Los trabajos y los días

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El sonido insistente del teléfono interrumpe el profundo sueño en el que me he sumido a no sé qué hora de la madrugada. Busco a tientas el teléfono. Descuelgo sin mirar.
–¡Joder, Ana, ya estaba a punto de ir a tu casa! –es el saludo de Pruden– Creí que te había pasado algo. Te he llamado cinco veces...
Ya me parecía, a mí, que había escuchado, lejos, muy lejos, un sonido persistente, a la par que irritante.
–¿Qué hora es? –le pregunto, sin abrir los ojos.
–Las once menos cuarto.
–¿Para qué me llamas a estas horas? ¿Ha pasado algo?
–Hemos tenido que cambiar la hora de la reunión.
–¡Vamos, no me jodas, Pruden! Estaba como un tronco. Había puesto el despertador para las dos y media...
–Lo siento mucho por ti, pero le ha surgido un imprevisto a Antonia y tiene que irse a las dos.
Estoy a punto de protestar, de inventarme una excusa, de decirle que me da lo mismo que Antonia no asista, para poder seguir durmiendo un ratito más, pero como mi mente aún no ha logrado despertarse del todo, Pruden, aprovecha mi silencio.
–Te he llamado lo más tarde que he podido, Ana, pero tenemos que empezar a las doce, como máximo, así que, tienes una hora y cuarto para presentarte aquí. Por favor, espabila.
–Descuida. A las doce en punto estoy ahí.
Cuando me decido a abrir los ojos, me doy cuenta de que, más que quedarme dormida, he debido perder la consciencia, porque he amanecido boca arriba, con la tableta abierta sobre el pecho y el flexo encendido.
A pesar del abrupto despertar que me ha proporcionado Pruden, sorprendente, me he despertado de muy buen humor. Es más, estoy hasta contenta. Igual necesitaba unas horas de sueño, las que hayan sido, para digerir la maratón emocional que he corrido, durante estos últimos días, porque no queda ni rastro de la melancolía que me invadió antes acostarme, ni de la inquietud con la que he afrontado el, ya, más que inminente, encuentro con Jimena.
También me ha ayudado, todo hay que decirlo, el último capítulo, que he leído con una sonrisa en los labios y el corazón blandito. El principio de la relación de las dos pencas, las de verdad, que veo en los vídeos de Warta, la ficticia, que leo en este viaje a Plutón, tienen el poder de sosegar mi ánimo. Sobre todo, desde que he decidido que la adulta que hay en mí, tome las riendas.
Era Jimena, la que leía novelas de amor, durante la adolescencia. Yo, la que me embarcaba en el Nautilus y deseaba emular a la líder de El club del Pino Solitario. Sin embargo, es ella la que ha tenido una vida llena de aventuras y yo, a mis cuarenta y tres, la que me conmuevo con novelitas románticas escritas por centennials y millenials. Es lo que hay. Todo lo que es, conviene. Y a mí, por lo que se ve, me ha convenido, y mucho, encontrarme con este fic.
Desde que he limpiado y desinfectado mi herida, desde que perdoné a mi adolescente y lloré, lo que no pude llorar a los diecinueve, esta historia del viaje a Plutón está actuando como un bálsamo para cerrar del todo mi cicatriz.
La Natalia que comparte los recuerdos de su infancia, me produce una ternura enorme. No solo porque tengan tanto que ver con los míos, sino por la manera de hacerlo. Transporta a Alba con ella, a los parajes de su biografía, que también son los míos, como hizo en el Cabo Peñas, el Campo de San Francisco y, hará, a buen seguro, en Xagó, para que Alba encaje las piezas del puzzle que ha sido su vida hasta que se conocieron.
El momento en el que le enseña a Alba su casa, es tan mío, que me conmueve y me reconforta. Para Natalia, esa casa es su refugio, el símbolo de su nuevo comienzo, después de que el final de su relación con Inés la rompiera en mil pedazos. Pedazos que ha vuelto a pegar, uno a uno, con la paciencia de una restauradora profesional. No le importa que Alba vea las líneas de los fragmentos que ha ido uniendo, hasta devolverle a la pieza su forma primitiva. No ha intentado rellenar los huecos de los trozos que se perdieron, ni disimularlos con pastas y colores que imiten el original. Muestra sus cicatrices con el orgullo de quien ha logrado reponerse de sus heridas; sus espacios vacíos, con la esperanza de rellenarlos con un material mucho más valioso, el que elegirán juntas.
Vámonos a casa, Albi. No a mi casa. A la casa en la que desea construir su vida junto a ella.
Para mí, esta casa es el reflejo de mi vida sin Jimena, con los recuerdos de nuestra relación guardados en una caja, en el armario de mi dormitorio. ¿Qué pensaría Jimena, de mí, si pudiera verla? ¿Reconocería lo que aún queda de la Ana de la que se enamoró, entre estas paredes? ¿Podría interpretar a la Ana que soy, ahora, tantísimos años después? ¿Le gustaría? ¿Se sentiría cómoda? Me la imagino, observando cada detalle, como lo hice, yo, al entrar en su habitación por primera vez. Aquella habitación era su reducto privado en la casa de sus padres, en el que había marcado su impronta. Su dormitorio era como ella: sencillo, austero, sin artificios. Sus libros, su música. Y la reproducción del cuadro de Hopper.
Esta casa es como ella, piensa Alba. Sí, claro, por supuesto que lo es. Como lo son las casas de quienes vivimos solas, evidencia de cómo nos hemos construido, a lo largo de la vida. Nuestros libros, nuestra música, dicen tanto de nosotras... Y los objetos que hemos traído de los viajes, en un intento de mantener vivo el recuerdo de lugares a los que, quizás, no volvamos, pero que forman parte del camino recorrido; los regalos de las personas que amamos y nos aman, que exponemos como recordatorio permanente de su afecto; las fotos, los cuadros, la distribución de los espacios, los muebles... Nuestra casa es un mapa emocional, que entregamos a quienes invitamos a entrar, con la leyenda completa para que puedan transitar por sus calles sin perderse.
Como Natalia, no le doy ese mapa a cualquiera.
Una cosa es traer a alguien a casa, para follar, generalmente, de noche y con unas copas, y otra, muy diferente, mostrarla. Mi casa, como para la Natalia de este fic, es mi refugio, el lugar en el que me permito ser como soy, sin imposturas. Enseñar mi casa significa que estoy abriendo algo más profundo que las puertas de las habitaciones.
Eso es lo que hace Natalia con Alba, en cuanto traspasan la puerta de entrada, poner el mapa en sus manos, decirle, sin palabras, esta soy yo, la auténtica, la que no quiere ocultarte nada; la que va a respetar tu intimidad; la que te abre, sin reservas, sus compartimentos más íntimos: el de la calidez, que solo he compartido con mi familia y mis amistades más cercanas, desde hace siete años, y el del fuego que estoy dispuesta a encender contigo y para ti; el de mi dormitorio, en el que flotan en el aire, como burbujas de jabón, los sueños por cumplir. Un dormitorio donde ya cuelga el regalo de Alba, frente a la cama que no ha querido compartir con ninguna de sus amantes ocasionales.
¡Por favor, qué ternura! ¿Cómo no leerlo con una sonrisa en los labios?
Mientras preparo el desayuno, me vienen a la cabeza retazos del sueño que interrumpió la llamada de Pruden. Veo a Natalia y a Alba paseando de la mano por Xagó, los pantalones remangados, las botas en la mano libre, los pies, recibiendo la caricia de las olas que, ese día, llegan mansas a la orilla. Natalia, contándole algo a Alba. Alba, escuchando atenta y conmovida.
No, no son ellas, las protagonistas de mi sueño. Somos nosotras, las de ahora, en este abril de dos mil diecinueve, paseando de la mano por la misma playa a la que llevé a Jimena, en el verano del noventa y cuatro. Es Jimena, la que habla. Yo, la que escucho. No sé lo que me dice, es su expresión la que me da una paz que hace demasiado tiempo que no siento. ¿Es una premonición? Ojalá. De momento, pase lo que pase mañana, me he despertado contenta, con el alma ligera. Un milagro, teniendo en cuenta la montaña rusa emocional de la que no me he bajado en tres días.
Bendito capítulo. Bendito sueño.
Lo que no sé es dónde ha visto Lore el drama... ¡Hostia, si no he terminado de leerlo! ¡Me he dormido a la mitad! Y ahora no me da tiempo a acabarlo. Mejor. Lo que menos me conviene es un drama entre estas dos.
Tengo el tiempo justo para, por este orden, terminar de desayunar, ducharme, vestirme y llegar a la reunión, fresca como una lechuga y la azotea en perfecto estado de revista, tal y como me pidió Pruden. Así lo voy a hacer. Se lo debo. Me lo debo.
Lo primero que hago, mientras bajo en el ascensor, es entrar en Drive a mirar el Orden del día de la reunión, que debería haber revisado ayer. Compruebo que es Lore la que ha compartido el documento.

Cantábrico (Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora