Descalzas por la playa

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Entre los golpes desacompasados y atronadores que resuenan en mi cabeza, al ritmo del latido de mi corazón, empiezo a diferenciar una secuencia que se repite, machacona e insistentemente. Como si se tratara de un código que, de repente, soy capaz de interpretar, el ruido se transforma en lenguaje.
Mi primera reacción es negarme a mí misma. No puede ser.
Me quedo plantada, mirando hacia aquellas tres ventanas, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, la vista enfocada en el ventanal de la derecha, esperando a que algo desmienta, o confirme, la idea, la descabellada idea, que va tomando forma en mi pensamiento.
No puede ser y, además, es un puto disparate, ¡joder! Se me ha ido la olla. Llevo cuatro días subida en una montaña rusa, casi sin dormir, y el agotamiento me está me está pasando factura. ¡Venga, pa casa, se acabó la tontería!
Vuelvo sobre mis pasos, por el Paseo de los Tilos. Lejos de desaparecer, la palabra que he empezado a diferenciar entre el ruido, se convierte en un neón gigantesco, que empequeñece los carteles publicitarios de Times Square.
Que no, ¡coño!, que no. Es imposible y, además, es una gilipollez. Lo último que me faltaba, en este momento, es dejarme comer el tarro por un fic, como si tuviera trece años.
Salgo del parque, después de haberme negado a mí misma, tres veces, como Pedro negó a Jesús, cantando, por lo bajini, Siempre los cariñitos me han parecido una gilipollez, que se me ha venido a la cabeza, con la imagen de María y Miki (qué mal me cae ese tío) interpretando la canción de Mecano en la gala cuatro, convencida de que mi imaginación me está jugando una mala pasada.
Sin embargo, mientras bajo por Campomanes y me acerco a la fachada del edificio en cuestión, la tentación de pulsar el timbre del sexto B, cobra tanta fuerza que siento una corriente eléctrica, que parte del índice de mi mano derecha y me conecta con el botón del interfono.
Y, ahí, ya, no me queda más remedio que reírme a carcajadas, literal, de mí misma. Me veo convertida en un dibujo animado, de cuyo dedo sale la mítica representación de un rayo. Rojo.
¡Como el puto hilo!, pienso entre carcajadas mentales, y alguna que se me escapa al exterior, porque un hombre, con el que me cruzo, se me queda mirando, con un gesto que pasa de la incredulidad a la conmiseración en cero coma. Igual ha pensado que voy colocada, o que estoy loca o ¡yo qué sé! Me trae al pairo. Lo importante, lo verdaderamente importante, es que, entre tanto desparrame mental y tanta historia, me doy cuenta de que la voz que llevo escuchando en mi cabeza, desde que entre en los Jardines de la Rodriga, es la voz de mi yo adulto, mi propia voz. Ni rastro del coro que ha acompañado mis reflexiones estos últimos días. Esto sí que es un logro.
Sin abandonar la sonrisa que se ha instalado en mi cara, paso delante del portal, la espalda recta, los hombros cuadrados, la barbilla alta. La viva imagen de la seguridad en mí misma, que acabo de recuperar.
En casa me espera la lectura reposada de la entrevista y, por supuesto, el capítulo del viaje a Plutón que he dejado a medias.
Como lo primero es lo primero, en cuanto llego, me pongo ropa cómoda, lleno un vaso de sidra con gaseosa, le pongo una rodaja y un chorrito de limón y abro una lata de aceitunas rellenas. Que no me falte de nada. Me instalo, cómodamente, en el sofá, con el agua, el tabaco, el cenicero y el teléfono a mano, y abro la tableta, en el mismo punto en el que dejé el capítulo esta misma madrugada.

DE LA TIERRA A PLUTÓN, Y VUELTA

Doce (continuación)

Sin decidirse, aún, a abrir los ojos, Alba extiende el brazo buscando el cuerpo de Natalia, que ha echado de menos, pegado a su espalda, al despertarse.
Por las rendijas de la persiana se cuela la claridad del día, que ha comenzado mientras dormía. No sabe ni la hora que es ni lo que ha dormido, pero se siente descansada y feliz. De la cocina le llega el olor a café recién hecho, a pan tostado.
Se da la vuelta, hasta ocupar la parte vacía de la cama. Se abraza al almohadón y aspira el aroma que ha dejado en él la cabeza de Natalia. Ese olor que podría reconocer entre mil, a fresco, a cítricos, a verbena...

Cantábrico (Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora