Somos

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–Aquí están.
Dan una última calada al cigarrillo, se ponen las mascarillas y salen del vehículo.

Apenas hay movimiento, a esa hora de la tarde que media entre la merienda, costumbre muy arraigada aún, en esta Vetusta del siglo XXI, para ciertos sectores de la sociedad ovetense, y la de las sidras, o las cervezas, que llenarán las terrazas del Bulevar de la sidra –a qué lumbrera se le habrá ocurrido ese nombre–, cercano al parking, dentro de un par de horas, coincidiendo con el fin de la jornada laboral y el cierre del comercio de proximidad. No obstante, toda precaución es poca. Una joven, alta como un chopo, junto a otra, tamaño bolsillo, constituyen un binomio demasiado reconocible, por mucho que se hayan recogido el pelo con sendas gorras y cubran la mitad de su cara con la (inefable) mascarilla. Por eso, después de saludarlas con la mano, Jimena le hace una seña a Alba para indicarle que no aparque, que se van a ir inmediatamente (mano en alto para el stop, los cinco dedos abiertos; dos golpes rápidos de la mano derecha sobre el lateral superior de la izquierda que señala la rampa de salida). Alba asiente con la cabeza, lleva el coche al lugar que le ha indicado Jimena y apaga el motor. Mientras sus anfitrionas se acercan, las cantantes aprovechan para hacerles un escaneo completo.
Si no fuera por las pequeñas arrugas de expresión que orlan los ojos de ambas, acentuadas por la sonrisa que oculta la (inefable) mascarilla, podrían confundirlas con un par de treintañeras. Jimena se ha puesto, para la ocasión, vaqueros negros, camiseta blanca básica, camisa oversize y deportivas, también negras. Ana, vaqueros azules, clásicos, deportivas de lona blancas, de una conocida marca nacional de calzado ecológico, que Alba reconoce, ¿Por qué no tengo unas de estas, en vez de tanta Vans, tanta Nike y tanta marca made in USA, fabricada en Bangladesh? Porque seguro que no las hacen con plataforma. Mis Vans no la tienen, camiseta panadera, azul marino, y una americana gris, amplia, del estilo que le han visto en las pocas imágenes suyas que hay en Internet.
–La camisa de Jimena es como las que te gustan a ti –comenta Alba, en voz baja, como si temiera que pudieran oírla, o leerle los labios a través de la (inefable) mascarilla.
–¿Cómo sabes quién es quién?
Alba deja escapar un suspiro resignado, mira al techo, mueve la cabeza de un lado a otro varias veces, la gira, mira fijamente a Natalia con la sonrisa reflejada en la mirada.
–Muy fácil, mi amor –le responde con su poquito de ironía–, Jimena, pelo corto, Ana, media melena.
Tienen que hacer un esfuerzo para no reírse a carcajadas, ante sus anfitrionas, que están a dos pasos de la ventanilla de la conductora, que Alba se apresura a bajar.
–¿Qué tal, chicas? –pregunta Jimena, con la misma confianza con la que hubiera saludado a cualquiera de sus amistades– Sois unas cracks, habéis llegado en tiempo récord.
Las cuatro se sonríen.
–Gracias a Google Maps que, cuando quiere, lo clava –contesta Alba, con la misma soltura.
Tiene la voz más bonita que la que se escucha a través de los micrófonos. Y más dulce.
–¿Qué tal habéis hecho el viaje? –se interesa Ana.
A Alba se le escapa una risita maliciosa, por la que se gana un pequeño golpe de Natalia en el muslo.
–Una mejor que otra. No todo van a ser ventajas para las modelos esculturales de metro ochenta.
Claro... Como ella es modelo y mide metro ochenta...
Otro golpecito en el muslo y una queja.
–¡Alba, jo!
Se ha puesto colorada.
Natalia, que apenas ha esbozado un Hola, ¿qué tal?, dirigido al cuello de su jersey, mira a Alba de reojo, sorprendida por la naturalidad con la que se comporta con este par de desconocidas, que les doblan la edad y hasta podrían ser sus madres.
–¿Entonces? –se interesa Jimena– ¿Qué le ha pasado a la modelo escultural de metro ochenta?
–¡Na, tonterías! –responde Alba, juguetona, encogiendo ligeramente los hombros– Que tuvo que aliviar la vejiga escondida detrás de unos arbustos, en un área de descanso, y camuflarse en el asiento de atrás cuando paramos a coger un café, y a que yo fuera al baño como una señora.
A varios kilómetros de la ciudad se paró en un área de descanso y vomitó los macarrones con tomate, las aceitunas negras, el pecorino y el chanti. Tardó un tiempo en darse cuenta de que la gravilla del asfalto se clavaba en sus pies descalzos, pero no pudo moverse del sitio.
–¡Ay, pobre! –exclama Jimena, mezcladas, en su imaginación, las imágenes de su fic con la del cuerpo de Natalia hecha un ovillo en la parte trasera de Golf que les han alquilado.
–Cuando se está en misión secreta, se está en misión secreta –añade Alba, rotunda, sin abandonar la sonrisa ni el tonillo juguetón.
La salida de un coche, que pasa a escasos metros de donde se encuentran, les recuerda que están en un lugar público a la vista de todo el mundo.
–Si os parece, nos vamos ya, no vaya a ser –dice Jimena, mirando de un lado a otro, del subterráneo en actitud desconfiada, mientras le guiña un ojo a Alba–. Porfa, Alba, dame el tique.
Introduce dos dedos en el bolsillo del reloj de sus vaqueros, extrae una moneda y se dirige a la caja automática.
–¿No preferís conducir alguna de vosotras? –pregunta Alba, cuando ambas se suben a la parte de atrás.
–No hace falta. Te voy indicando desde aquí –le responde Jimena–. Es muy fácil. En Oviedo, todo está a tiro de piedra.
–¿Os apetece pasar por casa antes de cenar? –les ofrece Ana– A daros una ducha, a deshacer el equipaje, a descansar...
Se miran, la una a la otra. No les vendría mal un ratito de intimidad, para resolver el calentón que dejaron a medias en el parking del hotel de Alba, en Gijón. No importa. Ya tendrán tiempo.
–No, gracias.
Es Natalia, la que se vuelve hacia Jimena, que está sentada detrás de Alba, y responde con esa vocecita que le sale cuando se siente insegura, y pequeña. Tiene la misma expresión infantil que le vi tantas veces en la Academia, piensa Jimena, al observar el gesto con el que Natalia pareció pedir la aprobación a Alba, antes de responder. Tiene veintiuno, ¿qué expresión va a tener sin una gota de maquillaje?
–Hace un rato, mientras os esperábamos, le he dicho a Jimena que me siento como una espía a las órdenes del CSI.
Se ríen con ganas, las cuatro. Y es esa risa la que ayuda a que Natalia se destense un poco y se atreva a elaborar una frase con más de dos palabras. Cinco, en concreto.
–Es que, ¡sois la hostia! –exclama– ¿A que sí, Albi?
Alba la mira y asiente.
Luc tenía razón cuando me dijo que estaba convencida de que era Alba, la que manejaba los hilos y los tiempos.
–Tampoco era necesario que os tomarais tantas molestias –dice, mirando, ahora sí, sin pudor, a los ojos de Jimena, que no ha dejado de sonreír tras la (inefable) mascarilla.
–Si vamos a jugar al escondite –les responde Ana–, hay que hacerlo con todas las garantías, si no queremos que nos descubran antes de contar hasta diez.
Morena mía, voy a contarte hasta diez.
La risa cantarina de Alba se alza por encima de las otras dos. De la risita tímida de Natalia, marca de la casa, de la carcajada franca de Jimena, a la que se une Ana.
–¡Ninguna molestia, al contrario! No podéis imaginar lo muchísimo que nos hemos divertido planeándolo.
–Hasta le hemos puesto un nombre, y todo, a esta misión: Operación Madriguera –puntualiza Ana.
–¿Por Alicia en el país de las Maravillas? –pregunta Alba.
Chica lista.
–¡Bingo! –responden Ana y Jimena al unísono.
–Sin Reina de Corazones que nos persiga para cortarnos la cabeza –aclara Jimena.

Cantábrico (Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora