Tic-tac, tic-tac

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Qué difícil resulta concentrarse cuando el pensamiento decide volar por su cuenta, como un globo lleno de helio, que se ha escapado de la mano de una criatura.
Durante casi una hora, de las cuatro que le faltan para su cita, Jimena ha luchado por centrarse en el capítulo quince del fic, sin éxito. 
Hace una semana que lo ha terminado. Como el resto de los que componen su relato, lo ha dejado madurar, en ese cajón virtual, que es el disco duro de su ordenador, para que se asiente y solo sea necesario pulir algunos detalles. Detalles que pasan desapercibidos en ese primer momento creativo en el que vomitas, sin filtro, la historia que has creado en la imaginación. Lo hace así por recomendación de Sol, que mantiene sus escritos en reposo, al menos quince días, antes de dar por buena la última versión.
Todo lo que sabe sobre escritura creativa lo aprendió con su compañera. Ni en el colegio, ni en el instituto, ni en la facultad. Con una colega periodista, como ella, a la que fue su madre quien le enseñó a escribir.
Sol utiliza una buena parte de su tiempo de descanso escribiendo cuentos infantiles con los que se evade de los horrores que se ve obligada a reflejar en sus crónicas, a diario.
Había empezado a escribir desde muy pequeña, gracias a su madre, una maestra cuyo mayor empeño era que su alumnado amara la lectura y la escritura. Su alumnado, y sus cuatro hijas, dos gemelas, Sol y Henar, más otras dos, nacidas en el transcurso de cuatro años. Yo creo que lo hacía para tener un momento de paz, después de llegar del colegio, agotada, a media tarde, le había comentado a Jimena, durante su primer trabajo juntas, en el vuelo que las trasladaba a cubrir el nacimiento como estado independiente de Sudán del Sur, cuando la sorprendió recortando una imagen de la revista de la compañía aérea y guardándola en una abultada libreta, con tapas de hule, que sujetaba con dos bandas elásticas de fabricación casera.
–Es mi particular bitácora de viaje –le aclaró, con una sonrisa cómplice–. La mía, no la del curro.
Y le contó que, sus hermanas y ella, dedicaban una hora diaria, algo más, los fines de semana, a escribir cuentos y a ilustrarlos, que luego editaban y encuadernaban. Jimena pudo ver la colección de cuentos infantiles que Sol conservaba en su habitación de la casa familiar, un fin de semana que pasó con ella en Palencia. Títulos como Lola y el melocotón enano, Cuentos contados con recortes o Las niñas listas, ocupaban una balda en la biblioteca de la habitación que compartía con Henar, como recuerdo de aquellas tardes en las que toda la familia se sentaba alrededor de la mesa del comedor, después de merendar. Las tardes que estaba en casa, su padre, inspector de Hacienda, leía el periódico, con un ojo puesto en las páginas, y el otro atento a cualquier necesidad de su prole. Su madre, resolvía crucigramas, para despejar la cabeza, antes de preparar sus clases, o revisar alguna tarea pendiente. Ellas, provistas de todos los artilugios y materiales que pudieran necesitar, cuadernos, folios, pinturas, tijeras, periódicos y revistas atrasadas, barras de pegamento..., escribían e ilustraban. A veces cada una por su lado, otras por parejas, incluso las cuatro juntas.
Escribir cuentos infantiles la conectaba con aquellos momentos de su infancia, tranquila y despreocupada, y la ayudaba a evadirse del desánimo y la tristeza que, casi siempre, la invadían al terminar la jornada.
Gracias a Sol, Jimena, conoció la literatura infantil de Ana María Matute, a Carmen Martín Gaite, a Gianni Rodari o a Roald Dahl, en quienes se inspiraba hasta que empezó a crear relatos salidos, en exclusiva, de su imaginación.
Viendo los libros y cuadernos de la época infantil de Sol, Jimena entendió el porqué de los diarios de su compañera, en los que pegaba, desde la arena del desierto, atrapada en una banda de cello, al titular de un periódico, una foto sacada con su Polaroid, la imagen recortada, a traición, de las revistas de los aviones o los bares de los hoteles, un billete de metro o una cajetilla de tabaco, que había acabado en un momento digno de ser reseñado. Todo le servía, a Sol, para ilustrar sus días fuera de casa. Todo le venía bien para escribir un pequeño relato, o un cuento infantil, que seguía editando, ilustrando y encuadernando.
De aquel fin de semana en casa de Sol, Jimena se llevó, en riguroso préstamo, La gramática de la fantasía, de Gianni Rodari y Visión de Nueva York de Carmen Martín Gaite, dos de los pilares en los que se sustentaba la creatividad de Sol.
Aunque siempre había estado convencida de que escribir no era lo suyo, empezó a hacer sus pinitos, con la colaboración de Sol, que ejerció de maestra entregada y entusiasta.
Siguiendo, a su manera, la propuesta de El binomio fantástico, de Rodari, elegía a dos personas, lo más dispares posible, con las que se encontraba por la calle, en un bar, en un supermercado o en la cola de embarque, y las unía en una historia, la mayoría de las veces, disparatada. Al principio, se la dejaba a Sol, para que la leyera, y su compañera le daba las pautas para mejorar el texto. Al cabo de una semana, o quince días, dependiendo del trabajo que tuvieran, rescataban el relato y le daban la última vuelta.
Desde que empezó su andadura con Sol por el mundo, ha escrito casi trescientos relatos, que guarda en su disco duro, en una carpeta que ha denominado, Biografías delirantes. En poco tiempo no necesitó el apoyo técnico de Sol. Escribía, un máximo de tres versiones, dejaba reposar la última durante un tiempo, hacía las últimas correcciones y la guardaba en la carpeta correspondiente. Escribía por ella, y para ella. Jamás pensó en que nadie, aparte de Sol, leyera nada de lo que escribía. Hasta que empezó con el fic.

Cantábrico (Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora