One better day

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Me queda una hora para encontrarme con ella. Con la Jimena que fue y con la que es.
Una hora. El tiempo justo para vestirme y llegar a La mar de Rico, dando el paseo inverso al camino que recorrí, ayer, con su nota en la mano.
Una hora.

Una hora para reencontrarme con la Ana que fui con ella, con la que soy, esta mañana radiante de abril, después de transitar, durante cinco días, con sus respectivas noches, por todos los estados del clima cambiante de mi tierra. Por los amaneceres soleados que desaparecen, al poco, tras las nubes que vienen de Galicia, los mediodías lluviosos, las tardes de tormenta, el orbayu pertinaz, la humedad que se te mete en los huesos, el sol del atardecer, regalo de ese nordeste capaz de llevarse cualquier nubarrón, por oscuro y denso que sea.
De repente, esa hora se me antoja una eternidad.
He pasado la semana deambulando por una de esas escaleras imposibles de Escher, que tanto me han inquietado siempre, buscando una salida, vislumbrando un atisbo de claridad, asomándome a balcones que dan a un muro. El muro de mi incapacidad para manejar las emociones que me ha provocado sumergirme, sin escafandra, en una época de mi vida que creía tener a buen recaudo. Hasta que, por obra y gracia de unos cuantos mensajes de WhatsApp y, tengo que reconocérmelo, la caña que me he metido a mí misma, combinada con algún que otro momento de cuidados intensivos, he recuperado esa parte de mí que he ido forjando, pieza a pieza, desde septiembre de mil novecientos noventa y cinco, sobre los cimientos que construí, antes de que Jimena formara parte de mi vida.
De repente, cada uno de los sesenta minutos que me separan de las tres de la tarde, son sesenta minutos enteros, con sus tres mil seiscientos segundos, que han de transcurrir, uno detrás de otro.
La que soy, me dice que no quiero esperar. La que he sido, los últimos cinco días, la protagonista de un bollodrama tan épico como gratuito, ha hecho un digno mutis por el foro. Como diría Jorge, uno de mis más antiguos y queridos amigos, obligada se vea, aunque, a decir verdad, he de agradecérselo todo. Los subidones, los bajones, las lágrimas, los ataques de risa nerviosa, los de ira, las idas de olla y las incoherencias. Sobre todo, las incoherencias. Cómo he sido capaz de llegar a una reunión, protestando por los bollodramas que escriben otras, y, a la primera de cambio, sumergirme en el propio, teniendo en cuenta que ha ocurrido hace más de veinte años. A eso lo llamo, yo, incoherencia pura y dura. Que también me ha servido para saber dónde estoy, lo que quiero y lo que no quiero.
La que he vuelto a ser, la que ha sobrevivido a una semana entre escaleras de Escher y montañas rusas emocionales, no está dispuesta a dejarse arrastrar por corrientes subterráneas que no llevan a ninguna parte. A la que acogió las fantasías de su adolescente, como una parte más de sí misma, a esa, le urge volver a perderse en la mirada transparente, en la sonrisa cómplice, que fue capaz de imaginar ayer mismo, mientras chateaba a través de una pantalla.
Si hubiera estado en mis cabales, las pistas que Jimena me ha dado, a través de su fic, y ayer mismo, con las señales que me envió desde que nos vimos en el Reconquista, incluida la nota que puso en mi mano, hubieran sido suficientes para disipar cualquiera de las dudas absurdas a las que me aferré para seguir nadando en mi propia mierda. No estuve en mis cabales ni ayer, ni durante toda la semana. Hoy, sí. Hoy estoy preparada para iniciar mi propio viaje. Ojalá Jimena quiera acompañarme. Sino, por lo menos, lo habré intentado.
Cojo el teléfono y abro el chat que estrené, ayer, con ella. Un gesto tan habitual, tan nimio, que repito, cada día, decenas de veces, se convierte en algo extraordinario.
Buenos días
El corazón hace un triple salto mortal, con tirabuzón hacia atrás, dentro del pecho al comprobar que, inmediatamente, el teléfono me confirma que está en línea, que escribe.
Buenos días, me responde.
No hay vuelta atrás, ni quiero que la haya. Alea jacta est.
¿Te apetece que tomemos una botellina de sidra en Casa Ramón, antes de ir a comer?, le propongo.
Contengo la respiración. Jimena está escribiendo. El aperitivo, en El Fontán, tiene el mismo valor simbólico que la nota. No necesité que lo reprodujera, en su fic. Jamás podré olvidar aquel día. Ella, ahora lo sé, tampoco.
Me encantaría.
Dejo salir el aire de los pulmones, con un sonoro suspiro, la vista puesta en la parte superior de la pantalla, Jimena está escribiendo.
¿Dónde nos vemos?, me pregunta.
En la esquina de Campomanes con Magdalena, le respondo. Quiero que sepa que sé que esa esquina está, casi, a medio camino entre su nueva casa y la mía.
¿A las dos y cuarto?, pregunto, para que no le quepa duda de que he situado el 6ºB. Además, a mí, con un cuarto de hora me basta para vestirme y llegar.
Me responde con el icono de una sonrisa.
Voy a necesitar un poco más de tiempo que tú.
Le devuelvo un guiño.
¿Te basta con que te dé cinco minutos de ventaja?
No podremos competir, como cuando teníamos dieciocho, para ver cuál de las dos llegaba primero a la escalera que conecta el Paseo de Los Curas con El Bombé.
Tendrá que bastarme, generosa.
Es lo menos que puedo hacer hacer por ti.
No quiero abusar de una lisiadita. ¡Hala, ya está, vamos con todo!
No esperaba menos de ti. Me responde, añadiendo el icono del guiño con la lengua fuera.
Nos vemos a las dos y veinte.
Allí estaré.
No, no le voy a dar esos cinco minutos de ventaja. Me va a encantar verla bajar por Campomanes, poder contemplarla a placer, observar su expresión de fingida sorpresa, la recriminación silenciosa en su mirada, la palabra traidora, dibujándose en sus labios, al mismo tiempo que su sonrisa.
Quizás haya pasado media vida. Quizás seamos dos cuarentonas curtidas, pero, por lo que pude apreciar ayer, ni ella ni yo, hemos olvidado a las adolescentes que llevamos dentro. Las mismas adolescentes que echaban a correr, cuando se veían en la distancia, para ser la primera en llegar al punto de encuentro.
Esta mañana de abril ha amanecido radiante, sin una sola nube en el cielo. Los árboles del Campillín han vuelto a vestirse con hojas de tantos verdes como especies pueblan el pequeño parque urbano que tengo frente a mi ventana, resto de lo que no hace demasiados años era la campa del convento de los Dominicos. Las flores de un espino albar destacan sobre el verde oscuro del cedro del Líbano. Las margaritas tiñen de blanco los prados. Hay gente paseando, sentada en los bancos, leyendo o charlando, al sol de este mediodía primaveral, criaturas jugando en el parque infantil. Parece un sábado cualquiera. No lo es. Para mí, no.
Los veinte grados que marca el termómetro, me permiten una alegría con la ropa. De momento, porque, en esta tierra mía, nunca se sabe, se han acabado los abrigos, las botas, los jerséis de lana... Me decido por un vaquero, una camiseta panadera blanca, camisa enorme de cuadros irregulares y coloridos, unas All Star azules y, por si acaso refresca, una parka de algodón azul marino. Si no fuera porque el espejo no me engaña, la imagen que me devuelve podría corresponder, sustituyendo la parka por la trenca que usaba entonces, a la del año en que nos conocimos. En realidad, a cualquier época de mi vida.
A las dos y diez, salgo de casa, dispuesta a apostarme en la esquina.

Cantábrico (Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora