Al despedirnos, como si se tratara de una cámara hiperlenta, veo a Jimena introducir la mano derecha en el bolsillo trasero del pantalón.
Cuando me acerco, para darle el par de besos de despedida, deja un papel en mi mano y la aprieta, para cerrarme el puño.La sorpresa me paraliza. El tacto de su mano, apretando la mía, produce una descarga eléctrica de tal calibre, en mi columna vertebral, que tengo que hacer un esfuerzo titánico para mantenerme en pie. Mi respiración se detiene. Mi corazón da dos vueltas de campana y se queda, en suspenso durante unas décimas de segundo, antes de volver a latir enloquecido. ¿Ha sido un ligero temblor lo que he percibido en su mano, al apretar la mía?
Las imágenes se suceden en mi cabeza. Inconexas. Mi mente viaja hacia aquel día, en el pasillo del instituto, mientras nos dirigíamos al laboratorio de Física; a su imagen, esperándome en la puerta de su casa, descalza, con aquella expresión de suficiencia en la que, ahora lo sé, escondía el miedo a que no sintiera lo mismo que ella; a la primera vez que me dijo te quiero, sentadas, una enfrente de la otra, con una montaña de libros y apuntes, entre nosotras, en la mesa de estudio de mi habitación, preparando la Selectividad; a las veces en las su imagen era lo primero que veían mis ojos, mirándome, con aquella media sonrisa, antes del buenos días, amor, al que seguía el mismo ritual: yo, girándome hacia ella, para abrazarme a su cuerpo desnudo, esconder mi cabeza en su pecho y susurrar, sobre su piel amor, buenos días, ella, acogiéndome entre sus brazos; al día que me llamó desde el aeropuerto, antes de partir hacia Gaza, por favor, no olvides que te quiero; a nuestras manos enlazadas en el cine; el primer beso en público, que nos dimos en un local de Chueca...
¿Es posible que hayamos pensado lo mismo?
No me mira. Se gira para abrazar a Pruden, que le revuelve el pelo, de nuevo.
–No lo llevas suficientemente despeinado para un evento de esta categoría –le dice.
Jimena le sonríe, antes de besarla en la mejilla.
–Que te sea leve –le dice, Pruden.
Jimena se encoge de hombros, alza las cejas, sonríe de circunstancias, con el típico gesto es lo que hay, me dedica una última mirada, en la que creo vislumbrar una sombra de duda, y se da la vuelta para encarar los escalones que la conducen a la recepción del restaurante, donde ya esperan algunos miembros del Jurado.
–Quién nos iba a decir que se nos iba a convertir en una prestigiosa fotoperiodista, respetada internacionalmente –comenta Pruden, con orgullo–. Y con un Pulitzer...
Yo, lo hubiera dicho, yo. Cuando la conocí, ya no se le ponía nada por delante. Pensaba y ejecutaba. Imaginaba, y sus padres, o Javier, se encargaban de que sus sueños se hicieran realidad. Si nada, incluida yo, se le ponía por delante a los diecinueve, ¿qué se le iba a poner a los treinta, o a los cuarenta?
Noto un resquemor al ser consciente de lo que acabo de pensar. No sé si porque, ese se nos, que me incluye en una vida de la que me autoexcluí voluntariamente, hace aflorar, de nuevo, la culpa, o porque la forma en la que me ha dado la nota, me ha devuelto al pasillo del instituto, la primera vez que me invitó a su casa, no para hacer el trabajo sobre los Prerrafaelitas, sino para decirme, a su manera –primero lo hacemos y después, ya vemos–, que también me deseaba y no podía esperar ni un día más para comprobar que le correspondía. ¿De verdad estamos en el mismo punto? No lo sabré hasta que lea la nota y no puedo leerla delante de Pruden.
–¿Comemos algo por aquí, antes de volver al curro?
–No me apetece comer, Pru –le respondo–. Tengo el estómago cerrado.
Me mira con cierta preocupación.
–Pero, ha ido muy bien, ¿no? Os he visto muy sueltas, a las dos...
Muy sueltas, dice. Jimena, sí, por supuesto, ¿cómo no? Yo...
–No ha estado mal –acepto.
Lo que menos me parece es comentar la jugada.
–Entonces, ¿qué vas a hacer?
–Voy a ir hasta casa, a darme una dicha y a cambiarme de ropa. Estoy asfixiada. Me sobra todo –intento sonar despreocupada–. El abrigo, las botas, este jersey... ¡Todo! Nos vemos a las cuatro en mi despacho, o en el tuyo, da igual, para pasar a limpio lo que tenemos.
–Vamos a necesitar vernos, las tres, otra vez, nos han quedado muchos temas en el tintero.
Asiento, sin mucho convencimiento, solo para poder irme. Necesito procesar el batiburrillo de emociones que me han vapuleado estas últimas horas. Necesito leer la nota, y necesito hacerlo sola.
Pruden baja hacia la plaza de la Escandalera. Yo, subo por San Francisco, hacia la Catedral, con el enjambre zumbando a mi alrededor, y la nota que me ha dado Jimena, aún guardada en el puño. No me doy cuenta de lo apretado que lo llevo, hasta que soy consciente de que me estoy clavando las uñas en la palma de la mano.
Guardo la nota en el bolsillo trasero del pantalón.
Lo primero que hago es llamar a Rico para anular la reserva y disculparme, parada ante la Mujer sentada, la escultura que diseñó Manolo Hugué en mil novecientos treinta, pero que no se colocó, frente al edificio de la Universidad, hasta sesenta y seis años después.
Continuo hasta El viajero, de Úrculo. Me siento en uno de los bancos de la plaza Porlier, con la mirada perdida en el conjunto de maletas que rodean a Williams B. Arrensberg. ¿También llevas el tiempo, en el baúl, como la mendiga de la canción de Madness, Williams?
Podríamos ilustrar la entrevista con varias fotos suyas, junto a cualquiera de estas esculturas, pienso. Esta te iría al pelo, ¿eh, Correcaminos? Hasta podrías adoptar su pose. El bastón reposando junto al paraguas, y tú, apoyada en su hombro, envuelta en tu pañuelo palestino, el gesto tranquilo, la vista puesta en la catedral...
¿De qué parte de mí ha salido este sarcasmo?
En una de esas conexiones que la mente realiza por su cuenta, me sorprendo cantando la canción de Miguel Ríos, Vuelvo a Granada, vuelvo a mi hogar, el tren va muy despacio, hay mucho tiempo para llegar.
Has debido venir en una locomotora a vapor, para tardar veintitrés años, ocho meses y cuatro días en volver.
Sarcasmo y reproche. Mala combinación.
Volver, tuvo que volver. Sus padres vivían aquí, aunque solo fuera por Navidad, tuvo que seguir viniendo unos cuantos años, hasta que se jubilaron y volvieron al País Vasco. Está claro que hizo lo imposible porque no nos encontráramos. Y ahora vuelve, convertida en una heroína, en una triunfadora, y deja caer que está harta de dar tumbos, por el mundo, y que va a pasar su año sabático aquí, en su Oviedín del alma, al que tanto ha echado de menos. ¿Te vas a esconder de mí, como te escondiste todos estos años?" "¿Vendrás, tú sola? ¿Te traerás a una pareja, para compartir contigo este merecidísimo tiempo de descanso, que te has ganado gracias a una herida de guerra?
El sarcasmo ha dado paso al rencor.
La patada, mental, que le arreo al puto creep, que acaba de asomar la cabeza tras el sombrero de ala del viajero, y me mira con una expresión triunfal, lo manda, en directo, a la Luna, y lo deja clavado en un cráter, como el cohete, en el fotograma de la película de Méliès.
¿Qué me está pasando? Hace dos horas y media, volví a sentir lo mismo que la primera vez que la vi. Ahora, mientras contemplo la metáfora de su vida, representada en la escultura de Úrculo, vuelven a emerger los viejos miedos, las viejas dudas, los viejos, absurdos e infundados, rencores.
Por momentos, siento como la ira va creciendo en mi interior. Es la forma que tengo de protegerme del carrusel de emociones que me ha vapuleado desde que contemplé su espalda, pero no tengo porqué volver a ser injusta con ella. Otra vez, no. ¡Joder!
Me levanto del banco en el que estoy sentada para dejar atrás el torrente de ideas mezquinas que me ha provocado la escultura de Úrculo. Las sustituyo por el momento en el que se hizo la foto con Mafalda –Voy a ponerla en mi perfil de WhatsApp–, sentada junto al personaje, imitando su postura, muy tiesa, con las manos sobre las rodillas, sonriendo a la cámara del móvil de Pruden. Vuelvo al momento en el que me acerqué a saludarla, con su mirada clavada en la mía. Una mirada serena y expectante, a la vez.
Revivir el terremoto interior que me sacudió al reencontrarme con su olor, con el tacto de su piel, con el sonido de mi nombre en sus labios, convierte mis emociones en un cóctel en el que se mezclan, a partes iguales, la tristeza, el miedo y la ira.
La tristeza, por haberme negado la posibilidad de crecer con ella.
La ira, porque esa nota, ha vuelto a convertirme en la Ana de diecisiete años, cuando era incapaz de dirigirle la palabra y esperaba a que se produjera el milagro de que se fijara en mí. Se produjo, entonces, y se ha vuelto a producir ahora. Cuánto me hubiera gustado llevar la iniciativa, aunque fuera por una vez, pero, no, ha vuelto a adelantarse al maravilloso plan que concebí en un momento de subidón.
El miedo, porque la Ana de diecinueve años ha vuelto a apoderarse de mí. La insegura, la egoísta, la cobarde, la inmadura, la que estaba convencida de que alguien como Jimena terminaría por aburrirse de ella. La que la dejó.
Que no se te olvide que fuiste tú la que la dejó, sin darle la mínima oportunidad de explicarse.
¿Cómo he podido, ni siquiera, llegar a pensar que he encajado una manita sin tocar bola? ¿De qué me ha servido mandar al puto creep a la Luna, si ya lo tengo de vuelta, tirando de mí para hundirme en el mismo puto fango de entonces?
La ira que siento no es porque Jimena me haya impedido sorprenderla, demostrarle que ya no soy aquella adolescente insegura. Fui yo, la que decidió no entregarle mi nota, cuando supe que tenía comprometida la comida. La ira es por mí, por la mierda de pensamientos que me están envenenando el alma. ¿Cómo puedo ser tan retorcida?
Su nota me quema en el bolsillo del pantalón. No puedo leerla por la calle, necesito estar en casa.
Giro hacia Cimadevilla por delante la capilla de La Balesquida, a escasos metros de la escultura de La Regenta. Contigo, no, le digo a la Ana Ozores de bronce, eternamente triste, eternamente ultrajada. Aunque la han representado con la mirada clavada en el suelo, su posición, de perfil, respecto a la Catedral, la obliga a mantener, en su campo de visión, el lugar en el que Fermín de Pas abusó de su ingenuidad; a conservar vivo el recuerdo del asco que le produjo el beso lascivo de Celedonio, cuando, creyó sentir sobre sus labios, el vientre viscoso y frío de un sapo.
A ti tampoco te dejan olvidarte de tu pasado.
–A ella, no la dejarán, tú te regodeas en lo que más daño te hace porque te da la puta gana, ¡so víctima!
Ni le rechisto, a esa voz de mi conciencia.
Enfoco Cimadevilla, a toda velocidad, como una corredora de marcha. Paso por debajo el arco del Ayuntamiento, cruzo la plaza, cada vez más deprisa, hasta que echo a correr, por la calle de La Magdalena, para llegar a mi casa en un tiempo récord.
Lo primero que hago es deshacerme de la ropa que llevo puesta, la que, para siempre, asociaré al recuerdo de este día, y meterme en la ducha, para desprenderme de su olor, que llevo impregnado en la piel.
¿Qué me está pasando? Llevo cuatro días alimentando los sentimientos que he resucitado, por culpa de la brillante idea de una centennial y una aprendiz a cantante, de voz rasgada y alma vieja, y, cuando me encuentro con ella, con mi primer, mi único amor, ¿por qué siento que el suelo se ha derrumbado bajo mis pies?
Colocó la alcachofa de la ducha en su soporte de la pared, dejo que el agua caiga sobre mi cuerpo mientras lloro de impotencia y de rabia. ¿Qué me está pasando?
Estoy aterrorizada, eso es lo que me pasa.
Mientras todo estaba en mi cabeza, mientras formaba parte de mi imaginación, podía manejarlo. Ahora, la posibilidad de que ese hilo rojo que, hasta Pruden, admite que existe, no se haya roto, y la vida nos dé una segunda oportunidad, es real. Y la de que no nos la dé, también. No sé si Jimena está sola, o tiene pareja. No sé si lo que he creído ver en su mirada, es fruto de mi imaginación delirante, del deseo de la Ana de diecinueve, de dar marcha atrás en el tiempo y retomar nuestra relación en el momento en el que preparé, con tanta ilusión, aquel viaje a París. Temo que, lo único que Jimena quiera de mí, es que seamos amigas, ahora que, según parece, se va a instalar una temporada en Oviedo.
–Si leyeras la nota de una puta vez, saldrías de dudas.
Por eso no la he leído. Prefiero mantener la incertidumbre, que me está volviendo loca, a enfrentarme con la realidad, y que esa realidad destroce mis ilusiones.
¡Ya está bien de tanto victimismo. Cuanto antes me enfrente a la realidad, antes dejaré de sufrir a lo gilipollas.
Salgo del baño, envuelta en el albornoz, con una toalla enroscada en la cabeza. Recojo, una por una, las prendas que he dejado caer, según me las iba quitando, hasta que llego al abrigo, tirado junto a la puerta.
Saco la nota que le escribí del bolsillo izquierdo del abrigo y el móvil, del derecho. La suya, del pantalón. Rompo la mía en todos los pedazos que puedo. La suya, me la llevo a la cocina y la dejo sobre la mesa.
Tengo tres llamadas perdidas de Pruden y un guas.
Llámame en cuanto puedas
La llamo. Cualquier cosa, con tal de retrasar el momento de enfrentarme a lo que sea que ponga esa nota. ¡Qué poco me ha durado la determinación!
–¿Lo tenías en silencio?
–Sí, lo siento –le miento, sin pudor, aunque, como si lo hubiera tenido, porque, o no he oído sus llamadas, o mi cerebro ha anulado el sonido.
–¿Cómo estás?
–¿De verdad quieres saberlo?
–¡No jodas, Ana!
–En la mierda.
La oigo resoplar al otro lado.
–No te molestes en intentar entender, porque no me entiendo ni yo.
–Supongo que tu estado te impedirá venir a trabajar.
Lo dice sin acritud, sin ironía. Chica lista.
–Supones bien.
–Bueno, pues, si Mahoma no va a la montaña... En media hora estoy ahí.
–No, Pruden, déjalo –le pido con toda la firmeza de la que soy capaz–. No tengo humor para ponerme a hacer nada que tenga que ver con Jimena.
–En media hora estoy ahí –repite, haciendo caso omiso de mi petición.
Y me cuelga, sin darme la oportunidad de protestar ni de despedirme.
Abro una botella de vino blanco, me sirvo una copa generosa y me dispongo a leer el mensaje de Jimena, después de dar un buen sorbo a este exquisito Martín Códax, cosecha del dieciocho, en su justo punto de temperatura. Sus trece grados me van a dar un pelotazo del quince, porque son las tres de la tarde y no he metido nada en el estómago desde las ocho de la mañana, pero prefiero que Pruden me encuentre un poco alegre, que consumida por el victimismo.
Desdobló el papel, con el corazón golpeando en mi pecho como un martillo pilón, la respiración contenida.
Este es mi número de teléfono. Porfa, mándame un WhatsApp, cuando puedas, cuando te apetezca. Voy a estar en Oviedo hasta el domingo, que cojo el vuelo de las 18:55 para Madrid.
Me gustaría verte, sin Pruden, para comer, cenar, tomar una cerveza, o lo que quieras, cuando quieras. Si es que quieres.
Suelto, de golpe, todo el aire que he retenido en los pulmones. Apoyo los codos en la mesa, me sujeto la cabeza con las manos y cierro los ojos.
¡Joder!
Inspiro por la nariz hasta que el aire me llega al diafragma, espiro por la boca, todo lo lento que puedo, en un vano intento por tranquilizarme. Mi pierna derecha pivota sobre la punta del pie a todo lo que da.
¡Joder, Jimena!
Puedo escuchar su tono de voz, el mismo que me rompió el corazón cuando leí la carta que me escribió desde Madrid: Por favor, habla conmigo. Te prometo que no volveré a repetir lo que sea que haya hecho, porque no lo sé, Ana, te juro que no lo sé, que te haya dolido tanto como para que no quieras saber nada de mí.
¡Joder, Jimena! ¿De verdad estamos en el mismo punto, media vida después?
Me rompió el corazón, pero no fui capaz de derribar las murallas que construí para alejarme de ella.
No puedo cometer el mismo error. No puedo. Sin embargo, hay algo que no consigo encajar, algo que me corroe y me impide coger el teléfono, llamarla y decirle que sí, que quiero verla, que quiero comer, y cenar, y tomarme una cerveza. Y desayunar con ella, después de haber recuperado el tiempo que llevo guardado en mi mochila, como Williams Arrensberg, como la mendiga del vídeo de One better day.
De repente, mi mente rebobina a máxima velocidad, hasta el momento en el que Pruden se acercó a ella y le revolvió el pelo, después de darse un abrazo. Igual que me pasó, ayer, con el sonido de todos los tam-tam africanos retumbando en mi cabeza, el zumbido del enjambre que he llevado detrás de mis orejas, de las dos, cesa, dando paso al silencio. Un silencio en el que creo encontrar la pieza que me falta del puzzle.
Cuando Pruden llama al telefonillo, tomo una decisión. Necesito saber si mis sospechas son ciertas.
Le abro la puerta, antes de que llegue llamar al timbre, con la nota de Jimena en la mano.
–¿Qué sabes de esto? –le pregunto, a bocajarro, sin saludarla.
Mira el papel que esgrimo delante de sus narices, me mira a mí y al papel, alternativamente, perpleja.
–¿De qué? –por su gesto, deduzco que no tienen ni idea de lo que le estoy hablando.
–De esto –insisto, mostrándole el papel.
–¿Puedo pasar, o piensas dejarme en la puerta?
Le franqueo el paso y nos vamos al salón. Deja el bolso sobre el sillón y se sienta en el sofá.
–¿Una copa de vino blanco?
–No, gracias, si acaso, un café, pero, antes, explícame qué coño es esto.
–Mejor te hago el café.
Al ver su reacción, dudo si enseñarle la nota, por lo menos, hasta que aclaremos las dudas que me corroen. Me sigue a la cocina.
–¡Joder, Ana, suéltalo ya, me tienes en ascuas!
–Y tú a mí, Pruden, y tú a mí –le respondo mientras cargo la cafetera italiana, la pongo al fuego, meto la leche a calentar en el microondas y preparo una bandeja, con el azucarero, un plato y una cucharilla, lo más lenta que puedo, sin pronunciar palabra.
–¿Te apetecen unas galletas? Tengo de esas que te gustan, con cachitos de chocolate.
–¡Venga, Ana! Déjate de gilipolleces. ¿Qué coño es ese papel?
–Antes, creo que tienes que contarme algo, ¿no?
–¿Algo de qué?
Si no la conociera, como la conozco, hubiera colado ese despliegue de inocencia, pero sé que está ganando tiempo.
Sentadas, ella en el sofá, yo, en una silla, que acerco a la mesa de centro, para tenerla de frente, con la bandeja del café y mi copa de vino blanco, que he vuelto a rellenar, entre nosotras, se lo pregunto directamente.
–¿No tienes nada que contarme sobre Jimena?
Revuelve con parsimonia el café, le da un sorbo.
–¿Qué quieres que te cuente?
–No sé, tú dirás.
–No, di tú.
Este tipo de intercambios dialécticos es habitual, entre nosotras, cuando ninguna de las dos quiere soltar prenda.
De acuerdo. La pelota está en mi tejado.
–¿Hacía cuánto que no veías a Jimena?
–¿Por qué lo preguntas?
Jodía Pruden.
–Pues, no sé –mi tono pasa, automáticamente, a la fina, muy fina, ironía–, ¿quizás por el abrazo que os disteis? ¿Por cómo le revolviste el pelo? ¿Por la gilipollez de los paralímpicos? No sé, Pruden, igual soy más estúpida de lo que me creía, pero no te veo tomándote esas confianzas con alguien a quien llevas más de veinte años sin ver.
Su gesto cambia de la expectación a la seriedad. Suspira profundamente y suelta la bomba.
–No hemos dejado de vernos nunca, en todos estos años –me confiesa, mirándome a los ojos. Tranquila.
Decir que me he quedado de piedra, es poco decir.
–La última vez que nos vimos fue en enero, después de Reyes –continúa, aprovechando mi silencio–. Cova y yo fuimos a buscarla a San Sebastián, para llevarla a Madrid, a su casa y echarle una mano para organizarlo todo. Llevaba casi seis meses sin estar en casa, no tenía ni los mínimos, en la nevera. Todavía tenía que utilizar las dos muletas, pero estaba cansada de vivir con sus padres.
–¿Y la tontería del vaya rape que te has dado? –es lo único que se me ocurre preguntarle, tal es el estado de shock en el que me encuentro– Se supone que ya la habías visto con el pelo corto, ¿no? ¿O fue para disimular?
–No, Ana, no fue para disimular –me responde, ofendida–. Después de habérselo cortado en el hospital, se lo dejó crecer un poco. Cuando la vimos, en enero, no lo llevaba tan corto como ahora.
–¿Habéis tenido, Cova y tú, los santos ovarios de seguir viéndola, sin decirme nada?
–¿Qué se supone que teníamos que decirte? Llevas años sin querer saber nada de ella, sin pronunciar su nombre.
La indignación va creciendo en mí sin que pueda controlarla.
–¡Vete a tomar pol culo, Pruden! ¡Iros a tomar pol culo, Cova y tú! ¡Y vuestra amiguita Jimena!
Ella me mira en silencio, sin decir ni una palabra. Me conoce demasiado bien como para intentar calmarme, cuando se me va la olla, como se me está yendo ahora.
–¡No me lo puedo creer, joder! ¡No me lo puedo creer!
Me levanto y empiezo a dar vueltas por el salón, como una fiera enjaulada. Me siento engañada, traicionada, manipulada, por dos de las personas en las que más confianza he puesto, en toda mi vida.
Enciendo un pitillo. Me bebo, de un trago, la copa de vino. Me sirvo otro tanto. El efecto del alcohol hace mella en mi trastornado ánimo.
Pruden sigue muda.
–¿Sabes lo que te digo?
Niega con la cabeza.
–Que te vayas de mi puta casa. Que me dejes en paz. Y –concluyo, absolutamente fuera de mí–, ocúpate, tú, de terminar el puto reportaje sobre santa Jimena. No quiero saber nada ni de ella ni de ti.
Por supuesto, ni se mueve del sofá.
–¿No me estás oyendo, joder? –ya, a voz en grito– ¡Déjame sola, Pruden! Me voy a ir al baño, cuando vuelva no quiero verte aquí.
No puedo evitar que mi voz se quiebre, que las lágrimas que he estado reteniendo, desde que me confesó que no había dejado de ver a Jimena desde que nos separamos, salgan a borbotones de mis ojos. Intento huir hacia el baño, pero Pruden no me deja. Se levanta, me intercepta y me abraza. Ni siquiera me resisto. La explosión de ira, que no tienen nada que ver ni con ella, ni con Jimena, ni con nada, solo conmigo y mis putos miedos, me han dejado exhausta.
Lloro sobre su hombro, mientras me acaricia la cabeza y la espalda, como si fuera una niña pequeña.
–Anda, ven aquí –me dice, cuando dejo de temblar, y me sienta en el sofá.
Como siempre, cuando ya se me ha ido toda la fuerza por la boca, me quedo como un títere al que le han cortado los hilos. Se va al baño, vuelve con un rollo de papel higiénico y me da un buen trozo, para que me seque las lágrimas y me suene los mocos, que he estado sorbiendo, como si tuviera tres años.
–Voy a ponerme una de tus camisetas –me dice, señalando el hombro sobre el que he llorado. Le he puesto la camisa pingando.
Cuando regresa, estoy más tranquila.
–¿Quieres que te lo cuente?
Asiento, sin pronunciar palabra.
–De acuerdo, pero antes, respóndeme a esta pregunta. ¿Cuántas veces he hablado contigo de Jimena?
–Ninguna –admito con un hilo de voz.
–Exacto. Ninguna. El mismo número de veces que le he hablado a ella sobre ti.
–Es diferente –protesto–. Jimena sabe que trabajamos juntas. ¿Nunca te ha preguntado por mí?
–Por supuesto, Ana –me responde–. Pero, si lo que quieres saber es si le he contado algo sobre ti, sobre tu vida, sobre tus historias, la respuesta es no. Me preguntaba cómo estabas, qué tal te iba, nada más, porque sabía que no iba a darle más información de la estrictamente necesaria. No sé si debería decirte esto, pero Jimena nunca ha intentado borrarte de su vida, como has hecho tú.
–Hice lo que pude...
–Lo sé –me interrumpe–. No te lo estoy echando en cara. Sé de sobra que hiciste lo que creías que era mejor para ti. Estuve contigo, o, ¿no te acuerdas?
¿Cómo no voy a acordarme? Ni no hubiera sido por Cova y por ella, que me acogieron, me acompañaron y me cuidaron, durante los dos años largos que me duró el duelo por Jimena, mi vida hubiera sido un infierno, aún mayor de lo que fue.
–Mira, si habláis, si ella quiere contarte su parte, es cosa suya, no voy a romper mi norma, después de casi veinticuatro años. Lo único que puedo decirte es que, a ella también la queríamos, también era nuestra amiga. No quisimos, tomar partido por ninguna de las dos. Tú estabas aquí, tenías a tu familia, a tu gente, nos tenías a nosotras. Ella estaba sola, en Madrid. Tenía diecinueve años, como tú, y también se le había caído el mundo encima.
Pruden da por terminado su alegato. Se toma un sorbo del café, que debe estar helado, se lía un pitillo de los míos y espera, en silencio, mi reacción.
No sé qué decir para justificar mi reacción, mi absurda, infantil y desmedida reacción.
–Perdóname, Pru. No sé lo que me ha pasado...
–No seas tonta...
–Lo jodido es que sí lo soy. Lo único que me faltaba, para completar el cuadro, eran los celos.
–Bueno, sí –reconoce en ese tono, tan suyo, con el que rompe la tensión que, a veces, muy pocas veces, se produce entre nosotras– has estado pelín desquiciaduca, estos días.
Me tengo que reír. Menos mal que es Pruden, la que está a mi lado. Lucía me hubiera mandado a hacer gárgaras, a la primera de cambio, con sus ya míticos ¡Venga, tía, baja de la nube! y Mada... De lo único que puedo hablar con ella es de sus cosas, de lo hijo de puta que es su marido, de todo lo que sufre por su culpa, pero sigue casada con él.
La risa ha sido la clave para devolverme a mis cabales. Bueno, casi. Por lo menos me ha sacado del victimismo, aunque aún me veo como un salmón, enganchado a un anzuelo, boqueando y retorciéndose. Pobre animal. El salmón, también.
–Así que habéis estado viéndoos todos estos años –me puede la curiosidad.
–No tanto como nos hubiera gustado, pero sí.
–Estuvisteis con ella, cuando lo de Sudán.
–¿Tú qué crees?
Decenas de preguntas se acumulan en mi mente. Preguntas que no puedo, ni debo hacer. Me permito una.
–¿Volvió a Oviedo, después de que nos separáramos?
Pruden me mira. Sé que está viendo a la Ana de diecinueve, que se moría por saber algo de Jimena, aunque jamás lo reconociera, aunque nunca volviera a hablar de ella, después de los primeros meses.
–Muy poco, la verdad. De hecho, desde que sus padres se jubilaron, y volvieron a San Sebastián, hace quince años, ha estado media docena de veces, las justas...
Se para en seco. Ha estado a punto de revelar algo que no debe.
–Las justas, ¿para qué?
–Pregúntaselo a ella –me responde, tajante–. Por cierto, ¿qué es eso sobre lo que se supone que debía saber algo?
Saco el papel del bolsillo del albornoz y se lo tiendo.
La expresión de Pruden se dulcifica al leer la nota. Mueve la cabeza de un lado a otro, mientras sus labios esbozan una sonrisa.
–Jimena Ovarioscomopuños Menéndez Navia-Osorio.
–Que conste que yo también le había escrito una nota, para invitarla a comer hoy, en La mar de Rico –le muestro los trocitos de papel que llevo guardados en el albornoz–. Y se la hubiera dado...
—¡Vaya par de pencas que estáis hechas! –me interrumpe, sin poder contener la risa– Toda una señora directora de editorial y una Premio Pulitzer, comportándose como dos adolescentes. ¡Ya os vale!
Ya me vale a mí... ¿Tanto miedo me da admitir que sigo enamorada de ella? Sí, me lo da. Aunque, si no me hubiera vuelto loca, me hubiera bastado con leer su nota para darme cuenta de que sigue siendo la persona de la que me enamoré. De que, a pesar de sus dudas, de los temores que pueda albergar, ha tenido el valor para intentar un acercamiento.
Pruden tiene razón, ella y Cova eran tan amigas mías como de Jimena. Lo lógico, lo normal, es que la apoyaran a ella como me apoyaron a mí, que no rompieran su amistad a causa de nuestra separación. Lo que no es normal es mi ida de olla.
Demasiada tensión acumulada. Por algún sitio me tenía que salir. Ya está bien de fustigarme, de victimizarme, de dejarme llevar por la adolescente insegura que fui. Soy una mujer de cuarenta y tres años enfentándose a un pasado demasiado doloroso. Entonces, no, ahora tengo las herramientas que necesito para intentar solucionarlo.
–¿Qué vas a hacer? –Purden me saca de mi ensimismamiento.
–Escribirle un guas y quedar con ella –le respondo.
–¿Quieres que me vaya?
–No, tenemos un trabajo que hacer y vamos a hacerlo hora.
–¿Estás segura?
–Muy segura. Dame un momento para vestirme y empezamos. Si tenemos que volver a quedar con ella, que está claro que sí, necesitamos concretar lo que tenemos.
–Tú mandas, jefa –la sonrisa no le cabe en la cara a mi Pruden, mi bendita Pruden.
Me voy a mi habitación, con el móvil en la mano, dispuesta a mandarle el mensaje.
Sonrío al recordar la forma en la que Pruden se ha referido a ella: Jimena Ovarioscomopuños Menéndez Navia-Osorio. Sí que los tiene, sí. Siempre ha sido mucho más valiente, honesta y decidida que yo. Ha vuelto a demostrármelo hoy, con esa nota, en la que, ha sido capaz de ponerse en mis manos, de dejar que sea yo la que decida.
Introduzco su número en los contactos del teléfono y abro el WhatsApp. Una oleada de ternura recorre mi cuerpo al ver que ya ha puesto su foto con Mafalda. La abro y hago una captura de pantalla. Quiero conservarla, para que me recuerde que sigue siendo la persona de la que me enamoré, sin un solo doblez, que si el miedo no me hubiera atenazado, hubiera podido interpretar cada uno de sus gestos desde que nuestras miradas se cruzaron en la capilla del Reconquista.______________________
No pudo ser el domingo, pero sí ahora, muy poquito antes de que se acabe este 2019.
Que tengáis una noche estupenda, que entréis en el 2020 con muy buen pie y que la vida os sonría durante todo el año.
Nos leemos pronto.
Un abrazo.
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Cantábrico (Albalia)
FanfictionAna, directora de una editorial LGBT, decide dedicar el número en papel, de su revista digital, a realizar un estudio sobre los fanfic Albalia. Entre ellos, encuentra uno en el que la historia de Alba y Natalia contiene demasiados paralelismos con...