DE LA TIERRA A PLUTÓN Y VUELTA
DiezNatalia se despierta, completamente desorientada, en medio de una oscuridad absoluta. No reconoce su cama, su cabeza no reposa en su almohada, sino sobre la piel desnuda de un cuerpo pegado al suyo. Más bien, es su cuerpo el que está medio encaramado a otro; su cabeza descansa en el hueco del hombro de un brazo que se pega a su espalda; su mano izquierda, abarcando una cintura, la derecha, entumecida, colgando fuera de la cama. Siente, sobre su pierna derecha, estirada, cuan larga es, el contacto de otra pierna, que se interrumpe un poco más abajo de sus rodillas; la izquierda, doblada, descansa sobre unos muslos; el pecho, sobre un abdomen tibio, que se expande y se contrae al ritmo de la respiración.
Es el olor que emana del otro cuerpo lo que consigue despertar totalmente sus sentidos. El olor de Alba.
Alarga el brazo derecho, en un escorzo imposible, hasta tropezarse con la mesilla de noche, donde espera encontrar su móvil. Las siete menos veinte de la mañana. Aprovecha la luz de la pantalla para contemplar el rostro de Alba que, dormida profundamente, esboza una ligera sonrisa, la misma que se dibuja en su boca, al recordar algunos retazos de la noche anterior.
Siente el calor subir hasta sus mejillas, que deben haber adquirido el tono rojo intenso que le provoca el recuerdo de algunas de las escenas que acuden a su mente. Da las gracias al cielo porque Alba duerma y no pueda verla en ese momento.
Su primer encuentro, en el sofá del salón, no pasará a los anales de su historia sexual como uno de los más memorables, aunque está segura de que no lo olvidará jamás. Ver y sentir el cuerpo desnudo de Alba, después de meses, imaginándolo y deseándolo, poder acariciarla sin tiempo, sentir sus manos recorriendo su piel, la alteró de tal manera que, a pesar del fuego que consumía cada milímetro de su anatomía, de la delicadeza y la pasión con la que las manos y los labios de Alba estimularon las zonas más sensibles de su cuerpo, no pudo correrse. La emoción de contemplar la explosión del placer de Alba, compensó, con creces, su incapacidad para alcanzar el orgasmo.
Nunca le había ocurrido nada semejante, quizás porque los cuerpos con los que se había relacionado, antes y después de Inés, eran solo eso, cuerpos, en los que buscaba un placer tan efímero como intrascendente. Un desahogo puramente físico, sin ningún tipo de vínculo que pudiera poner en peligro su estabilidad emocional.
Le había costado años de terapia y todo el apoyo de su familia, y del núcleo duro de sus amistades, que la acompañaron y la sostuvieron en los momentos más difíciles cuando, tras un año en el que no se concedió ni un momento de reposo, volvió a casa sin haber comenzado a hacer el duelo por el final de su relación con Inés. Pero ni su terapeuta, ni sus amigas, pudieron ayudarla a derribar las barreras tras las que se protegió, al principio, para recomponer los pedazos en los que se había roto; luego, para evitar que nadie, absolutamente nadie, tuviera la posibilidad de traspasarlas.
Con Alba todo ha sido diferente, desde el principio. Con Alba no busca un placer, exclusivamente, físico, ni mucho menos efímero. Con Alba lo quiere todo y está dispuesta a entregárselo todo.
Por, y para, ella abrió la puerta, elevó el rastrillo y tendió el puente levadizo, dándole paso al interior del castillo en el que se refugiaba de las amenazas externas, en la seguridad de que, poco a poco, podría ir mostrándole las estancias, con la esperanza de que se sintiera cómoda y deseara instalarse en ellas. No fue un acto consciente ni premeditado. Simplemente, ocurrió, de la forma más natural, como si hubiera estado esperando a verla aparecer por el horizonte para franquearle el paso, incluso antes de que se lo pidiera.
Al empezar la terapia, Paloma, su terapeuta, le pidió que construyera, en su mente, un refugio imaginario en el que retirarse a meditar. Un lugar, exclusivamente suyo, en el que debería incluir una habitación especial con todos los elementos que la hiciera sentir cómoda y segura. Paloma le había sugerido varios escenarios: una cabaña en un bosque, un refugio en la montaña, una casa en la playa... Natalia eligió un castillo protegido por altas murallas, sobre un acantilado. En lo más alto de la Torre del Homenaje, una pequeña estancia, a la que se accede por una escalera de caracol, con una chimenea y unos ventanales que decidió abrir a ras del suelo, para poder perder su mirada en las aguas convulsas de su Cantábrico.
Cada día, después de desayunar, se acomoda en la silla de su estudio, la espalda recta, la barbilla ligeramente inclinada hacia el pecho, las manos sobre los muslos, los pies, descalzos, sobre la alfombra. Cierra los ojos, respira, lenta y profundamente, bajando el aire hasta el diafragma y soltándolo despacio, haciendo un repaso de su cuerpo, para detectar posibles tensiones, para ser consciente del lugar en el que está, e inicia el camino hasta su castillo reproduciendo, en su mente, cada detalle del paisaje, hasta llegar a su estancia favorita, en su atalaya, en la que la espera una chimenea encendida, frente a la que se sienta a contemplar el fuego y a ver el mar.
Desde que Alba llegó a su vida, su primer pensamiento, al despertar, ha sido para ella. Imaginarla, en cualquiera de los momentos que habían compartido, le producía tanta, o más, paz que cualquier meditación. A veces se la encuentra esperándola en un sillón que ha colocado junto al suyo, frente a la chimenea imaginaria. Es capaz de sentir el tacto de sus manos unidas, bajo la manta con la que Alba se cubre, a pesar del calor que desprende la chimenea, de oír su respiración, de perderse en su mirada limpia, en las sonrisas que le había regalado durante las horas compartidas en Madrid. Y hasta de escuchar su voz ronca. Y su risa.
Y hoy se ha despertado junto a ella. La primera vez, en siete años, que amanece abrazada a alguien y ese alguien es ella.
No se atreve a moverse, para no despertarla. Vuelve a dejar el móvil en la mesilla y busca una postura más cómoda para su brazo derecho. Ha dormido algo más de dos horas, pero se siente tan despejada como si lo hubiera hecho durante ocho, en un sueño profundo y reparador.
Deja que los recuerdos de esa noche vuelvan a su mente, para recrearse en ellos.
No había logrado correrse, aunque, lejos de frustrarse, lo había aceptado como una señal de que, aquel primer contacto, no tenía nada que ver con ninguno de los que había coleccionado durante el periodo de su glaciación emocional. El recuerdo de las palabras de Marta la hacen sonreír: Igual es que te está afectando el cambio climático y se te está descongelando el corazón. ¿Como no se le va a descongelar el corazón? La luz que emite Alba es tan cálida que sería capaz de descongelar Groenlandia entera, con solo poner un pie en ella.
También, porque la reacción de Alba la ayudó a mitigar la culpabilidad que sintió por no haber podido darle lo que Alba le entregó sin reservas. Desde siempre, su primera preocupación no era su propio placer, nunca lo había sido. Estaba acostumbrada a poner las prioridades ajenas por delante de las suyas. Ella era así, aunque lo estuviera pasando mal, su tendencia natural la impulsaba a buscar la felicidad de la persona que estuviera a su lado antes que la suya. Disfrutaba, tanto o más, del placer ajeno que del propio. Sentir a Alba correrse entre sus brazos la había colmado de felicidad, y hubiera querido corresponder en la misma medida, pero no pudo y no quería que Alba pensara que tenía la culpa de lo que le había ocurrido.
–Lo siento, Alba, lo siento muchísimo, no puedo –se disculpó, avergonzada, escondiéndose de su mirada en el hueco de sus senos –. No tienen nada que ver contigo, soy yo, es por mi culpa...
Alba le cogió la cara con las dos manos, para sacarla de su escondite, la miró conmovida y depositó un beso tan dulce en sus labios que Natalia creyó que se le iba a parar el corazón de la emoción.
–Es que –insistió–, hay tantas cosas que no sabes de mí...
–Lo que conozco es suficiente para saber que estoy donde quiero estar y con quien quiero estar –le respondió con determinación–. Nadie tiene la culpa de nada, Nat. Son cosas que pasan.
–Ya, Albi –el apelativo provocó un salto mortal hacia atrás, con tirabuzón incluido, en el corazón de Alba–, pero, tenía tantas ganas de estar contigo así...
–Y yo, de estar contigo de cualquier manera. Por favor, Nat, no le des más vueltas. Ya llegará, cuando tenga que llegar.
Acomodó los cojines, extendió la manta multicolor sobre las dos, y la acogió en sus brazos. La única luz del salón enfoca la figura imponente de Natalia sobre la escalinata de Villa Covadonga. Alba contempló el retrato unos instantes. Le parecía imposible que bajo aquel aspecto se ocultara alguien tan vulnerable.
Habían permanecido abrazadas y en silencio, en el sofá, arropadas por la manta, acariciándose con mimo, besándose con cuidado para no volver a avivar el fuego. Hasta que Alba, consciente de que el bloqueo de Natalia era fruto de su pasado, y no del presente en el que estaban empezando a poner los cimientos de su posible futuro, decidió utilizar el as que guardaba en su manga.
–¿No se te habrá olvidado la montaña de frixuelos que me has prometido?
–¿Te apetece que los haga ahora? –respondió, Natalia, al instante, siempre dispuesta a complacer.
–Me muero de hambre...
–¿No prefieres que pidamos algo para cenar?
–No, no. Quiero mis frixuelos, mi Asturcilla y el dulce de manzana de tu abuela.
Natalia apartó la manta, se levantó del sofá y, desnuda, como estaba, realizó una graciosa reverencia.
–Sus deseos serán cumplidos, my lady.
Y añadió, con gesto solemne: una Lacunza siempre paga sus deudas.
¡Cómo puede ser tan mona!
–Si te apetece darte una ducha, antes, o después, de cocinar, te presto una camiseta y unas bragas –le propuso Alba.
–Prefiero antes, si no te importa.
No, claro que no le importaba. Sabía que le vendría bien un ratito a solas, consigo misma, y la excusa de la ducha le pareció perfecta.
Natalia se metió en la ducha y dejó que el agua arrastrara los miedos que aún sentía adheridos a su piel, como pequeñas y resecas costras. Restos de miedos antiguos, que no iba a permitir que contaminaran, ni un solo momento más, la intimidad que estaba compartiendo con Alba. Imaginarse en la cocina, cocinando para ella, contribuyó a limpiar, del todo, su cuerpo y su alma.
Alba entró en el baño para dejarle la mayor de sus camisetas de dormir y se la encontró con los ojos cerrados, dejando que el agua resbalara sobre su cuerpo. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no abrir la mampara e introducirse con ella en la bañera, a calmar la sed que la acució al contemplar su cuerpo desnudo y mojado.
Depositó la ropa sobre la taza del váter y cerró la puerta con cuidado, para no interrumpir sus pensamientos.
La siguiente sensación que acude a la mente de Natalia es la de las manos de Alba enlazándose a su cintura, el torso pegado a su espalda, la mejilla en su omóplato y su olor. También se ha duchado. El olor a lavanda de su pelo, húmedo, la transporta al jardín de Villa Covadonga, cuando era pequeña y cortaba las flores para hacer pequeños ramos que le regalaba a su abuela.
–¿Cómo van mis frixuelos? –le pregunta, mimosa.
El oído de Alba es tan fino que ha pronunciado la frase en el mismo tono de una nativa asturiana.
–Compruébalo tú misma –le contesta, y le señala, con la espátula, un plato en el que la montaña de finas y doradas tortas va adquiriendo una altura considerable.
Natalia saca de la sartén el frixuelo que acaba de hacer, la aparta del fuego y se vuelve para abrazarse a Alba. Tiene que flexionar sus piernas para quedar a su altura, enterrar la nariz en su cuello y embriagarse con su aroma.
–He hecho masa como para seis personas. ¿Crees que serán suficientes?
A las dos les entra una risa tonta. Frixuelos para seis, son muchos frixuelos.
–Si sobran, podemos dejarlos para el desayuno –sugiere Natalia.
Según nombra la palabra desayuno, unida al plural, y toma conciencia de la implicación de lo que acaba de decir, su estómago se contrae, su respiración se detiene. Se separa ligeramente y mira a Alba para observar su reacción. La expresión de sus ojos, su sonrisa, hace que suelte de golpe el aire que ha acumulado en sus pulmones y se relajen, al instante, todos los músculos de su cuerpo, que se han contraído sin su permiso.
¡Qué ternura de mujer!, piensa Alba, al observar la cara de susto de Natalia. Se pone de puntillas y la besa con dulzura, aunque no puede evitar que su lengua acaricie, suavemente, la que ha salido, tímida, a su encuentro.
–Me parece una idea genial. Nunca he desayunado frixuelos.
Natalia siente que su ánimo se expande como un gas aprisionado en una bombona a la que han abierto la espita de golpe.
–Puedes ir poniendo la mesa, si te apetece –dice Natalia, con una sonrisa que no le cabe en el rostro.
–¿En el salón?
Natalia asiente.
–La ocasión lo merece.
–¿No te importa que esté lleno de trastos?
Natalia niega con la cabeza, sin dejar de sonreír. Alba empieza a abrir puertas y cajones para localizar lo necesario. Es su cocina, es su casa, pero no tiene ni idea de dónde encontrar lo que necesita. Se sorprende al observar que todo tienen un orden lógico que coincide con el suyo. Si ella hubiera tenido que organizar la cocina, lo hubiera hecho así.
Coge una de las bandejas, apoyadas en el espacio que queda entre el microondas y la nevera, y va colocando en ella platos, cubiertos, un par de vasos y un mantel que encuentra, por supuesto, debajo del cajón de los cubiertos, en de los manteles, y dos servilletas de tela a juego.
–Como no sabía si te gustaba el Cola-Cao o el Nesquik, he comprado Cola-Cao –confiesa Natalia, con cierta prevención, cuando Alba vuelve del salón y le anuncia que la mesa está puesta.
–El Cola-Cao es perfecto.
Saca dos tazas del armario. Escoge, entre la media docena que se encuentra en el estante, una con el logo del MoMA de Nueva York, en la que pone leche semidesnatada para Natalia, otra con el del Guggenheim de Bilbao y leche sin lactosa para ella. Hasta en eso ha pensado, se asombra. Antes de meterlas en el micro la interroga con la mirada.
–Sí, las he traído de mi casa –admite, con esa expresión que Alba ya ha aprendido a catalogar como ¿habré metido la pata?, a la que, indefectiblemente, sigue una justificación–. Tengo un montón. Pasé años comprando una en cada museo. Luego dejé de hacerlo, ya no tenía dónde ponerlas y empecé a regalarlas. He repartido contigo las que me quedaban.
No se atreve a decirle son mis favoritas. Ni, tiré a la basura las que compré con Inés. El recuerdo, que expulsa, inmediatamente, de su cabeza le produce una punzada en el estómago. ¿Qué coño pinta Inés, aquí y ahora? Si, además, a Inés nunca le pudo hacer frixuelos, porque no le gustaban. Sabe que, en algún momento, tendrá que hablarle a Alba de esa parte de su vida. En algún momento. Hoy, no. Hoy quiere disfrutar de ella, y con ella, sin que su pasado enturbie su felicidad.
Alba se pregunta cuántos museos habrá visitado en su vida y no se decide a decirle le encantaría viajar a Viena, con ella, para ver, en directo, las pinturas y dibujos de Schiele, o hacer una ruta por todos los museos que exponen la obra de Hopper, uno de sus pintores favoritos. Tampoco, que no le importaría volver perderse, con ella, durante horas, en las salas del Museo de Van Gogh, en Ámsterdam.
Mientras se calienta la leche, lleva a la mesa los tarros de mermelada, la Asturcilla, una botella de agua fría y el bote de Cola-Cao, tiene un déjà vu. Siente que ha hecho esto con Natalia decenas de veces, en otra vida, en otra realidad. La parte racional de su cerebro le dice que es imposible, y, sin embargo, esta familiaridad le resulta extrañamente cotidiana.
Sentadas a la mesa, ante la torre de frixuelos, Alba extiende una gruesa capa de Asturcilla en uno de ellos, lo parte al medio, le da la mitad a Natalia y brindan con él. Por ti, dicen, a la vez.
Dedican la cena a planificar la semana. Durante una de sus muchas conversaciones telefónicas, han decidido que será una semana para ellas, pero también para que Alba se tome el tiempo necesario para conocer los lugares más emblemáticos, relacionados con su familia, que están forman parte de su proyecto. Y para recoger parte de los materiales que va a necesitar para su instalación y para el móvil gigante que colgará de la cúpula del Niemeyer.
–Si no llueve –dice Natalia–, mañana me gustaría que fuéramos a Xagó.
Tiene prisa por enseñarle uno de sus lugares predilectos, de los muchos que atesora, para ella, la costa cantábrica. Una de sus playas fetiche, donde tantas veces acude a que la magia que respira en ella y el sonido del mar, la ayuden a ahuyentar sus fantasmas.
Mañana a Xagó, el miércoles al puerto de Avilés y el Niemeyer, el jueves al Cabo Peñas, el viernes al Playón de Bayas y la desembocadura del Nalón, en San Esteban de Pravia. Natalia ha programado toda la semana, menos el sábado y el domingo, porque prefiere consultarlo con Alba.
–Me siento como la boa de El Principito –afirma Alba, llevándose las manos a la barriga.
Natalia esboza una sonrisa de satisfacción, coge la mano de Alba, que reposa sobre mesa, y la besa.
–¿Te apetece ver una peli? ¿O una serie?
Alba se levanta, se coloca detrás de Natalia, deja los labios a su cabeza y desliza las manos, muy despacio, por su torso, hasta llegar al abdomen, que acaricia con la misma lentitud, por encima de la camiseta.
El recuerdo de ese momento estremece el cuerpo de Natalia, que no puede evitar recorrer, con las yemas de los dedos, la cintura de Alba, subirlas por el costado y alcanzar el pecho, que cubre, entero, con la palma de la mano, donde se detiene, por temor a despertarla.
–Vamos a la cama, Nat –le había pedido, en un susurro cargado de emoción y deseo.
Natalia se levanta de la silla, encendida por el tono de esa voz, que se ha colado en su cerebro como una ráfaga de aire caliente del sur. Alba la coge de la mano y la lleva al dormitorio. La empuja con cuidado sobre la cama y la contempla unos segundos antes de desprenderse de su ropa y ayudarla a deshacerse de la suya.
–Déjame, Nat.
Y Natalia la deja. Y se permite sentir, sin que, ni su mente ni su cuerpo, se resistan a las sensaciones que despiertan en ella los ojos, las manos y los labios de Alba recorriendo su piel, trazando senderos por los que se desplaza como si llevara haciéndolo toda su vida. Y se abandona. Por primera vez, en tanto tiempo, que ya ni recuerda, se abandona, y se sumerge en un placer que se ha negado desde aquel día, a mediados de agosto, cuando intuyó que no era en ella, en quien pensaba Inés, mientras le hacía el amor. Un placer que emerge desde lo más profundo de su alma, para conectar con el de su cuerpo, hasta que se funden, los dos, en una explosión, nueva y distinta, que la deja exhausta y plena.
Alba cubre el cuerpo de Natalia con el suyo, deja reposar cabeza en su pecho, sobre el corazón, que siente latir desbocado. Enreda los dedos en su pelo, y los deja allí, hasta que nota, en su brazo, una lágrima que se ha deslizado por la mejilla de Natalia. Lo que encuentra en su rostro, cuando alza su cabeza, temerosa, para encontrarse con su ojos, calma su inquietud. El brillo de su mirada felina, la sonrisa que ilumina su expresión, en la que se mezclan felicidad y deseo, le produce una descarga eléctrica que estremece todo su cuerpo.
–Gracias, Albi.
–Nat... –está a punto de pronunciar un mi amor, que le quema la garganta, desde que se besaron, esa misma tarde, dentro del coche, en aparcamiento del aeropuerto, sorprendida por la intensidad de su propio sentimiento.
Se conforma con abrazarse a ella con todas sus fuerzas y comerle la cara a besos, hasta que sus bocas se encuentran y se devoran con la calma de quienes tienen la certeza de que el tiempo corre al ritmo que ellas le marquen.
–No tengo palabras para expresar lo que me has hecho sentir, Albi. Lo que me haces sentir.
Ni las tiene, ni las necesita. Son sus manos, sus bocas y sus cuerpos los que hablan por ellas. Y las respiraciones agitadas, y las miradas cargadas de deseo, y la emoción que se desborda en cada éxtasis, y la ternura con la que se miman, hasta que, sin un ápice de energía, porque la han derrochado sin medida, la una con la otra, se dejan vencer por el sueño.
Un sueño del que se ha despertado, Natalia, en una cama que no es la suya, abrazada al cuerpo de la mujer a la que ha podido entregarse, en cuerpo y alma, siete años después.
Alba siente el cuerpo de Natalia sobre el suyo. A su mente vuelve el momento en el que, agotada, se acurrucó entre sus brazos y se quedó dormida. Apenas tuvo fuerzas para resistirse lo suficiente al sueño, contemplar su rostro relajado y disfrutar de la calidez de su piel. Se durmió con esa imagen y se ha despertado con el calor que desprende la palma de la mano de Natalia abandonada sobre su pecho. Consulta la hora en el móvil. Son casi las doce del medio día. Si quieren ir a Xagó, tendrán que ir pensando en espabilarse. Con mucho cuidado, para no despertarla, se deshace del abrazo y repta hasta salir de la cama. Se da una ducha rápida, antes de ir a la cocina a preparar el desayuno, envuelta en su regalo de bienvenida. Efectivamente, les han sobrado frixuelos para un desayuno opíparo. Prepara la cafetera y se va al salón en busca de los restos de la cena, que dejaron olvidados sobre la mesa.
Cuando se vuelve, con la bandeja en las manos, se encuentra a Natalia, embobada, observándola desde la puerta, descalza, vestida con la camiseta que le ha prestado, que apenas le cubre el principio de los muslos, el pelo revuelto, la cara somnolienta y esa mirada que estremece cada célula de su ser.
¡Dios santo! ¿Cómo puede ser tan guapa?
Deja la bandeja sobre la mesa al verla avanzar hacia ella entre las cajas que ocupan la mayor parte del salón, sin desviar los ojos de los suyos.
Natalia flexiona las piernas antes de acogerla en un abrazo que las deja sin respiración, pone las manos sobre los glúteos de Alba y la eleva hasta colocarla sobre sus caderas. Alba enlaza las piernas a su cintura, cierra los brazos sobre los hombros y pega su mejilla a la de Natalia, que le susurra, al oído:
–Buenos días, amor.
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Cantábrico (Albalia)
أدب الهواةAna, directora de una editorial LGBT, decide dedicar el número en papel, de su revista digital, a realizar un estudio sobre los fanfic Albalia. Entre ellos, encuentra uno en el que la historia de Alba y Natalia contiene demasiados paralelismos con...