Desde que Inés empezó su residencia, en el Hospital Universitario de Pamplona, era Natalia la que se desplazaba, desde donde estuviera. Llegaba a la ciudad a media tarde, los días en los que su novia salía de guardia, siempre coincidiendo con el fin de semana, para aprovechar los dos días libres posteriores. Así, le daba tiempo a que se recuperara de las veinticuatro horas de trabajo seguidas, que la dejaban agotada, mental y físicamente.
No importaba que hubiera tenido que coger dos aviones, levantarse de madrugada, esperar horas por el enlace, tirada en algún aeropuerto, se las arreglaba para llegar a despertarla. Le llevaba un café bien cargado, a la cama, siempre con una sonrisa, la saludaba con un casto beso en los labios, porque Inés, en aquellas circunstancias, no estaba para nada, se metía junto a ella en la cama, la abrazaba y esperaba a que el café hiciera efecto en el ánimo y el deseo de su novia. El suyo, se activaba incluso antes de entrar por la puerta y se disparaba en cuanto sentía el mínimo roce de su piel, pero lo mantenía a raya hasta que su doctora particular iniciaba la exploración preceptiva que desembocaba en una, o varias explosiones (in)controladas. Se duchaban juntas, comían cualquier cosa y volvían a la cama, a compensar los largos periodos de separación a los que les abocaban sus respectivas obligaciones.
En la mayoría de las ocasiones no salían del apartamento, excepto si el tiempo era espléndido. Entonces, daban un paseo por Pamplona, se tomaban unas cervezas y volvían a casa a seguir disfrutando la una de la otra.
Las resacas de las veinticuatro horas de guardia le duraban, a Inés, casi otras tantas, pero, allí estaba Natalia para mimarla, cuidarla y hacerla reír, durante las cuarenta y ocho horas, que podían compartir una vez al mes, con mucha suerte.
Inés se dejaba querer. Había aceptado la actitud de su pareja, con la naturalidad de quien está acostumbrada a que la otra considere que sus necesidades no son prioritarias. Sin haberlo hablado nunca, Natalia antepuso la carrera de Inés a la suya, consciente de que la medicina requería mucho más esfuerzo y dedicación, quizás porque, cuando se conocieron, las horas que Inés destinaba al estudio duplicaban, con creces a las que empleaban Marta y ella. Inés se instaló en aquella rutina, sin plantearse las necesarias renuncias de Natalia para adaptarse a su vida.
Por mucho ADE, mucho máster y mucho París, la carrera de Natalia palidecía si se comparaban con un examen de MIR, o una residencia de oncología en el Hospital Universitario de Pamplona. Por eso, Natalia, era capaz de toda clase de malabarismos con su tiempo, sus horas de sueño, sus propios estudios, incluso las visitas a su familia, con tal de pasar unos días con su novia.
Sin embargo, en aquella ocasión, todo fue diferente. Natalia tenía que llegar a México a mediados de agosto, para incorporarse al seminario de la UNAM en el que se había inscrito. No quería irse sin pasar, al menos, dos días con su novia, aunque eso le supusiera adelantar su viaje una semana, para cuadrar horarios.
Decidió hacer el viaje en coche. Así, se ahorraba los tiempos de espera necesarios para facturar el equipaje, en los aeropuertos de Asturias y Navarra. Viajaría desde Asturias, donde había pasado unos días para despedirse de su familia, a Pamplona, y de allí, a Madrid, a coger el vuelo que la separaría de su novia cuatro largos meses, hasta que volviera a España, para las vacaciones de Navidad. Nunca habían estado tanto tiempo sin verse. Cuatro meses se le hacían un mundo.
Alquiló un coche, que devolvería en el aeropuerto de Madrid, en el que cargó las dos maletas con las pertenencias que se llevaba a México. Salió de Oviedo a las doce, paró a coger un bocadillo, un refresco y un café, a medio camino, que tomó en carretera. A las cinco y cuarto de la tarde, después de dejar el vehículo en un parking cercano, se encontró frente al portal de la casa de su novia.
Cuando abrió la puerta del apartamento, se encontró a una Inés desconocida, que la esperaba despierta y sonriente, y la recibió con un beso tan apasionado, que la dejó sin respiración, por la intensidad, pero, sobre todo, por la sorpresa.
No se había recuperado del impacto, cuando se percató de que el salón, que hacía las veces de comedor y estudio estaba impecable. No recordaba haberlo visto tan limpio y despejado desde que lo habían alquilado, juntas, meses antes. En la mesa del comedor, de normal, atestada de libros, apuntes, un par, o tres, de tazas, y algunos platos, que Inés iba acumulando alrededor de su portátil, un ramo de flores silvestres, en un jarrón que no conocía.
–Pero bueno, ¿qué está pasando aquí? –preguntó, Natalia, sujetándola por los hombros y apartándola de ella– ¿Quién eres tú y qué has hecho con mi novia?.
–Tendrás que averiguarlo, si quieres recuperarla antes de disfrutar la cena que te ha preparado –respondió Inés, entrecerrando los ojos y hablando con un tono de voz profundo y amenazador.
–¡Hostia! –exclamó Natalia, exagerando el gesto de asombro– ¿No me digas que has hecho la cena? ¡No me lo puedo creer!
Por toda respuesta, Inés acortó la distancia entre ellas. Subió los brazos de su novia y los colocó sobre sus hombros, mientras los suyos le rodeaban el cuello. Le mordió con delicadeza el lóbulo de la oreja y le susurró, al oído:
–Macarrones con tomate y una montaña de queso parmesano.
A Natalia le entró un ataque de risa.
–¡Sal del cuerpo de mi novia, cuoco infernale! –dijo, haciendo una cruz con los dedos– Llévate los macarrones, la salsa de tomate de bote y el parmigiano, pero ¡devuélveme a mi novia!
–¿De bote? –le respondió Inés, indignada– ¡Joder, si le he pedido la receta a tu madre!
A estas alturas, Natalia estaba doblada de risa, por un lado, y emocionada, por otro. Era la primera vez, en cuatro años de relación, que Inés cocinaba para ella y, además, ¡uno de sus platos favoritos!
Se deshizo de la mochila, que aún colgaba de sus hombros, le quitó las gafas a Inés, las depositó en el mueble de la entrada, y la arrastró hasta el sofá. Se dejó caer, todo lo larga que era, manteniendo el cuerpo de su novia sobre el suyo, sin dejar de reír, sin dejar de besarla, mientras sus manos se colaban por debajo de la camiseta.
–Así que, le has pedido la receta a mi madre –le dijo, aprovechando el momento en el sus labios se separaron, para deshacerse de la ropa.
Inés se sentó sobre su vientre y la miró, desde arriba, con una media sonrisa cargada de ironía y lujuria a partes iguales. Luego, descendió, lentamente, acarició el rostro de su novia con la nariz, paseó la lengua por sus labios, entreabiertos por la sonrisa y el deseo, y susurró:
–Y me ha salido cojonuda.
Hicieron el amor en el sofá con una pasión y una urgencia que, a Natalia, le recordó sus primeros tiempos en Madrid, cuando empezaban a conocer sus cuerpos y sus ritmos.
Durante aquellos cuatro años habían hecho el amor, habían follado, de mil formas distintas, en decenas de lugares diferentes. Habían llegado a conocerse tan bien, que apenas quedaba lugar para la sorpresa en sus encuentro sexuales. Sin embargo, aquella tarde, Inés la sorprendió. Había algo sutilmente diferente en su forma de tocarla. Adoptó, por primera vez, una actitud dominante, como si quisiera demostrarle que era ella la que mandaba y Natalia debía someterse a sus deseos. Le impuso un ritmo frenético y, a la vez, morbosamente lento, cuando sentía que se acercaba al orgasmo, que le negó hasta que la obligó a suplicárselo. Por una décima de segundo, una sombra cruzó su mente. Una sola décima. No le dio tiempo a más. Una descarga eléctrica sacudió su cuerpo, impulsándola a levantar el torso y cerrar sus piernas con fuerza en torno a la mano que le procuraba el anhelado placer, al sentir dos dedos introducirse profunda y violentamente en su vagina. Inés sabía que no le gustaba que la penetrara, y menos con tanta virulencia. Se dejó caer hacia atrás, exhausta y sorprendida. Sujetó la muñeca de Inés, e intentó tirar de ella hacia atrás, sin conseguir que saliera de ella hasta que cesaron los espasmos.
–¿No te ha gustado? –preguntó, temerosa.
–No es eso –le respondió, con la respiración entrecortada–. Sabes que no es eso.
–Quería sentirlo todo, Nat –le confesó en voz muy baja, avergonzada.
Y volvió a ser la de siempre. La que la acunaba con dulzura hasta que recuperaba el latido normal de su corazón y el aire dejaba de entrar y salir a borbotones de sus pulmones; la que enredaba los dedos en su pelo, le acariciaba la cabeza y la besaba con ternura, sonriendo sobre sus labios, aunque el sexo hubiera sido duro y salvaje.
Después de ducharse, Inés la hizo sentarse en el sofá. Mientras horneaba los macarrones y ponía la mesa, le llevó unas aceitunas negras, unos taquitos de queso pecorino, al que se habían aficionado en Sicilia, durante las últimas vacaciones, y una copa de chianti, muy frío, para cada una. Brindaron en silencio, mirándose a los ojos. Una nueva sombra, reflejo de la que empañaba los ojos de Inés, volvió a colarse en sus pensamientos. Solo un instante. Inés la besó con ternura, antes de dejarla, cómodamente instalada. Introdujo un CD en el lector de la cadena de música. Por los altavoces sonó la segunda sinfonía de Mahler, una de las piezas predilectas de Natalia, que olvidó, de nuevo, sus dudas y se dejó llevar por la música y las atenciones, a las que no estaba acostumbrada.
Estaban terminando de cenar, cuando Natalia se sorprendió, a sí misma, preguntando:
–¿Qué pasa, Inés?
Estaba siendo todo tan jodidamente perfecto, que le resultaba antinatural. Inés no solía mimarla. Inés solo se dejaba querer. Que hubiera calculado hasta el último detalle para que su despedida fuera inolvidable, no encajaba con el papel que cada una había adoptado en la relación. La sombra de una duda, cada vez más tangible, volvió a cruzarse, por tercera vez en sus pensamientos.
–No sé...—respondió, poniéndose a la defensiva, alzando los hombros, negando con el gesto y la cabeza– ¿Por qué lo dices?
–Dímelo tú –le contestó, seca, al notar como se cerraba ante ella.
No obtuvo respuesta. Inés siguió negando con movimientos, casi imperceptibles, de la cabeza, y mirándola de una forma que Natalia no pudo, ni quiso, descifrar.
–Las dos estamos tensas –le dijo con dulzura, al observar el miedo asomarse a sus ojos–. Hemos estado tensas estos últimos meses, desde que decidí irme a México pero hoy te he notado distinta. Por momentos –se arriesgó a confesar–, tuve la sensación de que no estabas haciendo el amor conmigo.
Inés no pudo seguir aguantándole la mirada. Bajó los ojos, dejó caer los hombros, en actitud de derrota.
–Lo siento, Nat, lo siento muchísimo –confesó, con voz temblorosa–, he conocido a alguien...
Así que era eso. Se había estado acostando con otra persona. Le bastó un segundo para componer las piezas del puzzle. Las sábanas limpias, el orden, la limpieza, no eran para ella, intentaban borrar las huellas de ese alguien en un espacio que ambas habían convertido en su santuario.
No quiso saber más. Se levantó de la mesa, sin pronunciar una sola palabra, cogió el móvil, el tabaco y su mochila, abandonada en la entrada desde su llegada, y se dirigió a la puerta sin, cambiar el pantalón corto y la camiseta de tirantes, que usaba para andar por casa, por la ropa con la que había llegado, o ponerse las bambas, olvidadas juntó al sofá.
–Por favor, Nat, no te vayas –le suplicó Inés–. Por favor... Espera, no te vayas así, déjame que te explique. Por favor...
Ni siquiera la miró una última vez. Ni siquiera cerró la puerta tras ella. Ni siquiera esperó el ascensor. Se lanzó, escaleras abajo, semidesnuda y descalza. Salió corriendo del portal, en dirección al parking, donde la esperaba el coche que le permitiría huir de Inés.
Necesitaba dejar atrás Pamplona y todo lo que había representado para ella, lo que no iba a volver a representar jamás.
Condujo como una autómata por las calles de la ciudad hasta la salida de la A2. Una niebla gris se apoderó de su mente, impidiéndole pensar. A varios kilómetros de la ciudad se paró en un área de descanso y vomitó los macarrones con tomate, las aceitunas negras, el pecorino y el chianti. Tardó un tiempo en darse cuenta de que la gravilla del asfalto se clavaba en sus pies desnudos, pero no pudo moverse del sitio. Permaneció en la misma posición, el torso inclinado, las manos apoyadas en las rodillas, hasta que cesaron las náuseas. Volvió al coche y se recostó en el asiento, agotada, con los ojos cerrados, sumida en la niebla gris y espesa que la mantenía, milagrosamente, al margen del dolor. Poco a poco, el marasmo dio paso a una sorprendente claridad mental.
Eran las once y media de la noche. Aún le quedaban más de treinta horas para la salida de su vuelo. No podía quedarse en el coche, y menos, en aquellas condiciones, tiritando de frío, con el olor a vómito impregnando su pelo, mezclado con el de Inés, que emanaba de su ropa y de su cuerpo. Decidió coger una habitación en el primer hotel de carretera que se encontrara y apurar allí el tiempo hasta su partida. Aislada. Sola. No quería ver a nadie ni hablar con nadie. Si le contaba a alguien lo que acababa de ocurrir se rompería en mil pedazos, algo que no podía permitirse en vísperas de un viaje que la mantendría separa de su entorno durante más tiempo del que desearía. Sopesó la idea de abandonarlo todo y volver a Oviedo, a refugiarse en los brazos de su familia, de sus amigas. Necesitaba que alguien la consolara, que alguien la ayudara a despertar de la pesadilla. La desechó. No podría soportar otra derrota.
Disponía de esas treinta horas para recuperar lo que pudiera de sí misma y afrontar su nueva vida, y no estaba dispuesta a desaprovecharlas.
Encontró el hotel a unos cuantos kilómetros del lugar en el que había vaciado su cuerpo y una parte de su alma. Se desprendió de la camiseta y los pantalones cortos, allí mismo, en el aparcamiento, que sustituyó por una camiseta y unos pantalones de chándal. Se recogió el pelo, con la goma que llevaba siempre en la muñeca. Rebuscó en la maleta hasta dar con unas zapatillas de deporte. Metió el neceser y una muda de ropa interior en la mochila. Cogió del suelo la ropa que se había quitado y la arrojó en una papelera, junto con el anillo, idéntico al de Inés, que llevaba en el dedo corazón de su mano izquierda, desde su primer aniversario.
Una vez en el hotel, contrató dos noches, que no iba a utilizar, para asegurarse de que nadie la molestaría. Calculó el tiempo que necesitaría para coger el vuelo: tres horas y media para llegar a Barajas, dos para los trámites de aduana y otras dos más por si surgía algún inconveniente. Eso le daba margen suficiente para intentar gestionar las emociones que le oprimían el estómago y le atenazaban la garganta.
Puedes hacerlo, se dijo, tienes que hacerlo. La frase con la que su abuela paterna afrontaba cualquier problema, por grande que fuera, resonó con fuerza en su cabeza: En esta vida, todo tiene solución, menos la muerte. No, no estaba muerta. Tenía veintitrés años y toda una vida, llena de proyectos, por delante.
A pesar de la cálida temperatura de aquella noche de principios de agosto, estaba helada, por dentro y por fuera. Se desnudó. Se dio una ducha, todo lo caliente que soportó su piel. Necesitó gastar los dos frascos de gel y de champú, cortesía del hotel, para quitarse de encima el olor de la que había sido su novia y el hedor a vómito. Se secó el pelo, sentada sobre la tapa del bidé, sin atreverse a mirar su imagen en el espejo. Ni la temperatura de la ducha ni el aire del secador consiguieron hacerla entrar en calor.
Se metió en la cama, con todas las mantas que encontró encima, tiritando. Repitiendo su mantra: Puedes hacerlo, tienes que hacerlo.
Cuando, por fin, consiguió atemperarse, miró el móvil, por primera vez, desde su salida precipitada de Pamplona. Tenía una veintena de llamadas perdidas de Inés, que ni había oído, y varios WhatsApp suyos, también. Los borró sin llegar a leerlos. Bloqueó, primero, y borró, después, el teléfono y el correo electrónico de la mujer con la que había deseado compartir toda su vida. También se aseguró de que Inés no pudiera seguirla en ninguna de sus redes sociales impidiendo, así, toda posibilidad de comunicación. Puso el teléfono en modo avión y se cubrió con las mantas hasta la cabeza, hecha un ovillo. Durmió catorce horas seguidas, un sueño profundo, sin imágenes, del que se despertó más lúcida de lo que se había dormido.
No quiso volver a casa en Navidad. Nadie, ni Marta, ni María, ni siquiera Ici, supo del final de su relación con Inés. No volvió a mencionar su nombre.
Casi un año después, cuando volvió a España, a pasar unos días con su familia, antes de incorporarse a la Oxford Summer School, a continuar la formación que había iniciado en la Universidad de México, y se decidió a sincerarse con sus íntimas, no pudo contarles cómo habían transcurrido las treinta horas que mediaron entre su huida de Pamplona y el momento en el que se acomodó en el asiento del avión, se puso el antifaz, y cerró los ojos dispuesta a dormir durante todo el viaje. Se recordaba conduciendo, en medio de la noche, vomitando, durmiendo y volviendo a conducir. La única imagen que permaneció nítida en su mente fue la de la promesa que se hizo a sí misma, ante el espejo de un hotel de carretera: mantenerse a salvo de todas las Inés del mundo.
A partir de ese momento, se negó toda posibilidad de volver a enamorarse o establecer ningún tipo de vínculo sentimental con nadie.
Hasta que llegó Alba Reche.
ESTÁS LEYENDO
Cantábrico (Albalia)
FanfictionAna, directora de una editorial LGBT, decide dedicar el número en papel, de su revista digital, a realizar un estudio sobre los fanfic Albalia. Entre ellos, encuentra uno en el que la historia de Alba y Natalia contiene demasiados paralelismos con...