Un par de golpes en la puerta, seguidos por la entrada de Pruden, me devuelven, abruptamente, a la realidad.
–¿Qué, cómo lo llevas? –pregunta, añadiendo a su gesto una sonrisa cómplice.
Su expresión cambia cuando me mira a los ojos.
–Tocada y hundida.Se sienta a mi lado en el sofá. Me pone la mano en el brazo y me da un ligero apretón.
–Sabía que no era buena idea, lo de Creep. Y menos en este momento.
–La peor idea, amiga mía. La peor. Se me ha venido todo encima.
No necesito decir nada más. Son tantos años de confidencias, que nos entendemos sin palabras. En este caso, porque fue testiga directa de una gran parte de mi historia con Jimena. Confié en ella y en Cova, su pareja desde entonces, cuando aún no me había atrevido a confesar mis inclinaciones sexuales a mis amigas de siempre. De hecho, fueron ellas las que me animaron a salir del armario, primero con Toya, mi amiga del alma y la niñez, luego con el resto.
No puede evitar fijarme en ellas en la primera reunión de AFU a la que asistí. Por aquel entonces, ya ejercían abiertamente como pareja, no solo en la asociación, que era un entorno seguro, sino entre su familia y amistades. Al principio, atribuí la naturalidad con la que se comportaban a que Cova era cinco años mayor que nosotras. Cuando las conocí un poco más, me di cuenta de que era Pruden quien llevaba la batuta en ciertas cuestiones. Es la única lesbiana que conozco que jamás estuvo dentro del armario. Las admiré la naturalidad con la que se comportaban. Me pegué a ellas con la esperanza de que me contagiaran un poco de la seguridad que transmitían. A ellas les hizo gracia mi ingenuidad y me adoptaron enseguida.
Las dos fueron mis mentoras, mis cómplices, mis confidentes, mi filmoteca lésbica, mi biblioteca feminista. Con ellas conocí y frecuenté locales de ambiente, en unos años en los que ese tipo de bares reunía a la flor y nata de la modernidad, en nuestra pequeña ciudad de provincias, tras el estallido de libertad de los ochenta.
Fue a ellas a las que confesé mis miedos cuando Jimena se fue a estudiar a Madrid; las que me acogieron y acompañaron durante los primeros meses, en los que me sentí sola y perdida.
Yo sabía, desde el principio de nuestra relación, que Jimena quería ser reportera de guerra. Soñaba con denunciar la barbarie de los conflictos, con sacarle los colores a la sociedad europea, que consentía genocidios a la puerta de su casa sin inmutarse. Como no había facultad de periodismo en Oviedo, estaba claro que tendría que irse a estudiar fuera.
Me había preparado para nuestra separación desde que sacó la segunda nota en la selectividad, que le garantizaba una plaza en la Carlos III, su primera opción, por delante de la Complutense. Sin embargo, cuando llegó el momento, después de cinco meses de separarnos lo justo, se me cayó el mundo encima. No solo porque dejaríamos de vernos a diario, sino porque se me ponían los vellos como escarpias, solo de imaginar el momento en el que acabara la carrera y comenzara a ponerse en peligro. Así lo veía yo. Ella, no.
–Pero, bueno, ¿qué te crees, que me voy a poner en primera línea?
No es que lo creyera. Estaba segura.
–Además, todavía falta mucho para eso, mi amor –me tranquilizó, el día que le confesé mis miedos– Venga... ¡No te ralles! De momento, estamos aquí. ¡Carpe diem!
Para ella, todo era sencillo. Madrid estaba a la vuelta de la esquina. Seis horas en autobús, no eran nada. O, mejor, se sacaría el carné de conducir y convencería a su padre de que le comprara un coche. Vendría cada vez que pudiera o iría yo, a pasar algún fin de semana. Sin que nos diéramos cuenta, llegarían las vacaciones de Navidad y volveríamos a ser inseparables, como lo habíamos sido desde aquel día de marzo, en el que me propuso que fuera a su casa para hacer el trabajo de Arte.
Y así fue, al menos, durante el primer curso. Hablábamos casi a diario, venía una o dos veces, al mes, a costa de meterse unas palizas monumentales en el autobús, porque solía coger el nocturno para que pudiéramos desayunar juntas el sábado. Yo fui en el macropuente del Pilar, a quemar Madrid. Lo quemamos, básicamente, en la cama del piso que compartía con una compañera de su facultad, a excepción del par de horas que dedicamos a recorrer Chueca, el viernes por la noche y la obligada visita a El Prado, el domingo por la mañana. Llegaron las vacaciones de Navidad, que pasamos en Oviedo, menos tres días, en Año Viejo, que aprovechamos para irnos a los Picos de Europa, con Pruden y Cova. Luego, las de Semana Santa que, aquel año, coincidieron con mi cumpleaños. Me regaló un ejemplar de la Divina Comedia –nunca conseguí acabarlo, aunque leí la parte correspondiente a Pía de Tolomei, en su honor–, y un viaje a Londres, para que pudiera apreciar, en directo, las ilustraciones de Blake y la colección de pintura prerrafaelita de la Tate.
El tercer trimestre fue mortal, para las dos. Solo pudimos vernos dos veces, aunque, entre las horas que dedicábamos a las clases y el estudio, y la promesa de unas vacaciones de verano solo para nosotras, no nos dio tiempo ni a echarnos de menos.
Los primeros días de julio los pasamos en la casa de verano de sus padres, en Hondarribia, un pueblo de la costa vasca, muy cerca de la frontera con Francia.
Jimena era la pequeña y única chica de su familia. Su hermano Fruela, el segundo, le llevaba once años; trece, Javier, el mayor, que seguía llamándola mi princesita y la trataba como tal. Desde el momento de su nacimiento, Jimena se convirtió en el ojito derecho de su padre –de quien heredó la pasión por la música clásica, en general, y la ópera, en particular,– en la persona favorita de su hermano mayor. Con él compartía orientación sexual, el amor por la lectura y el arte, que Javier se había encargado alimentar desde su más tierna infancia. Nadie en la familia le negaba nada. Jimena imaginaba y sus padres, o Javier, se ocupaban de que sus deseos se cumplieran. Sin embargo, no era caprichosa, más bien al contrario, su carácter rayaba en la austeridad, como pude comprobar la primera vez que estuve en su habitación y constaté con el tiempo. Tenía lo justo de casi todo, excepto libros y discos de música clásica, que acumulaba sin medida.
Otra de sus grandes pasiones, que compartía con su madre, era viajar. Desde muy pequeña empezó a recorrer Europa con ellos, por eso, aprovechaba las vacaciones para, lo que ella llamaba, ampliar horizontes. Sus padres no solo se lo permitían, sino que, lo fomentaban. ¿Una semana en Italia? Sin problema. ¿Cuatro días en Londres? Los que hicieran falta.
No le pusieron ningún impedimento cuando les pidió permiso para irse a Hondarribia conmigo, a recuperarse de aquel primer año universitario que, como siempre, había solventado con éxito.
Podría haberme pasado la vida como pasamos aquellos días en Hondarribia. Si no fuera porque dábamos rienda suelta a la pasión a la primera oportunidad, parecíamos una pareja consolidada. Nos levantábamos cuando nos lo pedía el cuerpo. Mientras una de las dos preparaba el desayuno, la otra iba a comprar los periódicos, que leíamos y comentábamos en el porche, si el tiempo lo permitía, o en la mesa de la cocina, el par de días que llovió como si no hubiera un mañana. Follábamos antes o después del desayuno. Hacíamos la compra, cada día, en función de lo que nos apeteciera comer. Íbamos a la playa, en bicicleta, cargando con nuestra silla, un termo con agua helada y una sombrilla, como dos señoras, y, por supuesto, un libro. Nos bañábamos, paseábamos a la orilla del mar, leíamos... A la vuelta, nos duchábamos y follábamos. Dormíamos la siesta y follábamos, o viceversa. Por la tarde, jugábamos al backgammon o leíamos en el sofá, la una pegada a la otra. Y follábamos. Hacia las diez, dábamos un paseo hasta el Parador, a tomarnos una cerveza con un par de pintxos, que nos servían de cena. Y hablábamos. Hablamos mucho, aquellos días. Discutimos sobre feminismo, política, literatura... También compartimos recuerdos de los veranos de nuestra infancia.
En una de aquellas conversaciones supe, por fin, que su amor por los Prerrafaelitas se lo debía a Javier.
Su hermano mayor había hecho la tesis doctoral sobre el paisajismo inglés del siglo XIX. Pasó dos años en Londres, documentándose. Jimena y Javier habían nacido en agosto, con un par de días de diferencia. Ella cumplía el día quince, él, el diecisiete. Sus padres la llevaron a la capital británica como regalo de cumpleaños. Javier le regaló un día en la National Gallery y una mañana en la Tate.
–Me quedé clavada, ante las ilustraciones de Blake para la Divina Comedia –me contó, entusiasmada–. Bueno, tú ya lo has visto. ¡Es impresionante! Toda la sala a oscuras, menos las vitrinas. ¡Uf! No podía despegar los ojos de ellas mientras Javier me las iba contando, una por una.
Su rostro, su voz, su mirada, reflejaban la misma emoción con la que vivió aquel momento.
–Fue un auténtico flechazo, como me pasó contigo —me dijo, llevándose mi mano a sus labios.
Llovía a cántaros, por segundo día consecutivo. La temperatura había bajado tanto que decidimos encender la chimenea. Trasladamos el sofá y nos instalamos frente al fuego. Ella sentada, yo, tirada a la larga, con la cabeza en su regazo, las manos enlazadas.
–¿Flechazo? –pregunté, al recordar los cuatro meses en los que la había adorado a distancia.
–Me fijé en ti el primer día, mientras esperaba a que la de Lengua me dijera dónde tenía que sentarme.
–Pero no me dijiste nada, zorra –le reproché, desde el cariño.
Se rió a carcajadas.
–¡Joder, Ana, me lo pusiste muy difícil! Parecías tan distante, tan hermética... Además, ¡no me hacías ni puto caso! Si no fuera porque me ponías aquellas caritas, me hubiera dado por vencida.
–¿Caritas? ¿Qué caritas? –quise saber, sintiéndome descubierta, a aquellas alturas, después del año y pico que llevábamos juntas.
–Las mismas con las que me miras ahora, amor –dijo, sonriendo sobre mis labios.
Se acabó la conversación. Como se habían acabado otras. En cuanto sentía sus manos recorrer mi cuerpo, o ella sentía las mías, nos resultaba imposible contenernos.
Nos costó salir de la burbuja. Habíamos vivido diez días de cuento, jugando a las casitas, imaginando cómo sería nuestra vida juntas. Pero había que volver a Oviedo. Jimena empezaba las clases para sacar el carné de conducir. Quería examinarse antes de volver a Madrid, en septiembre.
El cuento de hadas se convirtió en pesadilla a finales de ese mismo mes.
Ahorré todo el año para regalarle un fin de semana en París. El siguiente a su cumpleaños. Yo iría a Hondarribia, a celebrarlo con su familia y de allí, el viernes por la mañana, saldríamos hacia la capital del Sena. En autobús, mi presupuesto no daba para más. Lo había preparado todo al milímetro, incluido un cuadernito, a modo de guía de viaje, en el que incluí fotografías del Louvre, Le Jeu de Paume y el Musée d' Orsay; también, un mapa de París en el que había señalado el itinerario de los lugares que visitaríamos, desde museos a bares de ambiente. Me había asegurado de que no tuviera otro plan. Ni siquiera su afán por sacarse el carné pondría en peligro mi sorpresa. La autoescuela cerraba esa quincena. Nada podía salir mal.
Cometí el error de esperar a que estuviéramos solas, aquella noche, para darle mi regalo.
Javier se me adelantó, durante la comida, después de que Jimena soplara las diecinueve velas de la tarta. Imposible competir con las tres semanas, que le ofrecía su hermano, en la Franja de Gaza, de la mano de uno de los valores emergentes del periodismo humanitario, pareja de Javier, que la acompañaría en el viaje, para cuidar de ella.
Ni siquiera le di mi regalo. Le mentí. Le dije que era demasiado grande para llevarlo en el autobús, que ya se lo daría cuando volviera de su aventura. No quise ponerla en el compromiso de tener que escoger entre el regalo de Javier y el mío, quizás porque estaba segura de que no elegiría París. Si yo me había esforzado, Javier no se había quedado atrás. Era necesario preparar el viaje con mucha antelación, por la dificultad de conseguir los permisos y visados que se necesitaban para acceder a los territorios ocupados por Israel. Como complemento, sus padres contribuyeron con un teleobjetivo para su réflex. Estaba pletórica. Yo, desolada.
Por mucho que me esforcé en ocultar mi decepción, no conseguí que le pasara desapercibida. Atribuyó mi tristeza al tiempo que dejaríamos de compartir, antes de volver a separarnos para empezar el curso.
–Son tres semanas, mi amor, solo tres semanas –intentó consolarme–. Cuando vuelva, hacemos lo que quieras. Podemos venir aquí, si te apetece. A mí me encantaría.
Asentí, sin convicción. Por primera vez, desde que estábamos juntas, me encerré en el mutismo con el que solía protegerme de los reveses de la vida.
Caminamos en silencio por las estrechas y empinadas calles que conducían al Parador.
–Mírame, Ana, por favor, mírame –me pidió, angustiada–. Ya sé que no es lo que habíamos planeado, pero es una oportunidad enorme, para mí. Voy a aprender muchísimo. Ni en mis mejores sueños podría haber imaginado que la vida me diera esta posibilidad.
–Lo sé –admití, de corazón.
–Además –añadió–, sabes que siempre va a ser así...
Así, ¿cómo? ¿Destrozando mis ilusiones? ¿Dejándome tirada? ¿Anteponiendo su profesión, a mí, a nosotras?
Hice un esfuerzo enorme para admitirme, a mí misma, que solo pretendía que me fuera haciendo a la idea de que la nuestra sería una pareja poco convencional; que asumiera el hecho que no estaríamos siempre juntas, pero sus palabras cayeron sobre mi ánimo como un cubo de agua helada.
No me enfadé con ella. Me enfadé conmigo misma. ¿Dónde había quedado la adolescente sedienta de aventuras? Pero, sobre todo, ¿por qué me resultaba tan doloroso que ella persiguiera sus sueños? Yo estaba encaminando mi vida hacia una existencia tranquila. Mi máxima aspiración consistía en acabar la carrera, asegurar mi sustento con unas oposiciones a la enseñanza y dedicarme a escribir. Desde muy pequeña había soñado con ser escritora. Me imaginaba viviendo cerca de la mar, rodeada de libros. Por supuesto, con una pareja, que compartía mi amor por la literatura, la música y la vida bucólica. Con Jimena lo tenía todo, excepto la convivencia diaria. No obstante, aquel primer curso separadas me había permitido imaginarnos en el futuro. Jimena aportaba un plus de excitante incertidumbre al futuro idílico que imaginaba. Yo daría mis clases, la esperaría en casa, mientras hacía sus reportajes por el mundo, leyendo, escribiendo novelas con las que me haría rica y famosa. Incluso podría acompañarla en sus viajes, durante las vacaciones escolares. Viajes que me servirían de inspiración y añadirían el toque perfecto de realidad y compromiso social a mis narraciones.
Sin embargo, aquella noche, durante nuestro paseo hacia el Parador de Hondarribia, con la decepción de nuestro viaje frustrado pesándome en el alma como una losa, el globo de mis fantasías románticas me explotó en la cara.
Javier nos llevó a Oviedo, el viernes por la mañana, para que Jimena preparara el macuto, uno de los regalos de Fruela. Los billetes de autobús me quemaban en el bolsillo. Y en el alma.
Aunque intentaron incluirme en la conversación, mi mente se empecinó en aferrarse a lo que nunca viviríamos en París, mientras escuchaba, triste y contrariada, sus planes.
Nos separamos a la puerta de mi casa, con la promesa de que me llamaría siempre que le fuera posible, de que me escribiría a diario para contármelo todo. Yo, con la sensación de que algo se había roto entre nosotras.
La última vez que me llamó fue desde el aeropuerto, antes de embarcar.
–Por favor, no olvides que te quiero –me dijo como despedida.
Me quería, pero se iba tres semanas con Javier y su novio. Me quería, pero no me había tenido en cuenta a la hora de elegir.
Aproveché su ausencia para irme a la casa de mi abuela materna, en Poo, donde mi familia pasaba el mes de agosto. Regresé a Oviedo para formalizar la matrícula y regresé a la costa hasta el comienzo de las clases.
Nada de lo que solía hacer en el pueblo, que me encantaba, conseguía distraerme. Por un lado, la extrañaba con desesperación, por otro, echaba leña al fuego de mis inseguridades, repitiéndome, constantemente, que había preferido irse a vivir su aventura a estar conmigo. Empecé a obsesionarme con la idea de que no era suficiente para ella, si era capaz de anteponer cualquier cosa a nuestra relación. Sabes que siempre va a ser así. Sus palabras resonaban en mi cerebro como un eco constante. Siempre estaría dispuesta a dejarme atrás. Siempre ocuparía un segundo lugar en su vida. Convertí nuestro frustrado viaje a París en el símbolo de lo que sería nuestro futuro. ¿Estaba dispuesta a vivir más decepciones como aquella? Cada día que pasaba me convencía, más y más, de que no. Esperarla en casa, dejó de resultarme apetecible. Tener la certeza de que nunca podría planear nada con anticipación, porque corría el riesgo de que tuviera que salir corriendo hacia cualquier lugar del mundo, me frustraba. La ilusión con la que había preparado, durante meses, hasta el último detalle de aquellos cuatro días, me carcomía. Tanto esfuerzo para nada. Tantas ilusiones, rotas en un instante. Sabes que siempre va a ser así. Pues, si iba a ser siempre así, no lo quería.
Cuando se aproximaba la fecha de su regreso llamé a mi madre para decirle que me iba a pasar unos días a Los Lagos, con mi pandilla de Poo. Quería estar incomunicada, que no me localizara. Quería castigarla por haberme abandonado.
Supe que me había llamado, a su regreso, una semana después de la fecha prevista, desde Madrid. Ese retraso le impidió volver a Oviedo para pasar juntas los últimos días antes de empezar el curso. Aunque no habría podido localizarme, el hecho de que no haber regresado a tiempo para cumplir su palabra, terminó por convencerme de que lo nuestro era imposible.
Volví a Oviedo el día antes de que empezaran las clases dispuesta a olvidarme de ella. Me refugié en Pruden y Cova, que hicieron todo lo que pudieron para convencerme de lo equivocada que estaba.
–Si de verdad quieres apostar por vuestra relación, tienes que aceptarla como es y compartir sus sueños –me dijo Pruden, harta de intentar hacerme razonar.
–Es que, no sé si quiero...
–Sí que quieres, pero no tienes ovarios para asumir que Jimena tenga una vida propia. Una vida en la que cuenta contigo, aunque no sea como tú la has imaginado –me espetó Pruden, enfadada–. ¡Joder, Ana, ni siquiera fuiste capaz de hablarlo con ella!
–No me iba a elegir a mí.
–¿Cómo lo sabes? –me preguntó Cova.
–Porque lo sé. Y porque cambiar su viaje era imposible.
–Pues, precisamente por eso, ya que no podía cambiar ese viaje, ¿tanto trabajo te costaba cambiar el tuyo? Tampoco era tan importante, ir, sí o sí, a París, ese puto fin de semana. No hay puentes, ni nada, en todo el curso...
–Como si lo hubierais dejado para Navidad –apostilló Cova.
–Pero no –remató Pruden–, tenía que ser precisamente ese, y sino, ninguno.
No consiguieron hacerme entrar en razón. No tan en el fondo, sabía que no la tenía, que estaba reaccionando como una niña caprichosa a la que le han quitado un juguete. Pero estaba tan ciega, tan empecinada, que no fui capaz de retractarme. Ni ante ellas, ni ante mí, ni ante quien más se lo merecía.
A partir del momento en el que comenzaron las clases, Jimena empezó a llamarme a diario. Nunca quise ponerme. Procuraba no estar en casa a la hora en la que solía llamarme, o me inventaba cualquier excusa para no hablar con ella. Al principio me pudo el deseo de hacerle saber, sin decírselo, lo dolida que estaba; luego, me avergonzaba tanto de mi actitud que no tuve valor para admitir mi error. Cuando se cansó de llamar, me escribió.Te echo de menos cada instante. Me levanto y me acuesto pensando en ti. Soy incapaz de concentrarme en clase, porque tu recuerdo me persigue a todas horas.
Por favor, habla conmigo. Te prometo que no volveré a repetir, lo que sea que haya hecho, porque no lo sé, Ana, te juro que no lo sé, que te haya dolido tanto como para que no quieras saber nada de mí.
Te quiero, mi amor. Te quiero tanto que no puedo imaginar la vida sin ti.Me pasé la noche redactando la respuesta y llorando como no lo había hecho en toda mi vida, escuchando Creep, una y otra vez, hasta que acabé por odiarla.
Al final, después de romper ni sé cuántas versiones, me bastó la mitad de un folio para decirle que su viaje me había hecho darme cuenta de que nuestras vidas llevaban caminos tan diferentes, que me resultaba imposible imaginar dónde podrían encontrarse; que había sido demasiado duro, para mí, acabar el verano sin ella y que no me sentía con fuerzas para asumir que nuestra vida fuera a ser siempre así. Que la admiraba por intentar vivir sus sueños y le deseaba que los cumpliera todos.
Me faltó valor para despedirme con un te quiero.
El dolor que debió sentir al leer mis estúpidos argumentos tuvo que ser demoledor, porque no me respondió ni volvió a intentar ponerse en contacto conmigo. Ni yo con ella.
Todavía tardé un tiempo en arrepentirme de mi decisión. El que me llevó darme cuenta de que había sido yo la que había antepuesto mi egoísmo a nuestra relación. Yo, y mis fantasías infantiles. Yo, con mi pequeña y mediocre vida, planificada al milímetro. No me atreví a llamarla para pedirle perdón. ¿Cómo podría querer a alguien como yo, que ni siquiera había dado la cara para dejarla?
Un mes después de enviarle aquella carta, recibí un paquete suyo, sin remite, sin una nota. Era un pañuelo palestino. Aún lo conservo, junto con los billetes de autobús, la reserva del hotel, la guía de viaje, sus cartas desde la franja de Gaza, el ejemplar de la Divina Comedia, las fotos que nos hicimos durante el año y medio que la adoré, y el CD de Radiohead, metido en una caja, en el altillo del armario de mi habitación.
No volvimos a vernos, ni supe de ella hasta que empezó a ganar premios, incluido el Pulitzer de Periodismo. Seguí, su trayectoria desde la distancia. Los sentimientos a buen recaudo. La vi crecer y madurar profesionalmente, hasta convertirse en referente del periodismo humanitario. Leí todo lo que publicó, desde cualquier lugar del mundo. Su mirada crítica e incisiva, conseguía lo que la había impulsado a ser reportera de guerra: denunciar la barbarie humana, remover conciencias.
Y ahora, veinticuatro años después, vuelve a Oviedo para ser jurado del Premio Princesa de Asturias a la Cooperación Internacional. Aparte de su trabajo como periodista, Jimena es lesbiana militante y destacada activista pro derechos LGTB. No se entendería que nuestra revista no la entrevistara. No se entendería que no fuera yo, la directora de la editorial en Asturias, quien realizara la entrevista.
Y ahora, la peregrina idea de una centennial y una aspirante a cantante, de voz profunda y alma vieja, me han obligado a romper, de golpe, las siete cerraduras bajo las que encerré recuerdos y sentimientos, cuyas llaves arrojé, hace media vida, al fondo del pozo de mi memoria.
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Cantábrico (Albalia)
FanfictionAna, directora de una editorial LGBT, decide dedicar el número en papel, de su revista digital, a realizar un estudio sobre los fanfic Albalia. Entre ellos, encuentra uno en el que la historia de Alba y Natalia contiene demasiados paralelismos con...