Después de terminar la reunión, Pruden me acompaña a mi despacho, del que nos separan unos pocos metros.
Abro la puerta y la invito a entrar.
–Solo un minuto, quiero solucionar un par de cosas, antes de salir a comer. ¿Me acompañas?
–Gracias, Pru, todavía tengo el desayuno aquí –le respondo, cruzando el índice de la mano derecha por delante de la garganta–. Además, solo voy a quedarme un rato, no me apetece enfrentarme a la cantidad de temas que se me habrán acumulado esto días. Luego me iré a casa a prepararme, mental y físicamente –intento sonar despreocupada– para lo de mañana.
–Por tus temas pendientes, no te preocupes, tienes un par de cosas, de esas que son solo puedes resolver tú, del resto, ya me he ocupado.
No, Pruden no es mi secretaria. Es mi amiga, amiga, amiga, mi brazo izquierdo, en numerosas ocasiones, mi cabeza y, de vez en cuando, una madre.
Me da un par de palmaditas en la espalda, a modo de consuelo.
–¿Cómo lo llevas?
–Digamos que lo llevo –le respondo–. He tenido una conversacione muy seria conmigo misma y mi pandillita interior, y creo, creo –puntualizo–, que estoy en condiciones encontrarme con Jimena sin que me dé un parraque.
–¡Bueno! –exclama, alargando la última vocal– ¡No me lo puedo de creer! Al final, se ha impuesto la cordura.
¿A qué llamará, ella, cordura?
–Me tenías un poco preocupada...
–No te cuento lo que llegué a preocuparme, yo, por mí misma, amiga mía... Llegué a pensar que se me había ido la pinza. Pero, bueno, ya está, ya pasó.
Me guardo, para mí el creo que debería haber intercalado entre el bueno y el ya está. En el fondo, muy en el fondo, no las tengo todas conmigo. Una cosa es la razón y otra, muy diferente, las emociones.
Asiente y sonríe, antes de afirmar:
–¡Esta es mi chica!
Yo también sonrío. Sé que ha percibido la sombra de duda que he reflejado en mi sonrisa de circunstancias, porque cambia radicalmente de tema.
–Estoy muy contenta con la reunión de hoy –me dice–. La verdad es que nunca pensé que el tema de los fics iba a dar para tanto.
–Por cierto, hablando de fics –la atajo, antes de que cambie de tema–, me ha dicho Lore que te había puesto De la Tierra a Plutón, y vuelta, en tu biblioteca. ¿Por qué no me lo dijiste, cuando te comenté que me lo había encontrado de casualidad?
La veo dudar, un instante.
–Luego te lo cuento. He quedado en llamar Jimena, después de la reunión, para concretar lo de mañana.
La sola mención de su nombre reduce mi estómago al tamaño de un guisante y convierte mi corazón en un saltimbanqui de feria.
Sale de mi despacho, agitando la mano izquierda, sin mediar palabra.
Me quedo de pie, junto a la puerta con ese He quedado en llamar a Jimena, reverberando en mi cerebro.
Sobre mi mesa, escrita con la letra pulcra de Pruden, las dos tareas que no ha podido resolver por mí. Destacada con un subrayado en violeta fosforito:
1.-Reunión de socias. Valencia. Martes, a las once. Te he mandado los pasajes de avión, vía Barcelona, para el primero de la mañana y el último de la noche, a tu correo, junto con el Orden del Día.
Mierda, mierda y más mierda. He borrado la reunión de mi cabeza, como borro tantos asuntos a los que no quiero enfrentarme hasta que no me queda más remedio. No porque no me apetezca ver a mis socias, no es eso. Es que, nunca entenderé porqué no se pueden poner las reuniones a horas normales, teniendo en cuenta que tres de las cuatro tenemos que desplazarnos forzosamente. No veo el problema de quedarnos a dormir una noche en Madrid, en Valencia, en Sevilla o aquí. El modo ejecutiva agresiva, que suponen estos viajes relámpago, me toca la moral.
Enciendo el ordenador para ver qué me espera el martes, cuando Pruden, según su costumbre, da dos golpes en la puerta de mi despacho, asoma la cabeza y me dice:
–Bueno, pues ya está, he quedado en que le haremos la entrevista después de la rueda de prensa, allí mismo, en el Reconquista.
Cierra la puerta, sin más explicaciones y me deja sola, otra vez.
De repente, toda la seguridad, la entereza y la decisión, adquiridas en las últimas horas, con tanto esfuerzo, se volatilizan. Hasta el momento en el que Pruden asomó la cabeza por la puerta y puso hora a nuestro encuentro, no he sido consciente de que ya no hay vuelta atrás. Ya no puedo esconderme, detrás de la puerta de mi habitación, como cuando era pequeña y hacía una trastada, a esperar a que las aguas se calmaran. En este caso, a tenor de la reacción que acabo de tener, no solo es que no se vayan a calmar, sino que me espero un tsunami más violento que el de Lo imposible. Llegué a convencerme de que la herida se había cerrado y solo me quedaba una cicatriz, tierna, sí, pero cicatriz. Hola, me he vuelto a equivocar, antes de empezar.
Conocer la hora y el momento exacto de nuestro en el que voy a tener a Jimena frente a mí, ha hecho que se me vuelvan a caer los palos del sombrajo. Maldita sea.
Y, vuelta la burra al trigo. Vuelta a intentar encauzar mis emociones, aplicando la lógica. Vuelta a lo de siempre. No me soporto. No puedo conmigo misma.
Porque, vamos a ver, siendo objetiva, no entra, en los parámetros de lo razonable, para una persona en sus cabales, reencontrarse con sentimientos que creía muertos y enterrados. Y, mucho menos, con semejante virulencia.
¿Sigo enamorada de Jimena?
–El corazón tiene razones que la razón no entiende.
¡Hay que joderse! Ya está aquí mi adolescente, otra vez, a tocarme lo que no tengo.
Paso de ella. No me conviene escucharla, en este preciso momento. No puedo seguir enamorada de una persona con la que hace más de veinte años que no tengo ningún tipo relación, pero mi adolescente, sí. Mi adolescente puede hacer lo que le salga del mismísimo. Fue ella, la que se enamoró hasta las trancas. Ella, la que echó a Jimena de su vida. Ella, la que se empeña en ponerme delante el puto hilo rojo.
–Tú ya no eres una adolescente.
–Sí que lo soy, Sensa.
–También eres una mujer, hecha y derecha. No tienes porque sentir como sentía ella, no tienes que actuar como lo haría ella.
No, desde luego que no. Soy una mujer de cuarenta y tres años. Puede que toda esta historia haya vuelto a poner en primera línea a la adolescente que fui, pero puedo, debo, hacer las cosas de otra manera. No puedo permitir que me desequilibre de esta manera volver encontrarme, cara a cara, con mi amor de juventud, teniendo en cuenta que esa juventud hace siglos que ha pasado a la historia.
–Con tu primer amor. Con tu único amor –matiza mi adolescente, dispuesta a no darme tregua. ¡Y, yo, que llegué a pensar que la había neutralizado! ¡Qué ilusa!
Lo jodido es que tiene razón. Lo verdaderamente jodido es que no he vuelto a enamorarme de nadie. He tenido más relaciones, cómo no, a mi edad, pero nunca llegué a sentir lo que sentía con ella, por ella.
Me sentí atraída por algunas, no muchas, la verdad. Llegué a querer a una, con la que tuve una relación, cómoda y tranquila, hasta que ella, ocho años más joven que yo, sintió la llamada de la maternidad y se empeñó en que formáramos una familia, con descendencia incluida, algo que nunca ha entrado en mis planes. Nunca. Me dejó por una chica de su edad, dispuesta a darle lo que anhelaba. Y me alegré, sinceramente, por ellas. Es la única de mis parejas con la que sigo manteniendo una relación cordial. Con ella, con su esposa y con sus dos hijas.
Hasta me encoñé, una vez, solo una, de la mujer más compleja y desquiciada que he conocido. Me bastaron seis meses delirantes para darme cuenta de que, una cosa es encoñarse y otra sustentar una relación en la atracción sexual, por muy intensa que sea. Tengo que reconocer que, desde Jimena, no había follado tanto, tan bien, y en tantos sitios diferentes, incluidos los baños de bares, restaurantes y discotecas, y hasta en el probador de unos grandes almacenes. Terminamos como el rosario de la aurora, hace tres años, una noche, que se presentó en mi casa, borracha como una cuba, a las cuatro de la mañana, y pretendió que recreáramos, no sé qué escenita sadomaso de las Cincuenta sombras de Grey –no he leído ni he visto la película, pero el sadomasoquismo, no me va. Se puso como una hiena, porque me negué a su capricho. Se enfureció tanto que se atrevió a levantarme la mano. No llegó a tocarme. La cogí por el brazo que había levantado, poniendo en peligro su escasa estabilidad, y la eché, de mi casa sin pronunciar una palabra. Cuando salí, para ir a trabajar, me la encontré dormida en el coche, que había aparcado unos metros más arriba de mi portal.
Desde entonces, meras aventuras esporádicas, cada vez más espaciadas, que se reducen a unos cuantos encuentros, o a uno solo. Cada vez tengo menos cuerpo para según qué cosas.
–Tú también fuiste su primer amor –insiste mi adolescente, crecida al comprobar que vuelvo a tenerla en cuenta.
¿Y qué?, me revuelvo contra mí misma. Fui el primero, pero no tengo porqué haber sido el único. Las probabilidades de que Jimena sienta lo mismo que yo, son nulas. Lo lógico es que, no solo me haya olvidado, sino que yo no sea, para ella, más que un recuerdo borroso, difuminado por el tiempo y la vida que no llegamos a compartir por mi culpa. Por mi puta culpa.
Dos golpes, en la puerta de mi despacho, me sacan de mis cavilaciones.
–¿Quieres que lo hablemos? –me pregunta Pruden, asomando la cabeza, en su más puro estilo.
–Ya está decidido, ¿no? –le respondo, aparentando una indiferencia que no siento– No sé de qué quieres que hablemos.
Cuando me pongo, puedo ser la más cínica del mundo mundial.
–¿Del cambio climático? ¿El terraplanismo?
Para lo que me sirve, con Pruden, que pasa, se instala en el sofá, da un par de golpecitos en el asiento y me indica, con un movimiento de cabeza, que me siente a su lado.
–Anda, ven acá p'acá.
Y yo voy, como una corderita, me siento a su lado y me dejo abrazar. Y lloro, de rabia y de impotencia, porque no puedo conmigo misma ni con este descontrol emocional de adolescente perpetua.
–Igual, si dejaras de darle tantas vueltas a esa centrifugadora que tienes por cabeza –me dice, con cariño–, podrías afrontar esta tontuna con más tranquilidad.
Para ella, todo son tontunas. Sé que lo dice para ayudarme desdramatizar, y se lo agradezco, porque cuando me pongo en modo drama, me cuesta un mundo salir por mis propios medios. Yo lo sé. Pruden lo sabe. Me preparo para el par de hostias, metafóricas, que me van a caer cuando menos lo espere. Es su forma de bajarme del globo y obligarme a poner los pies en el suelo.
–¡Qué más quisiera! –le respondo, sorbiéndome los mocos.
–Querer es poder –sentencia–. Y tú has decidido que no quieres, que prefieres hacerte fosfatina el cerebro y sufrir como una condenada, por algo que ya no tiene solución –la primera, en la frente.
Será eso. Será que, además de gilipollas soy masoca.
–A ver, Anina –toca momento de reflexión sesuda–, ¿qué es lo peor que puede pasar?
–¿Que la tensión se corte con un cuchillo? ¿Que no quiera ni mirarme a la cara? ¿Que no me haya perdonado? –me rebelo, antes de que me suelte la segunda– ¿Que se dé cuenta de que sigo colgada de ella?
–¡Ah!, pero, ¿sigues colgada? –ella también maneja los códigos del cinismo.
Colgada no es la palabra. No me colgué, me enamoré de Jimena, aunque, a estas alturas, mis sentimientos tienen más visos de colgadura que de otra cosa.
–No sé, tú dirás...
–No, di tú.
¿Qué voy a decir, perdida, como estoy, en este maremágnum emocional?
–Mira –me dice, con toda la templanza de la que es capaz–, el único hecho objetivo en todo este asunto es que mañana, a las once, vas a estar en una rueda de prensa, con veinte, o veinticinco personas más, que no está nada mal, para romper el hielo. Y que luego, nos vamos a reunir con ella, las dos –hace énfasis en las dos–. Si no quisiera verte, me lo hubiera dicho.
–¿Te lo hubiera dicho?
–Pues claro –afirma, mirándome como si me acabara de caer de un guindo–, hace meses que concertamos esta entrevista. Ha tenido tiempo de sobra para pensar si quiere verte, o no.
Hay algo que no me cuadra, aquí. Es cierto que ha sido ella la que se ha ocupado de este asunto, desde el principio, pero hay algo, en su tono de voz, en su expresión, cuando habla de Jimena, que me desconcierta. Estoy segura de que algo se me escapa. No sé el qué, pero se me escapa.
–¿Por qué no esperas a ver qué ocurre mañana, en vez de anticipar acontecimientos y ponerte en lo peor, para variar?
Porque yo soy así, intensita, como la Natalia Lacunza real, pienso, pero me lo callo.
–La persona con la que te vas a encontrar –continúa–, no tiene nada que ver con la que recuerdas. Ni ella ni tú sois las adolescentes que erais cuando os separasteis.
–Ella, no sé –confieso, ya sin reparos. Si tengo que ponerme en ridículo delante de alguien, que sea ante Pruden–, pero a mí, mi adolescente, me tiene secuestrada. ¡No puedo con ello, Pruden, no puedo!
Me levanto a por un pitillo. Y ya, de paso, descorcho una botella de vino y cojo un par de copas. Pruden acepta acompañarme, para no dejarme beber sola.
–¿No tendrás unos panchitos? –Pruden es única, cuando se trata de destensar– Estoy muerta de hambre.
Por supuesto que los tengo. Y unas olivas. Y dos tipos de cócteles de frutos secos. Y hasta unos triángulos de queso curado, que no le ofrezco porque sé que me va a echar en cara que lo compre envasado.
–¿Sabes lo que te digo?
Me encojo de hombros y niego con la cabeza. A estas alturas de partido, saber, lo que se dice saber, no sé nada. Solo siento. Siento un desasosiego profundo que está a punto de volverme tarumba.
La veo cambiar el gesto, mientras da un sorbo a esta cosecha de Toro que supera cualquier expectativa. Pero no es por el vino.
–Hace veintitrés años cerrasteis en falso vuestra historia –vuelve a ponerse seria.
–Yo, la cerré en falso –la interrumpo–. Ella, seguro que no.
–No lo sabes –afirma, contundente–. No sabes nada de ella. No os disteis la oportunidad de hablarlo, entonces. Quizás os venga bien, a las dos, tener una conversación adulta para cerrar ese capítulo.
¿Tener una conversación adulta? ¿Cerrar el capítulo? Ahora sí que me ha dado una buena hostia.
–O retomarlo donde lo dejasteis...
Hostia y media. Ahora me siento como una pelota de tenis, con mi adolescente convertida en Martina Navratilova y Pruden en Gabriela Sabatini.
–¿Retomarlo? Dudo mucho que a Jimena le interese retomar nada conmigo.
Y a mí, ¿me interesa?
–Ni siquiera una amistad –continúo–. La traté como a una mierda, Pruden. Además, fui yo la que nos negó la posibilidad de arreglar las cosas en su momento.
–¿Estás segura? –me mira, muy seria, para que sepa que, esta vez, no ironiza– O sea, que llevas más de media vida convencida de que tú fuiste la única culpable, de que ella no tuvo nada que ver.
–Pues sí.
–Y, ¿no te has parado a pensar que, como mínimo, el cincuenta por ciento de la responsabilidad fue suya?
–Pues no.
–O sea, que, según tú, ella hizo todo lo que estuvo en su mano para recuperarte y tú, como eras una hija de puta, no se lo permitiste.
—No le di opción, lo sabes de sobra.
—¡Joder, Ana!
Se levanta, me mira, niega con la cabeza, eleva sus ojos al techo y suspira.
–Ya sé que estás obcecada y que no piensas con claridad, porque, tú y yo, sabemos que en una relación, del tipo que sea, las responsabilidades se reparten al cincuenta por ciento, y me jode que, a estas alturas de vida, sigas considerándote la única culpable.
–Fui yo la que me negué a cogerle el teléfono y la que huyó, primero a Poo y luego a Los Lagos, por si se le ocurría presentarse en Oviedo.
–Pero, no se presentó.
–¿Cómo iba a venir a Oviedo, después de la carta que le mandé?
–No voy a preguntarte lo que hubieras hecho tú, en su lugar, porque lo sé.
Intento responder. No me deja.
–No, no digas nada. Ya veo que estos tres días solo te han servido para llegar a la misma conclusión que hace veintitrés años. Tú fuiste la mala de la película, la culpable de vuestra ruptura y has decidido que la mejor forma de expiar tu culpa es victimizarte y flagelarte.
–Pues sí –admito, sin estar del todo segura de que la culpa sea lo único que entre en juego en este sinsentido en el que estoy atrapada.
Se vuelve a sentar a mi lado, mastica, con parsimonia, un puñado de cacahuetes fritos, bebe un sorbo de vino, tamborilea con los dedos de la mano izquierda sobre su rodilla, me mira, alzando la ceja derecha y me suelta:
–Pues nada, oye, mañana, la invitas a tomar una cerveza, o a comer, le pides perdón de rodillas, y te quedas tranquilita de una santa vez.
La Pruden, reina del sarcasmo, me ha desmontado el drama con una sola frase. Ha sido oírla e imaginarme poniéndome de rodillas, delante de Jimena, que me observa, sin salir de su asombro, en medio de no sé qué restaurante, con el resto de comensales pendientes de la escena, como en una película romántica made in Hollywood y darme un ataque de risa.
–¿Quieres que te reserve mesa en algún sitio concreto? –es la puntilla.
Le doy un abrazo. Adoro a Pruden. Ha vuelto a lograrlo. Ha conseguido que me ría de mí misma y de mis dramas absurdos.
–Gracias, ya reservo yo en La mar de Rico –le respondo, siguiéndole el juego.
Se termina el vino de un sorbo y se va. Ya ha hecho su trabajo y yo, gracias a ella, el mío. Me conoce mejor que si me hubiera parido. Esa tontería de la invitación ha sido la clave para que vuelva a poner los pies en el suelo.
La Jimena que he visto, en mi imaginación, durante la escenita hollywoodiense del perdón, es la de la Jimena de diecinueve años que se fue a Gaza sin consultármelo, no la mujer que muestran las últimas fotos suyas que he visto. La misma a la que me gustaría poder abrazar, ahora mismo, o mañana, o cuando sea, para pedirle perdón y decirle que no he dejado de quererla ni un solo día de mi vida, aunque no haya sido consciente de ello hasta que volví a escuchar Creep.
–Venga, Anita, échale ovarios y juégatela –la voz de Osadía irrumpe en mi pensamiento–. Ya está bien de autocompadecerte, de llorar por las esquinas, de hacerte la víctima y de esconderte en tu caparazón a esperar a que las cosas se resuelvan por sí solas. ¡Manda a ese puto gusano a la mierda! ¡Coño, Ana, toma la iniciativa!
No recuerdo el tiempo que hace que no escucho esta voz de mi conciencia.
–Tomar la iniciativa...
–Dar el primer paso, adelantarte a los acontecimientos, coger el toro por los cuernos, ¡yo qué sé! Deja de mirarte al ombligo y haz algo. Que tienes cuarenta y tres, ¡hostia!
–Tomar la iniciativa...
–Piensa un poco, lumbrera.
Apuro la copa de vino, con la mente trabajando a toda velocidad.
–¿Te ayudaría considerar la sugerencia de Pruden?
Pues, nada, oye, mañana, la invitas a tomar una cerveza, o a comer, le pides perdón de rodillas, y te quedas tranquilita de una vez.
Lo de pedir perdón de rodillas resulta un poco melodramático, incluso para mí, pero lo de invitarla a comer, igual no es tan mala idea.
–¿Piensas invitarla a comer de un momento para otro? –Sensa, en su papel– Como si no tuviera otra cosa que hacer...
–Por probar, no pierdes nada –intercede Osadía, antes de que Sensa se lleve el gato al agua.
No, no pierdo nada.
¡Hostia! ¡Ya lo tengo! ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?
–¿Quizás porque estabas demasiado ocupada cargando, tú solita, con todas las culpas del mundo?
Es lo que tienen Osadía, que me espolea a base de hostias como panes.
Me siento a la mesa, saco un folio de la impresora, lo doblo en cuatro, lo recorto, con mucho cuidado, con las tijeras, y cojo una de las partes.
–¡Huy, huy, huy! –mi adolescente compinchada con Osadía– ¡Que lo va a hacer!
Sí, lo voy a hacer. Y luego, que salga el sol por Antequera, o por donde le dé la puta gana.
¿Te apetece comer, hoy, conmigo?, escribo, con mi caligrafía más cuidada, utilizando la Mont Blanc que llevé a su casa, y no me permití sacar del bolsillo de la trenca, con la misma tinta, azul real, que no he dejado de usar, desde entonces.
Rompo el papel y lo tiro a la papelera.
Si puedes, me gustaría comer contigo, hoy.
El segundo intento corre la misma suerte que el primero. No puedo arriesgarme a darle la oportunidad de que no pueda.
Por favor...
Ni termino de escribir el resto. Que por favor ni qué por favor. Solo me falta dibujar el icono de las manitos en actitud de oración para ser más patética.
He reservado mesa, a las tres en punto, en La mar de Rico, para las dos.
Así, sí. Directa y contundente. Si no puede, o no quiere, que lo diga ella. Es importante que especifique para las dos. Quiero déjale claro que deseo comer con ella, y solo con ella, que Pruden no entra en el pack. Aunque, quizás, si fuéramos las tres...
–¡Venga ya, Ana! –Osadía y mi yo adolescente, al unísono.
No creo que la entrevista se prolongue más allá de las dos, así que el horario que le propongo le da tiempo a pensárselo y a decidir. Me siento tan satisfecha conmigo misma y con mi brillante idea, que me vengo arriba. Sin pensármelo dos veces, llamo a uno de mis restaurantes favoritos y hago la reserva.
–Si es posible –le pido a Ricardo, el dueño, Rico para sus amistades y clientela–, una de las mesas del ventanal, la de la esquina.
–Tus deseos son órdenes para mí –me responde, tan amable como siempre–. Cuenta con ella.
Alea jacta est.
Doblo el papel en cuatro y me lo guardo en el bolsillo trasero del pantalón.
Ahora sí. Ahora me siento en condiciones de revisar la entrevista que ha redactado Pruden.
Me sirvo otra copa de vino, que acompaño con unos trozos de queso y unas cuantas regañás. El ataque de atrevimiento me ha abierto el apetito.
Más que una entrevista al uso, Pruden, ha planteado una conversación entre amigas que se encuentran, después de unos cuantos años, y se ponen al día. Me gusta el estilo. Y, me permite quedarme al margen, si me bloqueo. ¡Bien por Pruden!
Paso por su despacho a despedirme y decirle que no tengo ni un pero que ponerle su propuesta, pero que le daré una vuelta, en casa, por si se me ocurre algo más.
–Descansa y, mañana, ponte guapa –me dice, a modo de despedida, guiñándome un ojo.
Dejo el coche en el aparcamiento del edificio. Prefiero volver a casa dando el paseo, que no pude dar esta mañana, por el Campo de San Francisco.
Entro por la cuesta que da a la Fuentona, del paseo del Bombé. Camino despacio, fumando un pitillo, dejando que me impregne la paz que siento, siempre, al recorrer este paisaje de mi infancia. Le echo un vistazo al quiosco de La Chucha y me veo allí, con ocho años, comprando golosinas con el dinero que me ha dado mi abuelo, el domingo, para que te lo gastes en lo que quieras. Al pasar por el Templete de la Música, en restauración, desde ni sé el tiempo, vuelve a mi memoria la cara de aquella chica, a la que nunca me atreví a confesar mis sentimientos. Bajo hasta la estatua del santo, con una sonrisa en los labios, y en el alma. Bordeo el Estanque de los Patos, y llego hasta Mafalda. Tengo que esperar la inevitable cola de turistas, para pedirle a la pareja que va detrás de mí, que me haga una foto con ella. Le paso un brazo por encima de los hombros, como ha hecho Alba, y exhibo mi mejor sonrisa ante la cámara.
Me gusta lo que veo. He vuelto a recuperar el estado de ánimo con el que me he levantado esta mañana. La sonrisa me sale de dentro y se refleja en mis ojos. La misma que me acompaña hasta el Estanque de Covadonga, donde imagino a Natalia contándole sus peripecias infantiles a Alba. Me dejo invadir por la ternura que me produce la relación que estoy leyendo. Puedo verlas, caminando de la mano, por las calles que separan el Campo de la casa de Natalia. Recorro, tras ellas, Cabo Noval. Me paro, en el cruce con Rosal, donde Natalia se detiene, coge la cara de Alba con las dos manos y le asegura que nunca decidirá nada, sin consultárselo. Avanzo por Suárez de la Riva, con la vista puesta en las casas de la calle Campomanes, paralela a Santa Cruz, que se ven en la distancia. Cuando cruzó Quintana, la distingo con nitidez. Allí está la terraza del piso en el que vive la Natalia del fic. Hasta tiene los árboles, uno en cada extremo. Por la forma de la copa, parecen dos arces japoneses.
El run-run de mi cabeza cada vez se parece más a un tam-tam, aunque, de momento, es solo un ruido, incapaz, como soy, de descifrar el código del mensaje que se oculta en esos golpes.
Necesito terminar el capítulo que dejé a medias. Necesito saber cómo termina. Aprieto el paso, con la intención llegar a mi casa cuanto antes, pero, cuando entro en Campomanes, una idea se cruza en mi cabeza. La parte trasera de esas casas da al parque de La Rodriga, una especie de jardín secreto, escondido entre la calle de Campomanes y el Seminario, al que voy a pasear, cuando necesito reencontrarme con la parte de mi infancia que compartí con Mada. O a dar una vuelta, sin más, al volver del trabajo.
Antes de ser un parque público, fue la finca del palacete del Marqués de la Rodriga. Más tarde, formó parte del colegio de monjas seglares en el que estudió, interna, Chelo, la madre de Mada. Nos contaba tantas historias sobre ese jardín... Las que ella había vivido, en las escasas ocasiones en las que las teresianas les permitían utilizarlo como lugar de recreo, y las que se inventaba, cuando la invadía la nostalgia de aquellos años, convertidas en cuentos sobre los personajes mágicos que, según ella, lo habitaban. Llegué a conocerlo de memoria, a través de sus relatos, antes de poder recorrerlo, cuando lo abrieron al público, en el dos mil tres.
Aún sigue allí, al final del Paseo de los Tilos, la antigua capilla del marqués, semi derruida en la actualidad. En los años que Chelo estudiaba en el colegio, había una imagen de la virgen, a la que acudían, en procesión, durante el mes de mayo, a llevarle flores. Se me viene a la cabeza la canción que nos enseñó: Venid y vamos todas, con flores a porfía –nunca entendí lo que significaba esa parte, y sigo sin entenderla, ahora–, con flores a María, que reina nuestra es.
Junto a los caminos de asfalto, trazados por el Ayuntamiento, los eucaliptos gigantes, plátanos de sombra, castaños de indias o los inefables magnolia grandiflora, que tanto se prodigan en las calles de Oviedo. A la derecha, en la parte que linda con las casas del Prao Picón, el guindo, que ha crecido tanto, desde que Chelo y sus amigas se colgaban de sus ramas para alcanzar sus frutos, que hay que conformarse con esperar a que caigan; el círculo de arces plateados, bajo los cuales habitaba la colonia de gnomos, protagonistas, junto con un Trasgu, varias xanas y una sabia y anciana curuxa, guardiana del jardín, de los cuentos que Chelo se inventaba para nosotras. Las antiguas caballerizas, donde se encontraba el aula de Chelo, desde la que divisa el parque, en toda su extensión. Hasta el paseo de la parte más elevada, que separa la finca de los terrenos del Seminario con una tapia, a la que se encaramaban los seminaristas para hablar con ellas.
Todo es, y está en el mismo lugar que Chelo nos describía, con tanto detalle, con tanto amor. Solo faltan el huerto y la plantación de frutales, manzanos y perales, que hoy ocupa una residencia para estudiantes. En el lugar del palacete del marqués, que se derribó, a finales de los setenta, la ONCE construyó su sede. Menudo pelotazo, el de las teresianas señoritas.
No sé qué espero encontrarme allí. No sé qué pienso descubrir, pero subo los cuarenta y ocho escalones que separan el Paseo de los Tilos de la calle, con el corazón bombeando a la velocidad que marca el ritmo del tam-tam que atrona en mi cabeza.
Mi vista recorre las traseras hasta que doy con la que busco. Tres ventanas, sin cortinas. En la primera, por la izquierda, una persiana (tiene que ser) veneciana, oscura, a medio subir. Desde donde estoy, no se aprecia bien el color, aunque podría apostar a que es azul cobalto. De la otra, de la exterior, apenas se ve un pequeño fragmento gris. En las otras dos, lo que podrían ser estores blancos, que ocupan el tercio superior de la ventana.* * * * * * *
Sé que, como diríamos en mi tierras, os tarda el encuentro entre Ana y Jimena. Pero, ya sabéis cómo son los personajes de ficción: se apoderan y hacen lo que les da la gana. Al menos, a mí me pasa. Intentaré que, al menos, el primer contacto, se produzca en el próximo capítulo, como os dije.
Muchas gracias a quienes me leéis en silencio. Muchísimas gracias a quienes votáis y comentáis, en especial, a @medi1998, @Ivsen84, @Alic298 y @Echoes_15, cuyo maratón me hizo tanta ilusión. Sois un estímulo muy importante, para mí.
Un abrazo y, hasta la siguiente entrega.
ESTÁS LEYENDO
Cantábrico (Albalia)
أدب الهواةAna, directora de una editorial LGBT, decide dedicar el número en papel, de su revista digital, a realizar un estudio sobre los fanfic Albalia. Entre ellos, encuentra uno en el que la historia de Alba y Natalia contiene demasiados paralelismos con...