Otro sábado, otro abril

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Tumbada, aún, en el sofá, con los ojos cerrados, y el recuerdo de los últimos mensajes que intercambió con Ana, Jimena piensa que este sábado de abril, se parece mucho los que siguieron, durante la primavera del noventa y tres, al jueves en el que Ana fue a su casa a preparar el trabajo de Arte. En especial, al primero. Siente el mismo hormigueo en el estómago, la misma emoción que hace tantos años, al despertarse, sabiendo que pasarían todo el fin de semana juntas.
Sonríe al rememorar la tarde de aquel jueves. Apenas pudo comer, a pesar de que Trini, la señora que trabajaba en su casa, le había preparado uno de sus platos favoritos, arroz blanco con salsa boloñesa. Tuvo que tomarse una tila, con dos bolsitas, para aplacar los nervios que se le habían instalado en el estómago, hacer veinte kilómetros en la bicicleta estática de su padre, darse una ducha larga, hablar con Javier y con Miren, cambiarse cuatro veces de ropa, ordenar, de tres maneras diferentes, la mesa de estudio. Todo para ocupar el tiempo hasta que sonara el timbre que le traía a Ana.
Ana. Su primer amor. Su único amor. La mujer que se había instalado en su corazón, en su alma, desde la primera vez que la vio.
Nunca había sentido una conexión tan fuerte con nadie, como la que sintió con ella, el primer día, en el nuevo instituto, cuando se tropezó con sus ojos, entre los que la observaban con curiosidad, mientras esperaba a que la profesora le dijera dónde tenía que sentarse.
Tuvo la sensación de que ya se había encontrado antes con aquella mirada, quizás en sus sueños, o cuando se imaginaba a las protagonistas de las novelas románticas que había devorado al principio de la adolescencia. No, no la había soñado. No la había imaginado. La había visto en un cuadro, no recordaba si en la Tate, o en uno de los libros que le había regalado Javier, cuando se enamoró de la pintura Prerrafaelita. La del cuadro era una mirada azul, que interpelaba a quien la contemplaba. La de la chica vestida de negro, que la observaba desde el fondo del aula, era del color de la miel. También la interrogaba, ¿Qué quieres saber de mí?, no le había retirado la mirada, como había hecho el resto, cuando recorrió cada una de las caras que llenaban la clase de tercero de BUP. Al contrario, volvió a encontrarse con sus ojos, al terminar el repaso. Unos ojos que la traspasaban, como si pudieran colarse en su alma y penetrar hasta el último rincón. Lo sorprendente es que no solo no le disgustó la idea, sino que deseó saber si ella estaría sintiendo lo mismo.
¿Sería eso lo que se sentía al enamorarse a primera vista? No tenía ningún referente, solo los literarios y esos no le servían en el mundo real.
No tenía nada con qué comparar la sacudida que le había producido encontrarse con sus ojos, porque nunca se había enamorado. A excepción los típicos cuelgues platónicos, sobre todo, de los papeles que interpretaban algunas actrices, que luego la decepcionaban, como personas, no había sentido nada semejante por nadie de carne y hueso. A sus diecisiete, no sabía lo que era el amor, del que tanto hablaban sus amigas.
Lo que sí tuvo claro, desde muy pronto, fue que los chicos no le interesaban. Ni los compañeros, ni los actores, ni los cantantes que hacían volverse locas a sus compañeras de clase. No le gustaban sus actitudes prepotentes, ni los comentarios salidos de tono, ni las explosiones de testosterona, ni la forma en la que la miraban, primero a las tetas, siempre a las tetas. Odiaba que la miraran así. Le repugnaban los comentarios lascivos sobre su cuerpo, pronunciados en voz alta, o susurrados cuando pasaba junto a grupos de adolescentes sobrehormonados.
En la primavera de séptimo, harta de sentirse el blanco de miradas y comentarios de sus compañeros, y de los de octavo, que estaban más revolucionados, si eso era posible, empezó a utilizar chándales dos tallas mayor que la que necesitaba para las clases de Educación Física. También le pidió a Fruela que le prestara camisas, jerséis y hasta una parka, verde caqui, que había dejado de usar. Aparte de sentirse a salvo de miradas indeseadas, se dio cuenta de que se sentía mucho más cómoda con ropa holgada. Se veía bien con ella. Se gustaba. Le daba un cierto aire masculino, más acorde con su personalidad, que la ropa que solía comprarse con sus amigas. Le encantaba la libertad de movimiento, pero, sobre todo, agradecía pasar desapercibida.
Al empezar en el instituto, se dio cuenta de que su cambio de imagen había cumplido con su primer objetivo: la hacía invisible para los chicos, aunque no para algunas chicas. Ninguna le interesó lo suficiente como para pasar de algunos morreos intrascendentes, más por curiosidad que por otra cosa, aunque le sirvieron para corroborar que, verdaderamente, le atraían las mujeres.
El primero al que se lo confesó fue a Javier, luego a Miren y a Paloma, sus íntimas, desde el colegio.
Javier recibió la confidencia de su hermana con la alegría y la satisfacción con las que recibía cada uno de sus logros. Llevaba tiempo esperando a que Jimena se decidiera a compartir con él lo que había sido evidente desde que empezó a hablarle, a diario, de Isa, una de sus compañeras en segundo de EGB. Que si lo bien que pintaba, que si la buena letra que tenía, que si era la mejor en EF, que si Isa, esto, que si Isa lo otro. Y el disgusto que se llevó, cuando Isa se fue del colegio al terminar el curso, porque su familia volvió a vivir a Galicia. No pudo sentir más orgullo al comprobar que Jimena aceptaba su sexualidad con naturalidad, sin las dudas y el miedo que lo habían martirizado a su edad. Lo sabía. Sabía que su princesita estaba hecha de otra pasta.
Miren y Paloma lo aceptaron, como aceptaban todo lo que venía de ella, sin la menor reserva. Solo Paloma, algo más timorata que sus amigas, le preguntó si estaba segura.
–Y tú, ¿estás segura de que te gusta Antón? –le respondió Jimena.
Se acabó la discusión.
Tuvo su primera experiencia, un mes antes de cumplir los diecisiete, con una chica, un año mayor que ella, de la cuadrilla del hermano Miren, que también pasaba el verano en Hondarribia.
–Me ha dicho Igor que van a hacer una quedada en casa de su novia, este sábado, que vayamos –le dijo Miren, entusiasmada, por el privilegio que suponía que las invitaran a una fiesta de mayores.
–¿Nosotras? –preguntó Jimena, extrañada.
Igor tenía veintiún años. Como en toda pandilla de verano que se precie, las hermanas pequeñas y sus amigas no contaban, no existían. Y menos para sus quedadas, en las que se bebía alcohol y se fumaban petas, algo absolutamente prohibido para las menores, por eso le extrañó tanto, a Jimena, la invitación de Igor.
–Es que le molas a Edurne, una amiga de su novia, y quiere conocerte.
–¿Que le qué, a quién?
Jimena abrió los ojos como platos. No se podía creer lo que acababa de oír.
–Que le molas, a Edurne, una piba que vive en Madrid, pero que sus abuelos son de aquí, y hace mogollón que no venía... A ver, me ha dicho Igor que fuéramos, pero que no te dijera nada, pero, tía, ¿cómo no te lo voy a contar?
– ¡Vamos, no me jodas! Y él, ¿cómo lo sabe?
–Porque Edurne se lo comentó en secreto a Ángeles...
–Y Ángeles se lo contó, también en secreto, a Igor, no me digas más –la interrumpió Jimena, cada vez más mosqueada.
Si había algo que le jodiera, era estar en boca de la peña y, mucho más, que se metieran en su vida.
–Vete tú si quieres, yo, paso. Si Edurne quiere algo de mí, que le eche ovarios y me lo diga. ¡Ni que tuviéramos doce, para andar con mensajeros!
Solo de pensar que toda la cuadrilla de Igor, iba a estar pendiente de ella y de aquella tía, le hacía hervir la sangre.
–Pero, tía, ¿tú has visto lo buena que está?
–¿Desde cuándo eres bollera, Miren?
–¡Joder! ¿Desde cuándo hace falta ser bollera para reconocer que una tía está buena?
Tenía razón, Miren, pero estaba tan enfadada por el cariz que había tomado el asunto que no había podido evitar pagarlo con su amiga. No le importaba que Igor, al que conocía de toda la vida, supiera que le iban las tías, pero de ahí a que fuera vox populi había un abismo.
–Perdona, Miren, ya sabes cómo soy, me repatea el hígado que toda la cuadrilla de tu hermano esté pendiente de si me lío con esa tía, o no.
–Tampoco seas exagerada, puede que solo lo sepan Ángeles e Igor –protestó Miren, que adoraba a su hermano mayor y no soportaba que Jimena lo considerara un cotilla.
–Me da igual quién lo sepa. Paso. Vete tú, si quieres, y, por favor, no se te ocurra comentarle nada a Igor, para que él le vaya con el cuento a Ángeles y Ángeles a Edurne.
No fueron a la quedada de casa de Ángeles, pero saber que le gustaba a Edurne despertó su interés.
Aunque no se lo había comentado a Miren, ni mucho menos al resto de su cuadrilla, lo cierto es que ya se había fijado en ella, en la playa. La atraía físicamente y le intrigaba que pasara tanto tiempo sola. Casi siempre llegaba primero que el resto de su grupo, que no aparecía hasta después de la una, tomaban un poco el sol, se daban un baño y se marchaban de cervezas.
Edurne solía ponerse siempre en el mismo sitio, cerca del espigón. Se sentaba, con la espalda apoyada en el muro, sacaba un libro, de un viejo saco marinero, en la que también llevaba la toalla y una botella de agua, y se concentraba en la lectura. Un rato después, se iba al agua, nadaba, sin parar, veinte minutos, y volvía a su sitio. Se tumbaba en la toalla, a secar y seguía leyendo, ajena a todo lo que la rodeaba.
A Jimena le gustaba su rollo medio macarra, medio chulesco, la forma con la que trataba a los chicos, de tú a tú, y no como el resto de las chicas de su cuadrilla, que se desvivían por llamar su atención y gustarles, detalle que confirmaba que su antena, de la que hablaba Gertrude Stein, en el libro que le había regalado Javier, cuando le confesó que ella también era homosexual, había funcionado. Tenía un poco de pluma, no demasiada, la suficiente para marcar, pero sin llegar a ser masculina.
Durante unos días, espero a que Edurne tomara la iniciativa y le dijera algo, pero ese momento no llegó. Se miraban, cuando se cruzaban, se observaban, en la distancia. Nada más.
Bueno, si Edurne no se decidía, tendría que ser ella la que diera el primer paso.
Una mañana, a mediados de julio, llegó a la playa mucho antes que sus amigas. Casualidades de la vida, Edurne ya estaba allí, así que, sin dudarlo un momento, se acercó y se quedó parada delante de ella, confiando en que levantara la vista para saludarla.
El repaso que le dio Edurne, recorriendo, muy despacio, su cuerpo, desde los pies descalzos a los ojos, haciendo una significativa parada, en su boca, hasta llegar a sus ojos y volver a fijarse, descaradamente en sus labios, con una sonrisa socarrona y la ceja derecha enarcada, le proporcionó el coraje para saltarse el saludo y soltarle, a bocajarro:
–¿Te mola lo que ves?
–Mucho –respondió Edurne, con aire de suficiencia–, pero eso ya lo sabes, porque te lo ha dicho Miren.
Jimena se rió, antes de sentarse a su lado, en la arena.
–Y, ¿qué pasa, que no pensabas decirme nada?
–Esperaba recibir un mensaje de vuelta, por el mismo canal, antes de jugármela.
–¡Vaya! –le contestó Jimena, en el mismo tono de suficiencia– Así que, toda la chulería de la que haces gala, ese aire de malota que te gastas, es solo una fachada...
Edurne no se quedó atrás en el intercambio de pullas, sin dejar de sonreír, sin dejar de mirarla, directamente a los ojos.
–Tampoco tú lo haces mal, dándotelas de interesante. Si hubieras ido a la quedada del sábado, te hubiera entrado, no lo dudes. Como no fuiste, te lo perdiste.
Jimena se encogió de hombros.
–O, te lo perdiste tú.
–Aunque, si has venido, deduzco que te gustan las chulitas –le soltó Edurne, con una buena dosis de sarcasmo.
–Me gustas tú.
¡Hostia! ¡Hostia! ¡Hostia! ¿Por qué se lo he dicho?
A Edurne le hizo gracia el desparpajo de Jimena y la cara de susto que se le quedó al ser consciente de que se le había escapado aquella declaración tan directa como sorprendente, para ambas.
Con otra, posiblemente hubiera seguido con el toma y daca que le permitiera quedar por encima. Sin saber muy bien porqué, se apresuró a aclarar, sin rastro de ironía:
–Antes de nada, que sepas que no le pedí a Ángeles que te invitara a la quedada. Fue cosa suya y de Igor, que se han empeñado en que me vendría bien estar con alguien, este verano.
Jimena quiso preguntarle el porqué del interés de su amiga. Y, por qué precisamente con ella. No se atrevió. Ya se lo contaría, si quería.
Se despidieron, antes de que llegaran sus respectivas cuadrillas, para no dar pábulo a los comentarios que, con seguridad, correrían como la pólvora si las veían juntas.
Empezaron a verse a espaldas de todo el mundo. Alguna tarde, en casa de Jimena, las más, se iban en bicicleta a playas o pueblos cercanos, huyendo de la curiosidad ajena.
La relación entre ellas fluyó con naturalidad. Las dos tenían las cosas claras. Ninguna pretendía complicarse la vida con un enamoramiento de verano, sin solución de continuidad. Edurne se marcharía el diecisiete de agosto para Madrid, a dar el último empujón a las cuatro asignaturas que le habían quedado en junio. Repetir curso no era una opción que su madre y su padre estuvieran dispuestos a contemplar, pero, hasta entonces, decidieron aprovechar el tiempo al máximo.
En contra de la idea que se había hecho, cuando leía las novelas románticas, a las que había sido tan aficionada a los trece y los catorce, Jimena no se enamoró de Edurne después de follar. Ni siquiera pudo correrse, las primeras veces, a pesar de que la chulería, tras la que se protegía Edurne, se disipaba cuando estaba solas, para dar paso a una amante tierna y generosa, más pendiente del placer de Jimena que del suyo propio. A Jimena le costó soltarse, al principio. Durante los primeros días, mientras su relación no pasaba de besos y caricias, más o menos tiernas, Jimena se desenvolvió con soltura. La tarde en la que pasaron a mayores, le pudieron los nervios. Hasta que, en su tercer encuentro, le confesó que era la primera vez que había llegado tan lejos con una chica.
–Ya me había dado cuenta –le había respondido Edurne, con ternura–, pero he preferido que me lo dijeras tú, para que no te sintieras incómoda.
Jimena escondió la cabeza en su cuello, avergonzada por no haberse atrevido a ser sincera.
–¡Venga, txiki, no te lo tomes así! Siempre tiene que haber una primera vez para todo.
–Lo sé, pero es que, me cortaba mogollón decírtelo, después de cómo te entré en la playa...
–Como una auténtica seductora profesional –se rió Edurne, al tiempo que le sacaba la cabeza de su escondite y la besaba con ternura.
La intensidad del beso fue subiendo, a medida que las manos de Edurne, se desplazaban por el cuerpo de Jimena, sin acercarse a las zonas más comprometidas.
–¿Me dejas?
Jimena se dejó hacer. Se permitió sentir, sin reservas, las expertas caricias de Edurne, primero con las palmas de las manos, luego trazando, con calma, senderos por su piel, que se eriza al contacto de sus labios, su lengua, sus dientes. Se abandonó. Se sumergió en el placer que crecía en su interior hasta que todo su cuerpo estalló en un orgasmo que la dejó exhausta.
Edurne se fue sin despedirse, un día antes de lo previsto. La chica que se jactaba de que no confundía sexo con amor, la que no quería complicaciones, se había enamorado.
Habían quedado, en el paseo de la playa, a las doce y media, para ir a pasar su último día juntas a la playa de los Frailes, donde habían pasado tantas tardes, lejos de la curiosidad de sus respectivas cuadrillas. Jimena llegó un poco antes de la hora, apoyó la bicicleta en el muro, frente a ella y se sentó en uno de los bancos, mirando al mar.
En lugar de Edurne, llegó Miren. Le llevaba una carta suya.
No puedo despedirme de ti, txiki. Si te veo, no podré evitar llorar y eso le va de puta pena a la imagen de chulita que tanto te atrae.
Nos vemos el verano que viene.
Te beso donde te gusta. Donde me gusta.
Ni un número de teléfono, ni una dirección. Podría conseguirlo, si quisiera, a través de Miren, o de Ángeles... No lo haría. Ya lo habían hablado. Después de aquel domingo, cada una seguiría su camino. Edurne había vuelto a Hondarribia, para alejarse de su novia, desde los quince. Se habían dado un tiempo, pero seguía queriéndola. Quizás volvieran a inténtalo, cuando volvieran a encontrarse al empezar el curso.
Sintió una punzada de tristeza. Le hubiera gustado despedirse como habían planeado. Hacer el amor entre las rocas de la playa de Los Frailes. Reírse con sus ocurrencias. Que le contara el libro que estaba leyendo, que Jimena no leería nunca, hablar de cine, de política. Picarse con ella, por cualquier tontería, y quitarle la chulería a besos.
Aunque no se había enamorado, Edurne le gustaba. Mucho. Le dolió no poder sentirla, por última vez. No habían hecho planes, ni para cuando Jimena fuera a estudiar a Madrid, a la Universidad, porque Edurne tenía planeado marcharse a trabajar a Londres con su novia, o sin ella, antes de decidir qué hacer.
No volvieron a verse. Jimena supo, por Miren, que después de aprobar la Selectividad por los pelos, se había marchado a Edimburgo, a buscarse la vida.
No le aclaró si se había ido sola, o con aquella novia, aunque, ese verano, Jimena ya estaba enamorada de Ana.

Cantábrico (Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora