, el reflejo de un deseo más profundo, menos carnal, que las impulsa a abrazarse, otra vez, y a besarse, de nuevo, anteponiendo la ternura a la pasión.
Por fin, consiguen despegarse. Natalia está a punto de salir, cuando se para, se da la vuelta y exclama:
–¡Coño, Alba, que se me olvidaba mi cuadro!
–¿No prefieres que te ayude a bajarlo luego, cuando vuelvas?
–Voy a contarte un secreto –dice Natalia, añadiendo un tono de misterio a su voz –. Entre tu casa y la mía, hay un cuarto de hora, caminando. No voy a traer el coche. He pensado que, con las horas que son, y el día que hace, no nos merece la pena ir a Xagó. Si estuviera despejado, podríamos ir a ver la puesta de sol, pero, con este día...
Alba no puede evitar calcular cuánto le supondrá a ella recorrer la distancia, al comparar sus pasos con los de las piernas kilométricas de Natalia.
–Oviedo no es como Valencia, Albi –le aclara, al observar la duda que refleja su mirada–. Aquí, todo está a tiro de piedra. ¿Sabes lo que vamos a hacer?
Alba niega con la cabeza.
–De la que voy a casa, paro en el súper, compro unas cosillas para cenar, me cambio, vuelvo a buscarte y damos un paseo por Oviedo –se detiene un instante, asaltada por la duda, ¿estará decidiendo demasiadas cosas por las dos?–. O, ¿prefieres que cenemos fuera? Porque, si quieres, reservo en cualquier sitio. Hay una pizzería, cerca de la catedral, que tiene menú vegetariano. Y uno de mis restaurantes favoritos, también lo tiene. Como tú quieras, a mí no me importa, de verdad.
La sonrisa de Alba se ensancha. Le encantan esos momentos en los que, de repente, parece que la cabeza le haga un clic, se acelera y se le atropellan las palabras. Le coge la cara con las dos manos, la obliga a agacharse y la besa, muerta de risa, para hacerla callar.
–No, Nat, me apetece más cenar tu casa. Tengo muchas ganas de conocerla.
–Y yo, de que la conozcas.
En un acto de valentía suprema, por lo que implica lo que le va a decir, añade:
–No hace falta que cojas el cepillo de dientes –le guiña un ojo–, también tengo un repuesto sin estrenar.
Entre las dos, vuelven a embalar el cuadro. Natalia lo coge entre sus brazos, se mete en el ascensor y le dedica, a Alba, una última mirada.
–¿Crees que tendrás bastante, con un par de horas, para deshacer las maletas?
Alba asiente, le da un beso y la deja ir.
En cuanto cierra la puerta de casa, rescata su móvil, abandonado en el cubo de aluminio que ejerce de mesilla de noche, que ha dejado en silencio y sin vibración, y se enfrenta a las decenas de notificaciones que se agolpan en la pantalla. Además de los de su grupo familiar, al que ya comunicó que había aterrizado en Asturias, sin novedad, de los de sus amigas de toda la vida, uno de su hermana, ¿Cómo te han ido las cosas con tu princesa azul? ¿Le ha gustado el cuadro?, que la hace sonreír, al recordar la escena del baño; varios de María, que la urge para que la llame, en cuanto pueda, y le cuente, con pelos y señales, todo lo que ha pasado, desde su llegada a Oviedo, si ya han follado, si Natalia tiene el cuerpazo que aparenta en las foto, y todo ese largo etcétera de temas, que su amiga trata con una desinhibición rayana con el descaro, que remata, un buen rato después, Espero que no me contestes porque os estáis matando a polvos, bitch; otros dos, más tranquilos y discretos de Sabela: ¿Todo bien?, el primero, y otro, al cabo de una hora, Si no me contestas, es porque estás muy entretenida (guiño). Me alegro mucho por ti, y por ella.
Sonríe ante la avalancha de mensajes que se preocupan, fundamentalmente, por cómo han sido las primeras horas que ha pasado con Natalia.
Mientras responde, uno por uno a todos los mensajes, empieza a deshacer las maletas, a colocar cada cosa en su sitio. Cuelga las prendas de abrigo, las camisas, los pantalones y las faldas, las chaquetas, en el armario.
A sus amigas de toda la vida: Ya os contaré con más calma, en cuanto tenga un ratito. De momento, en dos palabras: mara-villoso.
La ropa interior, los calcetines, los pijamas, las camisetas de dormir, en la cómoda del dormitorio.
A su hermana: Un sueño, Mini, un sueño (varias nubes y un corazón amarillo). El cuadro le ha flipado, acaba de irse a su casa y se lo ha llevado.
Distribuye las camisetas, los jerseys, la ropa de deporte, en las baldas.
A María: Sí, pesada, sí, hemos hecho el amor por toda la casa. Nos falta la cocina, pero no te preocupes, todo llegará (guiño con la lengua fuera, un montón de llamas y un corazón palpitante). También le manda una foto de la cama, que aún no le ha dado tiempo a hacer.
Coloca los zapatos, las deportivas y las botas, en el zapatero, dentro del armario.
A Sabela: ¡Ay, Sab! ¿Pensarías que se me ha ido la olla si te digo que estoy enamorada hasta las trancas? No puedes imaginarte cómo es...
Mientras termina de colocar las cosas en el baño, empieza a recibir una cascada de respuestas. La de María, la hace reír a carcajadas:
¡Ole por ti, Reche! ¡Lo sabía!
¡Qué ganas tengo de conocer en persona a ese bombonazo que tienes por jefa.
Que sepas que el viernes pienso ponerme de birras hasta las cejas, a tu salud, perra. Pagas tú. Ya te paso la cuenta.
Se mete el móvil en el bolsillo del albornoz, para hacer la cama. El sonido característico del WhatsApp se convierte en un concierto monocorde y repetitivo, pero se obliga terminar lo que está haciendo. Deshacer las maletas, al tiempo que escribía, le ha llevado más tiempo del que pensaba y tiene miedo de que Natalia vuelva y la encuentre con la casa manga por hombro. El desayuno sin recoger, las cajas atravesadas en el salón, las maletas, que ha ido cerrando, según las vaciaba, pero que no se ha decidido subir al altillo, por el medio...
Solo cuando ha terminado de ponerlo todo en orden, se ha vestido y el teléfono ha dejado de sonar, se sienta en el sofá y desbloquea el móvil.
En ese mismo momento, salta un nuevo mensaje.
Espero que no te equivoques y que no hayas tirado nuestra vida por la borda, por culpa de esa bollera de mierda y su puta beca.
Puede escuchar el tono de desprecio en sus palabras. ¿Cómo se atreve? ¿Quién es, él, para juzgar a Natalia? ¿Qué sabe de ella, para llamarla bollera de mierda?
Lágrimas de indignación e impotencia caen por sus mejillas. Su mente reproduce, una y otra vez, sus palabras: Bollera de mierda, puta beca. ¿Cómo se puede ser tan despreciable? ¿Tan ruín? ¿Tan mezquino? ¿Tan machista? Tan...
¡Para, Alba, para! ¿Vas a dejar que te joda lo que estás viviendo?
–¡No! –exclama, con rabia, en voz alta– Pero, ¿por qué tiene que ser así?
Olvídate de él. No merece que le dediques ni un momento más, y mucho menos que te disgustes por esta rabieta. Ya no está en tu vida. Ya has elegido.
Sí, por supuesto que he elegido. Me he elegido a mí. Se limpia las lágrimas, y a Nat.
Intenta quitárselo de la cabeza, leyendo las respuestas que le han ido llegado. Pero no puede evitar que las palabras de su ex vuelvan, una y otra vez a su mente. Ni siquiera los mensajes de Natalia, que le pregunta cómo lo lleva y le anuncia que la recogerá a las siete, consiguen que se olvide del veneno que supura el mensaje de Joan.
–Nuestra vida por la borda... –repite en voz alta– ¿Qué vida? ¿Tu vida? ¿La farsa que te montaste, sin contar conmigo? Mentiroso, que eres un puto mentiroso. Fuiste tú el que me obligó a elegir. Y he elegido. Eso es lo que te jode, que me pasara por el coño tu ultimátum. Egoísta de mierda...
Empujada por la ira, con las lágrimas resbalando por sus mejillas, desbloquea el móvil y empieza a escribir:
Con esta puta beca es con la que voy a hacer realidad mis sueños, los que nunca te importaron. Y, ya quisieras, tú, llegarle a los talones a esa bollera de mierda.
Está a punto de enviar el mensaje, cuando se da cuenta de que Joan está en línea.
¿Estás esperando mi respuesta, eh, cabrón? Pues, te jodes, no te voy a dar esa satisfacción.
Borra el mensaje, abre el perfil, baja hasta bloquear contacto, pulsa aceptar, elimina el chat. Sale del WhatsApp, para hacer lo mismo en los contactos del teléfono, lo bloquea y elimina su número.
–Hasta aquí hemos llegado, Joan. ¡Que te den!
Más tranquila, mucho más tranquila, mira la hora, las siete menos cinco. Reza para que Natalia no sea puntual, necesita recomponer un poco su aspecto. Va al baño, se lava la cara, se retoca el recogido que se ha hecho en el pelo, se peina el flequillo, se maquilla con discreción, y vuelve a la habitación a terminar de preparar la mochila.
A las siete en punto, suena el telefonillo.
¡Joder, con la puntualidad!
–Ya estoy aquí. ¿Bajas?
–¿No quieres subir? Necesito cinco minutos.
–No me tientes, Albi, que no salimos de casa.
La expresión que imagina en su rostro, su tono alegre y juguetón, la hacen sonreír.
–Bajo enseguida, doña puntualidades –le responde en el mismo tono.
Termina de meter lo básico en su mochila, añade el cargador, el tabaco y la cartera. Coge el abrigo, un pañuelo y sale de casa. Mientras espera el ascensor, le llega un guas de Sabela:
Para nada. ¿Y ella?
Recurre al audio, no le da tiempo a escribir lo que necesita decirle a su amiga.
Esta mañana me ha saludado con un Buenos días, amor. ¿Te vale?
El emoji de la sonrisa más amplia, es la respuesta le llega, seguida de un:
Me vale, suertuda, acompañado de un guiño.
Estoy en el ascensor, Sab, me está esperando en el portal, hoy dormimos en su casa. En cuanto pueda, hablamos. Un besazo Le manda el audio y se guarda el móvil en el bolsillo del abrigo.
A pesar de la gran sonrisa con la que sale a su encuentro, fruto de la conversación con su amiga y de la ilusión de volver a estar con ella, a Natalia no le pasa desapercibido el enrojecimiento en los ojos de Alba.
–¿Ha pasado algo? –le pregunta con preocupación.
–Nada que merezca la pena comentar –le responde, más seca de lo que hubiera deseado.
–Alba...
–Es que, es una mierda, Nat.
–Si no quieres contármelo no pasa nada. Pero, ¿estás bien?
–No es que no quiera contártelo, es que...
Duda, durante un instante. Por un lado, no desea dedicarle ni un minuto más a Joan; por otro, piensa que es una buena oportunidad para que conozca esa parte de su historia.
–Joan, mi ex, me ha mandado un mensaje muy desagradable. He llorado de rabia, porque ha sido muy cabrón, y eso que nos despedimos de forma bastante civilizada. Pero, ya está, ya no voy a permitirle que vuelva a molestarme, lo he bloqueado y he borrado su número de mi teléfono.
Natalia no puede evitar que acuda a su mente el recuerdo del momento en el que hizo lo mismo con Inés. Ya no le duele. Hace años que ni siquiera se acuerda de ella, pero saber que Alba ha hecho lo mismo con Joan la pone en alerta. Es consciente de que Alba tiene un pasado, como ella, aunque le sorprende la presencia de este ex que, por lo que le cuenta, debe ser bastante reciente, y le duele pensar que su relación haya acabado tan mal, como para que haya decidido borrarlo de su vida.
En algún momento tendrá que hablarle de Inés, explicarle cómo ha sido su vida no sentimental, desde entonces, decirle que no ha vuelto a enamorarse, hasta que ella llegó a su vida.
Porque, eso es lo que les ha contado a sus amigas, que, como a Alba, también le han colapsado su teléfono, interesándose por su encuentro con la artista, que se ha enamorado, que, desde que la recogió en el aeropuerto, lleva viviendo en una nube. ¿Es posible sentir algo tan intenso, en tan poco tiempo? Lo es. Está segura. Hace mucho que no está tan segura de algo.
–Mira, Albi–le dice, aprovechando una pausa en el relato de Alba–, si seguimos esta calle, a la derecha, y bajamos, llegamos a mi casa, pero vamos a tirar hacia la izquierda. Quiero enseñarte el Campo San Francisco. Es uno de mis lugares favoritos de Oviedo, cuando necesito un poco de calma. ¿Te apetece?
Alba asiente, entrelaza sus dedos con los de Natalia y empiezan el paseo. Alba contándole su relación con Joan, Natalia, escuchando atenta, mostrándole su apoyo con ligeros apretones en sus dedos.
–Ya se acabó, Nat –concluye, decidida–. Se acabó cuando me hizo elegir entre él y mis sueños. Lo quería –se para, mira a Natalia a los ojos, buscando su reacción–, pero no estaba enamorada de él, nunca lo estuve. Mi error fue no cortar en aquel mismo momento, o cuando se negó a acompañarme a Asturias, la semana que estuve aquí, investigando la historia de tu familia. Estaba tan ilusionada, tenía tanto trabajo, entre la Universidad y el proyecto para la beca, que me centré en mis cosas y lo dejé pasar. Si apenas nos veíamos...
La ternura, el amor, que encuentra en su mirada terminan por tranquilizarla
–Pero no se acabó para él...
Alba esboza una sonrisa irónica, al tiempo que niega con la cabeza.
–Se acabó antes que para mí, pero como fui yo la que dio el paso, su orgullo ha podido más que él.
–¿Por eso te mandó el mensaje?
–No sé porqué me escribió, precisamente hoy. Cuando nos despedimos, el día que nos vimos para devolverle las cosas que tenía en mi casa, me dijo que si esto era lo que yo quería, que lo aceptaba, pero me olvidara de él. Y hoy, me espeta que espera que no haya tirado por la borda nuestra vida juntos, por culpa de esta beca.
Sin darse cuenta, enfrascadas, como van, en la conversación, han llegado a la estatua de San Francisco, situada ante el arco románico de la antigua iglesia de San Isidoro, muy cerca del estanque de los patos, al que Natalia acudía de pequeña, para echarles migas de pan.
–No quiero hablar más de él, Nat.
Natalia suelta su mano de la de Alba, la abraza con fuerza y le susurra al oído:
–Bienvenida a tu nueva vida, Albi.
Deshace el abrazo, vuelve a coger su mano y tira de ella.
–Vamos –le pide, exhibiendo una sonrisa de oreja a oreja que consigue disipar del todo la desazón de Alba–, quiero hacerte una foto con una amiga mía.
Bordean el estanque hasta llegar a la pequeña estatua de Mafalda, que sonríe despreocupada, con las manos sobre las rodillas y sus piernas colgando del banco en el que la han sentado.
–Siéntate con ella, porfa.
Alba se coloca, junto al personaje de Quino. Primero, imita su postura, sentándose lo más lejos que puede del borde, para que sus piernas no lleguen al suelo; luego, la coge por los hombros y sonríe a la cámara del móvil, con una de esas sonrisas suyas capaces de iluminar la noche más oscura, y el alma de Natalia; por último, se sitúa detrás, se agacha un poco y la abraza por la espalda, apoyando su barbilla en la cabeza de la estatua.
Revisan, juntas, las fotos. Natalia no se sorprende de que Alba sea tan fotogénica, ya ha visto muchas fotografías suyas en sus redes. Alba sonríe, satisfecha. Ya tiene un buen montón de instantáneas para enviar a su familia y a sus amistades.
–Luego te las paso.
–Sí, porfa, voy a poner una en el perfil del Whatsapp –afirma Alba–, como símbolo de mi nueva vida.
–Y, ahora, vámonos a casa, Albi, que te me vas a congelar.

Cantábrico (Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora