Alba

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Me sirvo una copa de Ribera del Duero, tinto, que acompaño con aceitunas aliñás, tomates secos y taquitos de manchego curado, al más puro estilo Montalbano, versión española, y me dispongo a embarcarme en el viaje espacial hacia Plutón.

DE LA TIERRA A PLUTÓN Y VUELTA
Uno

Por enésima vez, Alba, mira el reloj de pared del aula, para comprobar que aún no han dado las doce. No le pasa el tiempo. Las manecillas del reloj no avanzan. Está empezando a desesperarse.
Odia esperar. Tiene la sensación de que no ha hecho otra cosa en su vida. Esperar a que se le cayera el primer diente de leche, a que le bajara la regla, a cumplir los dieciocho para poder votar; el turno en la cola del cine, en la del supermercado, en el autobús; a que lleguen las Fallas, las vacaciones, el fin de semana, el verano; a que salgan las notas, al siguiente capítulo de su serie favorita, la próxima temporada. Esperando. Toda la vida esperando.
En esta ocasión le toca esperar un correo certificado, que puede dar un giro de ciento ochenta grados a su vida. 
Lleva dos días con el alma en vilo. Dos días en los que no ha sido capaz de concentrarse en otra cosa que no sea pensar en el dichoso correo. No pinta, no lee, no escucha música. Ni siquiera ha empezado a calificar alguno de los noventa trabajos de su alumnado, que se ha comprometido a devolverles al finalizar el puente de Fallas. Da sus clases, limpia sobre limpio, porque lleva haciéndolo una semana seguida, en un intento de ocupar su mente en algo productivo, y sale a correr, al anochecer, con la esperanza de que el agotamiento la ayude a descansar.

El jurado comunicará su decisión, por medio de correo certificado, a partir de los diez días naturales de que finalice la defensa de los proyectos presentados a concurso.

Los diez días de plazo se han cumplido en domingo. Puta casualidad, ¡joder!, piensa, cada vez más alterada. Si se hubiera acabado el jueves, ya sabría el resultado. Pero no, el puto plazo tenía que acabar en un puto domingo. ¡Joder!
Aún le quedan más dos horas para completar su horario, antes de volver a casa, a seguir esperando. O a comprobar que ya ha pasado la cartera y le ha dejado el típico aviso: el envío no ha podido entregarse al no encontrarse al destinatario, lo que implicaría un día más de incertidumbre, antes de poder pasar por la oficina a recogerlo.
Se había propuesto darse un par de días, antes de empezar a ponerse nerviosa. No lo ha conseguido. Lleva atacada desde el domingo. No ha conseguido dormir más de dos horas seguidas, estas tres noches, a pesar de las valerianas y de las palizas que se ha metido corriendo.
Si lo han mandado el lunes, lo lógico es que hubiera llegado el martes, se dice, cada vez más alterada. Como no llegó ayer, tiene que llegar hoy.
Hoy es el día. Tiene que serlo.
Se pasea entre los caballetes, sin prestar atención a los esfuerzos de su alumnado por plasmar en sus lienzos el ejercicio que ha propuesto, un bodegón de frutas, en diferentes estados de putrefacción. Paradójico, piensa, esbozando la primera sonrisa en varios días, los efectos del paso del tiempo en una semana que se niega a transcurrir.
No puedo seguir así, se recrimina, sin poder evitar que su mirada se vuelva hacia el reloj. Relájate, Alba, por lo que más quieras, ¡relájate!, le exige a su yo interno. Si continúa en esa actitud terminará por provocarse una úlcera, o, lo que es peor, un ictus. En un esfuerzo, que se le antoja sobrehumano, opta por centrarse en el trabajo. Si consigue distraerse, aunque sea un rato, el tiempo pasará más rápido. Y el grupo se lo agradecerá. Dos motivos de peso que, además, impedirán el cortocircuito de sus neuronas.
Mientras sugiere la mezcla de color más adecuada, a una de sus alumnas, corrige unas líneas a otro, una idea se abre paso entre sus pensamientos: en cuanto termine esta clase, se va a casa. Allí, al menos, podrá dar rienda suelta a su desasosiego, con tranquilidad.
Elabora una excusa. Le ha sentado mal la cena y se encuentra fatal. No tenía que haber venido, ya me levanté revuelta, pero no quería perder la clase con este grupo. Confía en sonar convincente. No le gusta mentir, pero siente que no puede más, que tiene que irse de allí.
A las doce y cinco sale de la universidad. Pedalea como una posesa hasta su casa, asegura la bici en el aparcamiento, abre el portal y se lanza al buzón, suplicando no encontrarse con el consabido aviso. Respira aliviada al comprobar que su cajetín está vacío.
El ascensor está en el octavo. Incapaz soportar una nueva espera, sube, de dos en dos, los sesenta y cuatro escalones que la separan de su apartamento. Llega sin resuello. Aún no ha cerrado la puerta, cuando se deshace de las zapatillas, que salen disparadas de sus pies, los cordones sin desatar. Deja caer la cartera y la sudadera al suelo del recibidor. Ya, en la cocina, pone a hervir el agua para preparar un litro de tila con menta poleo. Se toma un par de valerianas, con la ayuda de medio litro de agua, que bebe de un trago, de pie, frente a la puerta abierta de la nevera. Permanece un tiempo indefinido sentada ante la barra que separaba la cocina del salón, con la vista perdida en el trozo de cielo que se divisa desde la ventana. No se atreve ni a ir al baño, por miedo a que la cartera llegue en ese preciso momento.
A las dos, segura de que ha acabado el turno de reparto de la mañana, se da una ducha. Limpia el baño: azulejos, espejo, mampara, grifería, brillan con luz nueva cuando sale de allí, hora y media después. Cambia las sábanas. Pone una lavadora. Pasa la aspiradora a toda la casa, limpia el polvo a conciencia. Tiende la ropa.
A las nueve, con la certeza de que el servicio de Correos no llamará a su puerta, se pone unas mallas de algodón, camiseta de manga corta, sudadera amplia, se calza las zapatillas de running. Mete el móvil,  la cajetilla, el mechero y la cartera en la riñonera y sale corriendo hacia la Malvarrosa, no sin antes mandar un mensaje a su grupo familiar con un escueto Nada.
Se adentra, descalza, en la arena de la playa, la vista fija en el horizonte, la respiración entrecortada, el corazón disparado, los pensamientos inconexos.
Poco a poco, su ánimo se sosiega. La luz del atardecer se refleja en las aguas tranquilas del Mediterráneo, su mar, tiñéndolo de azul oscuro –de Prusia, matiza su mente experta–, salpicado por pequeñas crestas blancas. El escalofrío que le provocan las olas, acariciando sus pies, la transporta hacia aquel otro mar, tan diferente al suyo. Siempre cambiante, en ocasiones encolerizado, ruidoso hasta resultar ensordecedor. A veces azul. Azul marino, azul turquesa, azul pizarra, azul océano, azul verdoso... A veces verde. Verde musgo, verde alga, verde azulado... Gris verdoso. Tantos verdes y azules diferentes como estados atraviesa el cielo asturiano, en espacios de tiempo inconcebibles para las gentes del levante.
Azul cantábrico. Verde cantábrico. Cantábrico.
Cantábrico. Le ha puesto ese título al proyecto con el que opta a ganar una de las becas más prestigiosas de España, la que convoca la Fundación Prieto-Lacunza, destinada a descubrir nuevos talentos femeninos en el sector de las artes plásticas.
Es la oportunidad de su vida. No solo por la proyección nacional y internacional, sino porque le concede dos años para dedicarse, en exclusiva, a lo que más ama: crear.
Alba lleva años  preparándose para este momento. Conoce la obra y la trayectoria de las artistas que han ganado la beca en las últimas convocatorias. Ha decidido jugar fuerte, salirse de la norma de sus predecesoras con una instalación rompedora.
Para inspirarse, ha investigado a fondo la historia de la familia Prieto.
El fundador de la saga, Santiago Prieto, indiano, como tantos asturianos, regresó de Cuba, en mil ochocientos noventa y ocho, con el capital suficiente para fundar la primera de sus empresas. A partir de un almacén de ultramarinos, con el que llegó a distribuir productos de allende el Cantábrico, a toda España, desde sus instalaciones en el puerto de Avilés, amasó una de las mayores fortunas de España. Su hijo mayor, Santiago, como él, se casó con María de los Ángeles Lacunza, hija de un empresario vasco, con cuyo matrimonio, Santiago padre, aspiraba a consolidar sus incursiones en la industria metalúrgica y, de paso, dar salida al carbón de sus minas.
Contra todo pronóstico, el suyo era un matrimonio de conveniencia, María de los Ángeles, Marián, para su familia, y Santiago hijo se enamoraron. Tal era la devoción que le profesaba, que Santiago apoyó, sin reservas, los deseos de su esposa, antes de asentarse en Oviedo y formar una familia. Durante el primer año, el matrimonio, viajó por media Europa, conociendo los museos de las capitales más importantes, el sueño de Marián. Pasaron casi un mes en París. El Louvre requería tiempo. Como el British, o el Hermitage. Recorrieron Italia, desde Milán a Nápoles, deteniéndose, especialmente, en Florencia y Roma. Marián era una mujer de su tiempo: republicana, feminista, culta, apasionada de los viajes y el arte. A la vuelta de su Luna de Miel, al comprobar la escasa representación femenina en los museos europeos, creó la fundación que lleva el nombre del matrimonio.
La figura de María de los Ángeles Lacunza ha sido todo un descubrimiento para Alba, feminista convencida. Ahora entiende el interés de la institución por ayudar a las artistas jóvenes a desarrollar su talento.
El próximo año se celebrará el setenta y cinco aniversario de la creación de la Fundación Prieto-Lacunza, con numerosos eventos, entre los que se incluye una muestra internacional, que acogerán las salas de exposiciones más importantes del Principado, en Oviedo, Gijón y Avilés. Alba ha decidido optar a ocupar el espacio más emblemático: la Cúpula del Centro Niemeyer. Ha proyectado un montaje, en el que se combinan cuadros de gran formato con una instalación de objets trouvés, de inspiración dadaísta y simbología ecologista, y un gigantesco móvil, cuya estructura no tiene nada que envidiar a las de Calder. Si tiene suerte, una de sus producciones pasará a formar parte de la colección privada, que inició María de los Ángeles Lacunza, a principios del siglo XX, con sede en Villa Covadonga, el edificio principal de la fundación, en Oviedo. La colección, cuenta con obras de artistas locales, nacionales e internacionales. Colgar uno de sus lienzos en las paredes de Villa Covadonga, es algo con lo que ni siquiera se había atrevido a soñar.
Y trabajar un año, mano a mano, con ella, le apunta su conciencia, muy bajito, como de soslayo. Sacude la cabeza, enérgicamente, de un lado a otro. No, ella no tiene nada que ver en esto. Es mi carrera lo que está en juego.
Porque quiere ganar la beca, Alba se ha empleado a fondo. Dedicó una buena parte del tiempo, del que disponía para diseñar el proyecto, a investigar a la familia Prieto.
Viajó a Asturias, región que aún no conocía, para visitar los escenarios en los que se había desarrollado la historia de la familia. La minúscula aldea en la cordillera Cantábrica, de donde era oriundo el primer Santiago; el puerto de Gijón, del que partió, siendo adolescente, con su maleta de cartón llena de sueños, y necesidad, rumbo a La Habana, para hacer las Américas; el almacén del puerto de Avilés, catalogado, en la actualidad, como bien de interés cultural; las minas de la Cuenca del Nalón, hoy cerradas; Villa Covadonga y su exposición permanente. Y, sobre todo, el tramo de la costa cantábrica comprendido entre el Musel y la desembocadura del río Nalón, lugar del que partían los cargamentos de carbón procedentes de las minas, propiedad de los Prieto.
El Cantábrico la atrapó la primera vez que lo contempló, aquella tarde de diciembre, recién llegada a Asturias, en la playa de Gijón. Las olas rompían contra el muro, con un estrépito que la sobrecogió, aunque lo que más le sorprendió fue el color del mar. Oscuro, como el cielo encapotado del atardecer invernal. Profundo. Denso. Y el contraste, con el blanco de la espuma, que se elevaba sobre la barandilla del paseo, a cada impacto del oleaje, con tanto ímpetu que la obligó a retroceder, por miedo a ser alcanzada.
Ha concebido un proyecto ambicioso y complejo, como requiere el espacio en el que se instalará. La cúpula vacía del Centro Niemeyer supone un desafío para cualquier artista. Pretende reflejar la vinculación de los Prieto con el mar y las minas; el espíritu de María de los Ángeles Lacunza, presente en la fundación, que ha dado prestigio a la fortuna, con su contribución al mundo del arte, y ha aportado la mirada femenina en un emporio en el que los varones siempre han llevado las riendas. Sin olvidarse de los estragos que ha causado desarrollo industrial en una costa en la que, no hace demasiados años, los únicos restos que llegaban a la orilla de sus playas eran las conchas de diferentes tipos moluscos y los de algún naufragio, provocado por la última galerna.
Alba está casi segura de que la beca es suya. Tiene que serlo. Está convencida de que su propuesta es buena. Arriesgada e innovadora. Ecologista y feminista. Alberga la esperanza de que el jurado sabrá apreciar el simbolismo reivindicativo que impregna la instalación. Y el homenaje a la fundadora.
Sustenta sus expectativas en las vibraciones que tuvo al presentarla ante el jurado. Ante el jurado, y ante la gerente cultural de la Fundación, Natalia Lacunza, que asistía a la defensa de los proyectos desde un segundo plano, en el patio de butacas del Salón de Actos de Villa Covadonga, mezclada con el público. Incluso le pareció apreciar varios gestos de aprobación, cada vez que se cruzaron sus miradas. Que se cruzaron muchas veces, porque Alba no pudo evitar que sus ojos volaran, constantemente, hacia ella, durante la presentación.
Sabía quién era. Había visto fotos suyas, cuando realizó la investigación sobre la familia. Fotos que no le hacían justicia. No porque no saliera guapa, sino porque, al conocerla en persona, se sintió atraída por lo que no mostraban las fotografías: la personalidad que se traslucía en su forma de estar y moverse, en su sonrisa, en el modo en que la miraba, con una mezcla de soberbia y vulnerabilidad, como si quisiera colarse en sus pensamientos.
Cruzarse con ella, a la entrada del palacete, cuando llegaba, hecha un manojo de nervios, a defender su trabajo, le hizo olvidarse, por un instante de lo mucho que se jugaba aquel día. Se la encontró apoyada en la pared, fumando. No le quitó la vista de encima, mientras se dirigía a la entrada, por el camino que conducía desde la calle hasta la escalinata que daba acceso al edificio. Para ser exactas, ambas, cada una por sus motivos, se estudiaron a conciencia. Alba no quiso perder la oportunidad de contemplar a la mujer, cuya imagen se había clavado en su retina la primera vez que vio una foto suya.
Sin pretenderlo, le dedicó la defensa de su proyecto. Explicación que Natalia siguió sin parpadear, sonriendo y asintiendo. Si no hubieran estado donde estaban, si ella no fuera una aspirante y Natalia la mujer que, si todo salía como esperaba, se convertiría en su jefa, Alba hubiera podido jurar que había algo más que puro interés profesional trás la mirada que le dedicó Natalia, mientras recibía las felicitaciones del jurado y el aplauso del público. Se quitó la idea de la cabeza, con la misma rapidez con la que apareció.
No te flipes, Alba –se dice–, no está coqueteando, solo pretende ser amable.
¿Amable? –le rebate la voz de su conciencia–. Una cosa es ser amable y otra, muy distinta, comerte con la mirada.
¡Déjate de gilipolleces! –le espeta a la impertinente voz– No he venido aquí a ligar.
Gustarle a la gerente, puede ayudar –insiste su conciencia.
La gerente no está en el jurado –afirma, rotunda, intentando quitarse la peregrina idea de la cabeza.
Alba resopla, indignada consigo misma. No necesita la ayuda de nadie. Por mucho peso que tenga la opinión de la gerente, no solo como parte de la familia, sino por su papel al frente de la fundación, gustarle a Natalia Lacunza no entra en sus planes. Que le haya sonreído de aquella forma solo puede tener un significado: le ha gustado su propuesta. Punto. Nada más.
Un par de horas después de recorrer la Malvarrosa de punta a punta, vuelve a casa caminando a buen paso. Se obliga a tomar un bol con la crema de verduras que había preparado el día anterior, junto con otras dos valerianas. Se da una ducha, se acuesta  y se duerme, agotada por la tensión acumulada durante tantos días.
Se despierta antes de las siete, con el estómago revuelto, hecha un lío entre las sábanas revueltas, signo de lo agitado de su sueño, destemplada por los restos de sudor frío que empapan su camiseta.
Se levanta. Va directa a la ducha. Mientras siente caer el agua sobre su cuerpo, maldice a la puta fundación por alargar la incertidumbre. Hostia, de verdad, ¿es que esta gente no sabe que existe el correo electrónico? Que estamos en el siglo XXI, ¡joder!
Tranquila, Albita –su conciencia dándole la réplica, para variar–. En las bases pone a partir de los diez días naturales, no justo cuando se cumplan.
La ducha consigue templar lo suficiente su estado de ansiedad, como para animarse a desayunar una tostada de pan tumaca con aguacate y una menta poleo, con las consabidas valerianas. Mientras se calienta el agua, con la vista fija en el display del hervidor, decide que no va a ir a clase. No se encuentra con fuerzas para afrontar otra mañana como la de ayer. En cuanto den las ocho, hora de apertura de la conserjería de la facultad, llamará para avisar de que no va.
Está tan concentrada masticando, que el sonido del móvil le hace dar un bote.
Número desconocido. En otra ocasión lo hubiera dejado sonar, cansada de tanta invasión publicitaria. Esa mañana acepta la llamada al segundo tono.
–Buenos días –la saluda una voz femenina al otro lado de la línea–. ¿Alba? ¿Alba Reche?
–Sí –es lo único que acierta a responder.
–Hola, Alba. Soy Natalia Lacunza, de la Fundación Prieto-Lacunza.

* * * * * * * * * *

He leído el capítulo tan rápido, que necesito releerlo para enterarme bien de lo que ocurre.
¡Hostia, qué angustia, la pobre Alba, esperando el veredicto del jurado! Tenía que habérsele ocurrido que se lo mandaran a la facultad... Ya, pero, entonces, se vería en la obligación de dar explicaciones. No, mejor así. ¿Qué digo mejor? Muchísimo mejor, que sea la propia Natalia quien le comunique que la beca es para ella. ¡Dónde va a parar!
No he tocado el vino ni he probado la comida. Eso sí, me he fumado tres pitillos, presa de las dudas que me ha generado el título del fic.
Hay veces que no me soporto. ¿Qué esperaba encontrar?
Me preparo un bocado perfecto: queso, tomate, aceituna, por ese orden, sobre un trocito de pan de hogaza. Echo en falta el salami. No tengo. ¿Cómo es posible que se me haya olvidado comprarlo? Porque no estoy en lo que celebro, que diría mi abuela Lydia. Desde el viaje que me he pegado al pasado, en el más puro estilo Interestelar, vivo en otra dimensión. O se me está yendo la pinza, que es lo más probable, y veo fantasmas por todas las esquinas.
Lo de Creep, tuvo su porqué. La inminente presencia de Jimena en Oviedo, después de más de veintitrés años sin vernos, unida a la disyuntiva a la que me enfrento, con el tema de su entrevista, me han obligado a desenterrar la parte de mi pasado que tanto me esforcé en sepultar. Tiene cierta lógica que me haya afectado. ¿Tanto? No. A pesar de mis, recién estrenados, cuarenta y tres, hay momentos en los que regular mis emociones, como la mujer adulta que soy, se me hace muy cuesta arriba.
Pensar que el inocente título de un fic puede tener algo que ver con la pobre (loca) infeliz que acuñó la frase, Por ti, voy a Plutón y vuelvo, no tiene sentido alguno. Y, además, es imposible.
Doy un sorbo a la copa de vino, me preparo otro bocado perfecto. Abro la tableta.
Me ha gustado esta Alba, en lucha permanente contra sus emociones. Independiente –en el capítulo nada indica que tenga pareja–, segura de sí misma y de sus capacidades. Arriesgada. Valiente. Feminista. 
Ya sé cómo y cuándo han saltado las chispas de las que habla la autora en la introducción.
¿Qué me deparará el siguiente capítulo?
Me dispongo a comprobarlo, masticando con placer el bocado siciliano.

Cantábrico (Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora