Deja la maleta en la entrada, junto a la puerta. Al hacer el gesto automático, de apoyar el bastón en el marco, se da cuenta de que no lo tiene. Ha hecho el viaje desde el aeropuerto tan abstraída, que solo se ha dado cuenta de que le falta al entrar en su casa. Hace un repaso mental, hasta el último momento en el que recuerda haberlo sostenido en su mano. Lo ve apoyado en el dintel del portal, bajo la botonera de los timbres. No piensa bajar a por él. No quiere recuperarlo. Ya no necesita depender de él.
El aspecto desangelado del piso, en el que solo ha dejado lo indispensable para pasar los últimos días con un mínimo de comodidad, en contraste con la calidez de su casa ovetense, le produce sensaciones encontradas.
Por un lado, se alegra de que la ausencia de los muebles y objetos que la han acompañado durante todos estos años, que ya ha trasladado a Oviedo, signifique que le queda poco para instalarse definitivamente en su nuevo hogar. Por otro, la invade una cierta nostalgia. Entre esas paredes, ahora desnudas, ha vivido, soñado, reído, llorado..., durante doce años. En la cama, que va a dejar en el piso, ha tenido sexo, de todos los colores, con mujeres las pocas mujeres a las que ha querido, con muchas otras, con las que solo buscaba placer esporádico. Aunque, durante todo este tiempo, no había sido plenamente consciente, al revivir las emociones, a través de la Natalia de su fic, se ha dado cuenta de que hay mucho más de ella misma, en el personaje, de lo que pretendía, cuando empezó a escribir.
Al igual que Natalia, Jimena no quiere compartir con Ana esa cama, en la que ha follado, se ha dormido y despertado junto a mujeres que no eran ella. Nunca se ha considerado fetichista, pero no ha querido que esa cama forma parte de su nueva vida. Hasta que decidió que no quería llevársela, estaba convencida de que no le daba ningún peso simbólico a los objetos. Lo material es prescindible. Se puede sustituir, cambiar, renovar... Los recuerdos, las emociones, permanecen en la memoria. Y en el alma. Un espejismo más, de los muchos que se le han aparecido mientras se dedicaba a vivir peligrosamente, año tras año. Por mucho que haya querido convencerse de lo contrario, por mucho que haya camuflado, entre otros, los recuerdos materiales del tiempo que compartió con Ana, han estado siempre ahí, acompañándola en la sombra. Le ha bastado encontrarse con las tazas de la Tate y la National Gallery, perfectamente embaladas y protegidas, al hacer el grueso de la mudanza, para darse cuenta de que algunos objetos, solo algunos, tienen el poder de conectarte con emociones y sentimientos que, en su caso, han permanecido, durante veintitrés años, en la cara oculta de su Luna particular.
Por el color del trigo.
¡Mierda!
¡No, joder, ahora no!
Dos gruesas lágrimas se habían deslizado, lentamente, por sus mejillas.
Por el color del trigo.
Están en el salón de la casa de sus padres, en Oviedo, uno de esos fines de semana en los que la tenían para ellas solas. Inés se ha ido hace un rato, después de haber terminado de preparar los temas de Historia de España. Han cenado y se han dado un rato de descanso, antes de volver a repasarlos, por última vez.
A Ana le había sorprendido encontrarse, entre los volúmenes de su biblioteca, un ejemplar de El Principito.
–Me lo regaló Fruela, cuando cumplí diez años –le había dicho, en tono de disculpa.
A ella, que había leído a Dolores Medio, a Carmen Laforet, a las hermanas Bronte, Rosa Montero, Salinger o Clarín, antes de los quince, le resulta demasiado tópico y típico comentar con su novia, precisamente, ese libro.
–Tú, siempre tan precoz –se había burlado Ana, moviendo la cabeza de un lado a otro–.¿ Lo has leído?
–Cuando me lo regaló, sí, casi no me acuerdo.
Sí se acuerda. Lo ha releído las veces suficientes para saberse algunos pasajes de memoria, pero no quiere reconocerlo. Hubiera preferido comentar con ella cualquier otra historia, no esa cursilada ñoña. ¡Qué pardilla!
Esa noche, Ana, se ha empeñado en leerle algunos pasajes del libro, sus favoritos. Aceptó, no muy convencida, pero aceptó. Esa noche descubrió lo mucho que le gustaba que leyera para ella.
Con la cabeza apoyada en sus piernas, la mano izquierda enlazada con la de Ana, reposando sobre su abdomen, los ojos cerrados, escucha su voz tranquila, en la que aprecia un tinte de emoción.
La misma que la embarga al recordar el momento, con las tazas en la mano.
Por el color del trigo.
El color del trigo, en las tazas que compró en Londres, para Ana y para ella, en las que le ha hecho coleccionar a Natalia.
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Cantábrico (Albalia)
FanfictionAna, directora de una editorial LGBT, decide dedicar el número en papel, de su revista digital, a realizar un estudio sobre los fanfic Albalia. Entre ellos, encuentra uno en el que la historia de Alba y Natalia contiene demasiados paralelismos con...