Miro hacia atrás y busco entre mis recuerdos

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Jimena ocupa su asiento, junto a la ventanilla del avión con el pensamiento perdido en los acontecimientos de las últimas horas. Deja vagar la mirada sobre el fragmento de terminal que tiene a su izquierda, por la pista, rodeada de prados, por los bosques de eucaliptos que la bordean, intentando no dejarse atrapar por la nostalgia que se le ha hecho nudo en la garganta.
Responde al saludo del muchacho que se ha sentado a su lado, en la primera fila. Ella necesita el espacio para su pierna, pero ¿él? No tendrá ni veinte años. Lleva un iPhone, última generación, en la mano, que no ha soltado ni para abrocharse el cinturón de seguridad, los AirPods colgando de los oídos, la sonrisa suficiente de quien va por la vida con la seguridad de tenerla resuelta. Y a mí, ¿qué te importa?, se recrimina. Mejor fantasear sobre él que pensar en lo que ha dejado atrás. Seguro que vuelve a Madrid, a continuar el curso, después de un fin de semana en casa de mamá y papá, cogiendo fuerzas para el sprint final. Lo que a ella, a su edad, le suponía seis horas de autobús, más otra media de metro, él lo resolverá en la mitad del tiempo, porque está segura de que se lo encontrará en la cola de los taxis. ¡Qué suerte! Lo ve teclear a velocidades de vértigo con los dos pulgares. Seguro que estará chateando con su novia, o su novio, ¿Por qué no?, para decirle que ya van a despegar, que se verán en un par de horas. O despidiéndose de ella. Es ella, fijo, decide al comprobar que, como buen machito hetero, se ha despatarrado sin la menor consideración Como si no le cupieran los huevos entre las piernas, asegurándole que ya la está echando de menos, que la llamará nada más aterrizar, que volverá en cuanto pueda. Le da un toque en la pierna, le señala la invisible línea divisoria que marca el reposabrazos y acompaña su gesto con un silencioso, por favor, para indicarle que está invadiendo su escaso espacio personal. El muchacho se disculpa, junta las piernas y vuelve a lo suyo, haciendo caso omiso de las recomendaciones de la sobrecargo sobre el uso de dispositivos. Podría escribirle una Biografía delirante, a él y a su teléfono.
Se le escapa un pequeño suspiro. Ellas tenían que conformarse con unas pocas llamadas a la semana, con las cartas kilométricas que se escribían, entre sus encuentros, contados con los dedos de la mano. Ahora, no. Ahora pueden llamarse cuando quieran, hacer vídeo llamadas, mandarse decenas de WhatsApp al día... Nosotras también. Ha dudado si mandarle uno. Mejor no. No hace ni una hora que se ha despedido, de ella y de sus amigas, frente a la puerta de Salidas, del aeropuerto. Mejor cuando aterrice.
Cierra los ojos para disfrutar de la sensación de vértigo que le produce el despegue. Ni siquiera los abre para echar un último vistazo a la costa, cuando el avión gira para tomar la ruta que la devuelve a casa. ¿A casa? No, ha dejado lo que ya siente como su hogar este mediodía, poco antes de la una, preparado para volver lo antes posible. La cama con sábanas limpias, las persianas abiertas, los estores bajados, la nevera con los mínimos para improvisar una cena, un desayuno...
Si todo va bien, quizás pueda regresar dentro de diez días, que se le van a hacer eternos. Ya se le están haciendo.
Hubiera deseado poder quedarse ya, pero la vida, bien lo sabe, impone sus tiempos, sobre todo, cuando te la has pasado corriendo a velocidad de crucero, en una permanente huida hacia adelante, convencida de que estás persiguiendo un sueño.
Acaricia el puño del bastón, que ha colocado a su izquierda, entre el asiento y  el fuselaje. No permitió a la auxiliar de vuelo que se lo guardara en el departamento del equipaje. Necesita tenerlo cerca, Por si tengo que levantarme al baño, le ha dicho. Podría prescindir de él, su fisio le ha insistido en que debe acostumbrarse a dejar de utilizarlo en la calle, de la misma forma que ya no lo usa en casa. Se resiste a abandonarlo. Es su recordatorio permanente del frenazo, en seco, que le ha obligado a dar la vida. ¿En seco?, se pregunta, esbozando una sonrisa. Pero si dejaste la huella completa de tu cuerpo en el lodo, fata. Sonríe. Fata, le basta pisar suelo asturiano para que el vocabulario y las expresiones, tan arraigadas en su familia, le salgan del alma. Hace algún tiempo que puede permitirse frivolizar sobre su accidente. Desde que aceptó que nada pasa por casualidad, que todo tiene una razón. La vida la ha obligado a parar. Para que eche el ancla en aguas tranquilas y se deje mecer por las olas, en vez de seguir persiguiendo, sin descanso, a su Moby Dick particular.
Ya se ha perdonado por la soberbia que la impulsó, lo mismo que al capitán Acab, personaje que siempre ha detestado, a dedicar tantos años de su vida a perseguir, inconscientemente, al monstruo. Lo único que la diferencia del ballenero es que ella no buscaba vengarse de nada ni de nadie. Solo encontrarse su propio Leviatán. Ni siquiera para acabar con él. Para mirarlo de frente y decirle que ya no lo necesita.
La voz del comandante, informando sobre el tiempo estimado de llegada, las condiciones meteorológicas de la capital, y toda esa retahíla que acostumbran a soltar a mitad de trayecto, la saca, abruptamente, de sus ensoñaciones.
Se ha quedado traspuesta, con la imagen del rostro colérico de Gregory Peck en el cartel de la película de 1956, dirigida por John Houston, que vio con Fruela, a los catorce, después de leer el libro, también por recomendación de su hermano. No había podido negarse. Desde que Javier no estaba en casa, su hermano mediano se había arrogado la responsabilidad de su educación artística. El recuerdo la hace sonreír con ternura. Sin pretenderlo, Javier y ella lo habían dejado aparte. Fruela, que era la bondad personificada, nunca se lo había tenido en cuenta, aunque, en cuanto tuvo la ocasión, cogió, con orgullo y dedicación el testigo que le había dejado su hermano mayor. No le había gustado el libro ni, mucho menos la película y, sin embargo, el odioso personaje la había acompañado durante una buena parte de su vida, sin que supiera, muy bien, el porqué. Ahora lo sabe. Lo descubrió aquel bendito día de agosto, en el corazón de África. Abre los ojos, durante un instante, deja que se pierdan en el azul brillante del cielo y los vuelve a cerrar.
El mismo azul que contempló ayer, al levantar la persiana de su habitación. El mismo bajo el que caminó para encontrarse con Ana.
Ana...

Cantábrico (Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora