Lascia la spina, cogli la rosa

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Amén. Así sea, Jimena. Así sea.

Recito, esas seis palabras como un mantra, con los ojos cerrados y toda mi atención puesta en los últimos acordes del Amén.
Durante unas décimas de segundo, contengo la respiración y me concentro en el vacío acústico que media entre el momento en el que se apaga el eco de las voces y la orquesta y comienzan los aplausos. Un instante de silencio, entre el ruido atronador de los recuerdos y las emociones que me vapulean sin tregua.
Amén. Pero, ¿qué coño? Amén, ¿a qué?
A mi mente acude la imagen de Natalia, en el baño del restaurante, impotente ante la cerrazón de Alba. Pero no es ella. La mirada que impacta contra la mía, espectadora obligada de una escena que no llegó a producirse entre nosotras, es la de Jimena, el día que, Javier y ella, me dejaron en la puerta de mi casa de Oviedo, porque no tuve valor para volver a Poo y enfrentarme al escrutinio familiar. La tengo grabada en mi memoria junto a su sonrisa, apenas esbozada, antes de besarme y susurrar un te quiero al que no fui capaz de responder. Como la Alba del fic, entré en el portal sin volver la vista atrás, demasiado frustrada como para tener en cuenta sus sentimientos. Ella se iba a cumplir su sueño, yo me quedaba con el mío, mi maravilloso viaje a París, planeado durante meses, guardado, para siempre, en el fondo de mi mochila. Ni siquiera me preguntó por su regalo, antes de despedirnos.
Tardé semanas en darme cuenta de ese detalle, bastante tenía con lo que tenía. Tampoco me permití pensar en ella. No podía. No quería. La imaginaba feliz, con Javier y su novio, jugando a ser corresponsal de guerra, mientras yo me quedaba sola y hundida. Hoy, no me ha quedado más remedio que darme por enterada de que también pasó lo suyo. Para que no siga creyendo que fui yo la única que sufrió.
Empiezo a atar cabos. Todos los cabos que dejé sueltos hace media vida.
De acuerdo. Comprendo que le doliera mi actitud. ¿Cómo no? Lo que sigo sin entender es por qué aceptó mi decisión sin pelear. ¡Me lo debía, hostias, me lo debía! No, no me valían sus llamadas telefónicas, ni me sirvió su carta, ni el puto pañuelo palestino, que solo consiguió recordarme, un mes después de su llegada de Gaza, que había preferido quedarse en Madrid, antes de venir a verme. Eso era lo que lo quería, que viniera, para poder decirle, a la cara, lo que había supuesto para mí que aceptara el regalo de Javier sin decirme nada. Y que me pidiera perdón, por no haber contado conmigo.
Pero no vino. Se quedó, tan ricamente, en Madrid, esperando. Si ya me sentía como una mierda, que no se tomara la molestia de venir a verme, terminó de rematarme.
Vale, sí, cada una tuvimos nuestra parte de responsabilidad, pero yo fui la más perjudicada.
–¿Seguro?
No, Sensa de los cojones, no. Seguro, no. También ella lo pasó de puta pena, ya se ha encargado de que lo sepa, con el jodido viaje a Plutón, pero llevo demasiado tiempo pensando lo mismo, para aceptar, de buenas a primeras, que ella pagó el mismo, o parecido, precio que yo. El mismo, puede ser, más, no. Por eso me ha tocado la moral que ponga, en boca de Natalia, lo que no se atrevió a decirme. ¿Qué quieres que haga, si no me dejas ni acercarme a ti? Pobrecita, Natalia. Qué cruel, Alba, levantando, entre ellas, una valla que ni la de Melilla. Pobrecita, Jimena, sufriendo en la distancia. Mucho sufrimiento y mucha hostia, pero desapareció del mapa para no tener que enfrentarse a su parte de la historia. ¡Genial! Y yo, convencida de que era la única cobarde de la historia... Cuanto más lo pienso, más me encabrono.
¿Cómo supo, que no la dejaba acercarse a mí, si ni siquiera lo intentó? ¡Joder! Si tanto me quería, si no podía imaginar la vida sin mí, ¿por qué no vino a buscarme? Me dejaste muy claro que no querías volver a saber nada de mí. Pues eso es lo que he hecho, quitarme de en medio. ¡Qué fácil, quitarse de en medio! ¡Qué cómodo!
El mismo escalofrío que recorre la espalda de Alba en el fic, recorre la mía, por motivos muy diferentes. ¿Cómo iba imaginar que ella también tuvo miedo? Ella, la que lo tenía todo tan claro; ella, a la que no se le ponía nada por delante, también tuvo miedo. ¿De qué?
Lo tuvo aquella noche, mientras subíamos al Parador de Hondarribia. Lo tuvo cuando me llamó desde el aeropuerto –por favor, no se te olvide que te quiero–, cuando no se atrevió a venir a Oviedo, cuando me escribió aquella puta carta, suplicándome que hablara con ella. Lo tuvo ayer, cuando puso la nota en mi mano. ¿Y a mí, qué?
Siento que me va a estallar la cabeza, de tanto viajar del presente al pasado, y vuelta.
Tengo la espalda como una tabla de planchar. Me duele todo el cuerpo, de estar sentada en esta silla, en la misma postura, desde que me levanté. Se me nubla la vista, de mantener la mirada fija en la pantalla, que no sé ni el tiempo que hace que se ha vuelto negra.
Necesito una ducha que relaje mi musculatura, que me ayude a templar el ánimo.
Me abandono al placer del agua caliente deslizándose por mi cuerpo. Apoyo la frente en la pared, para dejar que el chorro caiga, directamente, sobre mi nuca, sobre mis maltrechos trapecios. Casi he logrado el ansiado respiro, cuando me sorprendo cantando, en silencio, Lascia la spina. La voz y la imagen de Cecilia Bartoli, en el concierto que dio en el Teatro Olímpico de Vicenza, en mil novecientos noventa y ocho, han irrumpido en mi pensamiento. He visto esa interpretación decenas de veces en YouTube. Me la sé de memoria. Soy capaz de reproducir cada inflexión de su voz, cada floritura, cada vibrato. Lascia la spina, cogli la rosa; tu vai cercando il tuo dolor. Canuta brina, per mano ascosa, giungerà quando no crede il cuor.
Deja la espina, coge la rosa.
Como si fuera tan fácil. Llevo tanto tiempo aferrada a esas espinas que no sé si seré capaz de soltarlas sin arrancarme la piel a tiras.
Estás buscando tu dolor.
No he tenido que buscarlo. Sabía, perfectamente dónde lo había guardado. Me ha bastado escuchar el Creep de Alba Reche para que la baliza de localización haya disparado toda su panoplia de fuegos artificiales. Y no, no me consuela saber que Jimena también lo ha buscado, lo ha encontrado y lo ha plasmado en un fic. Para qué, ¿para justificarse? Ni siquiera me alivia ser consciente de que también tuvo miedo y sufrió por nuestra separación. En su mano estaba haberla evitado. Le bastaba con haber dado la cara.
–¿Estás segura?
¡Joder con Sensa! No, no estoy segura de nada. No sé cómo voy a reaccionar ahora, cuando la tenga delante, como para aventurar lo que podría haber pasado hace tantísimo tiempo.
Amarga mano, oculta bajo la escarcha, llegará cuando el corazón menos lo espere. Pues, no, la verdad, jamás hubiera pensado que Jimena lo hubiera pasado tan mal como me está haciendo entender a través de la Natalia de ficción. Es lo que tengo, cuando transito por el modo víctima, que me convenzo de que el monopolio del dolor es mío, y solo mío.
Mi cerebro está a punto de cortocircuitar. Preguntas y más preguntas. Respuestas, cero. Conjeturas y más conjeturas. Certezas, cero. ¡Qué hartazgo!
Salgo de la ducha como una uva pasa, me envuelvo en el albornoz, me enrosco la toalla en la cabeza, en un gesto que ya se ha convertido en el día de la marmota.
Recupero el móvil, que he abandonado en el dormitorio. Vuelvo con él a la cocina, a sentarme en la silla, aún a costa de dejar una huella indeleble en ella. Tengo varias llamadas perdidas de Pruden, y un montón de mensajes de WhatsApp, de mi madre, de mi hermana, de Lucía, de Lore y hasta de mi masajista. ¡Mierda, se me olvidó cancelar la sesión de esta semana!
Solo me interesa el de Pruden, porfa, llámame en cuanto amanezcas. Del resto, paso. Ya los contestaré después.
Abro Spotify. Busco Lascia la spina. Conectó el altavoz al móvil. La voz de Cecilia Bartoli resuena entre las paredes de la cocina.
¿Por qué se me ha venido a la cabeza, precisamente, esta versión, y no la de Lascia ch'io pianga, que es la que emociona a Alba y la hace perder la apuesta con Natalia.
¿Por qué ha decidido, Jimena, llevar a Natalia y a Alba a la ópera? Fue algo que nunca hicimos juntas. No he escuchado Rinaldo con ella ni, mucho menos, Il trionfo del Tempo e il Disinganno. Mi amor por Händel y la música barroca, se lo debo a Cris. Mientras estuve con Jimena, escuchábamos música del Romanticismo, incluso del Clasicismo. Vivaldi, Bach, Mozart, Tchaikovsky, Rachmaninov... Händel, no.
Así funciona mi mente, a su puta bola. Le viene mejor, para lo suyo, el fragmento de Il Trionfo del Tempo e il Disinganno, que el lamento de Almirena en Rinaldo.
Me estoy volviendo loca, de tanto darle vueltas, y más vueltas, a los presuntos mensajes del puto fic. ¿Dónde ha querido llevarme, Jimena, con la escena de la ópera? ¿Por qué he tenido que recordar el aria del oratorio?
–Para que sueltes puta espina de una puta vez.
–Y coja la rosa, ¿eh?, so lista.
–Tú verás.
Yo, ya no veo nada. Ya no sé nada. Cuando creo que me he rendido ante las evidencias, me surge una nueva duda.
Miro el reloj. Como me descuide, no termino de leer el capítulo.
Me seco el pelo, me pongo ropa cómoda y traslado el cuartel general al salón. Busco en Youtube la versión que dirigió Emmanuelle Haïm en el festival de Aix-en-Provence del oratorio de Händel, para que me acompañe mientras leo el resto del capítulo. Fue el último viaje que hicimos juntas, Cris y yo. Al volver de aquel festival me confesó que, poco después de comprar las entradas, había conocido a Mati, una veinteañera, como ella, que también deseaba formar una familia. Lo que siempre había querido y yo no estaba dispuesta a darle. Me alegré por ella.
El recuerdo de los años que pasé con Cris tiene un poder balsámico, para mí. Gracias a ella, pude comprobar que las relaciones me resultan menos complicadas si no me enamoro hasta las trancas, como me enamoré de Jimena; si no me encoño como una adolescente hormonada, como me pasó con Clara.
Mientras me preparo una menta-poleo, llamo a Pruden.
–¿Ya has reservado en Casa Maravillas –le digo a modo de saludo.
–Por supuesto, ¿con quién te crees que te has jugado los cuartos? –me responde con fingida indignación– Por cierto, buenos días.
–¡Ay, perdona, Pru! Buenos días.
–Así me gusta, que no perdamos las formas –detecto una sutil ironía en su tono de voz–. Y, bien, ¿cómo se encuentra, la señora, esta mañana? ¿Preparada para el acontecimiento del siglo?
Puedo ver su gesto, al otro lado de la línea, la sonrisa burlona, la mirada risueña.
En algún momento, más pronto que tarde, voy a someterla a un tercer grado y va a tener que cantar hasta La Traviata. A capela.
–Estoy en ello –le confieso. A Pru no puedo engañarla ni en una conversación de WhatsApp–, pero no me está ayudando nada la lectura del último capítulo de su fic –recalco el posesivo.
Se hace el silencio. A lo mejor, Jimena no es tan, tan, cómplice de Pruden como he pensado.
–Me lo ha confirmado ella, Pru, no fibriles –le digo.
–Te lo ha confirmado ella...
Ya estamos con la puta escucha activa. Empiezo a sospechar que recurre a esta táctica cuando no sabe qué decir.
–Sí, Pru, sí. Ayer, mientras cenaba con vosotras, me puso un guas. ¿No me digas que no te enteraste? –le pregunto con retintín, mucho retintín– Porque, si no te enteraste, ¿me explicas de dónde salió la peregrina idea de que estaba conmigo?
Nuevo silencio. Jodida Pruden, jodida Cova. Así que, la apuesta solo era un globo sonda...
–Me extrañó que se fuera tan rápido, después de cenar, y le escribí contándole lo de la apuesta, para tirarle de la lengua –me confiesa, ya, sin pudor.
Y luego, la adolescente trasnochada soy yo. ¡Hay que joderse! Estoy a punto de preguntarle desde cuando sabe que Jimena es la autora del viaje a Plutón, pero me callo. Ya tendré ocasión de freírlas a preguntas, en cuanto tenga delante a este par de conspiradoras metidas a celestinas.
–Tengo que dejarte, Pru. Solo tengo tres horas para leer lo que me queda de capítulo, procesar los mensajes que me mande a través de Natalia y Alba, decidir el outfit y estar, a las tres menos diez, en La mar de Rico.
–Qué la Fuerza te acompañe, pequeña Padawan –si la tuviera delante, me hubiera guiñado un ojo, estoy segura–. ¡Ah! Mañana tenemos mesa a las dos y media, así que saldremos de Oviedo hacia la una, para tomar el aperitivo en la terraza, que dan buen tiempo. No os despistéis.
No os despistéis, dice, la tía. Estoy a punto de preguntarle qué insinúa, pero no me da tiempo. Se despide de mí con un ci vediamo domani, cara, que rezuma ironía, y me cuelga. Se lo está pasando de puta madre, a mi costa. A nuestra costa.
Clic.
Espera un poco. Pruden se lo está pasando de puta madre, a mi costa, a nuestra costa. Jimena, después del momento pánico al darme la nota, ha vuelto a ser la que conocí: desinhibida, relajada, segura de sí misma...
Y mientras, yo, sigo aquí, del drama al cabreo y vuelta, haciéndome fosfatina el cerebro con preguntas que solo me podrá responder Jimena, cuando se las haga cara a cara, derrochando neuronas como borra, a base de especular con los presuntos mensajes me manda a través de su fic, con los nervios a punto de rotura irreparable, exhausta, de viajar de la Tierra a Plutón, y vuelta. ¡Joder, ya me vale!
Clic.
A mayores, que diría Cova, el nivel de complicidad que tuvimos en la última conversación de ayer no fue normal. Lo hubiera sido hace veintitres años. Ahora no. Sabes de sobra por qué no he ido. ¿Lo sé?
Pues, ahora que lo pienso, igual es eso lo que me rechina. Igual me jode que, mientras yo llevo una semana atrapada en la montaña rusa más grande del mundo, ella esté tan segura de sí misma, como para permitirse actuar conmigo como si no hubiera pasado nada.
¿Añado rencorosa a la lista de lindezas que me dedicó, a través de Alba, en la escenita del baño? Mezquina, cruel, egoísta. Y rencorosa.
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No puedo seguir así. No puedo. Me faltan menos de tres horas para encontrarme con ella y aún no he conseguido manejar mis emociones.
Reiniciar el sistema.
A la mierda, Il trionfo del Tempo e il Disinganno y la puta espina de la jodida rosa de los cojones.
Sustituyó a Händel por las Mamarrachas. Este amor, no se toca... Continúo con Seven nation army y termino con Don't stop me now, que bailo por el salón como si me hubiera vuelto tarumba. Igual un poco, sí que me he vuelto...
Adoro a Pruden. La adoro. Me han bastado cinco minutos de conversación con ella para que mi estado de ánimo abandone el bucle drama-cabreo-drama, del que estoy hasta las mismísimas cejas. ¡Por las diosas! ¿Cómo puedo ser tan intensa? A los diecinueve, vale. A los cuarenta y tres, es un puto disparate.
Mucho más tranquila, con la sensación de que, esta vez sí, he conseguido sujetar las riendas con la fuerza suficiente para que no se me desboquen los caballos de mis emociones, abro la tableta y retomo la lectura del viaje a Plutón donde la dejé.

Cantábrico (Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora