Capítulo 3

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   —¡Tenemos que abandonar el lugar! ¡Corran!

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   —¡Tenemos que abandonar el lugar! ¡Corran!

   —¿¡Cómo demonios se activó?!

   —¡Que alguien llame a un doctor!

   Mis oídos comenzaban a doler con la gritería de estos humanos en toda la fábrica, y no tenía idea de qué era. Ya no me importaba, a estas alturas, que un humano me viera caminar sin su autorización. Salí de mi escondite detrás de la puerta y di mi primer paso afuera del cuarto. Y creí verlo: la estructura de la fábrica estaba fallando, parecía estar a minutos de colapsar y matarnos. ¿Debía observar la tragedia o echarme a correr por mi robótica vida? Me devolví al cuarto y, de pronto, de reojo, vi a Freddy llegar. Se le manchó el pelaje café de mucho hollín y me miraba como si estuviera viendo a un fantasma.

   —¿¡Freddy, qué demonios está pasando!?

   Sólo se volvió hacia atrás de él como para confirmar todo el caos que acontecía fuera del cuarto. Y cuando se volvió a mí, con su pata derecha, tomó la margarita que se encontraba en su pecho —era parte de él, así que no era del todo fácil quitarla—. De un tirón, la arrancó de su pectoral izquierdo, dejando una marca en su piel como la de una estampilla removida de una hoja. Me dijo, apenas entendible, Bonnie, nunca la pierdas, por favor. ¡Nunca la pierdas! Y regresó tan diligente a su posición inicial en el cuarto. No pude sentir nada más que frustración. ¿¡Por qué era todo esto!?

   —Freddy, pero... ¿Por qué me das esto?

   No me respondió, sólo cerró sus ojos. Como robot recién ensamblado, se quedó ahí sin decir nada más. Tal vez había aceptado morir por el fallo de la fábrica; el concreto de nuestro cuarto se agrietaba con rapidez, y el piso tapizado con láminas de metal, temblaba. Los gritos no cesaron. Yo seguía igual de confundido y con pavor.

   Antes de que pudiera despertar otra vez a Freddy o caminar fuera del cuarto, un hombre, que, al parecer, todos lo llamaban «patrón», entró corriendo al cuarto. Abrazó a Freddy por la cintura y se lo puso sobre el hombro como costal de comida.

   —He invertido toda una vida en ti, no te perderé tan fácilmente —se dijo a sí mismo.

   ¡No! ¿A dónde se llevaban a Freddy? ¿¡Qué rayos estaba pasando!? Lo único que había quedado de él era esta margarita que me dio a guardar, la cual llevaba dentro de mi puño.

   —¿¡Papá!?

   Ahora los gritos parecieron ser más agudos, justo como los de una niña. ¿Era esa Ivy? ¿Estaba sola?

   Sobre la puerta del cuarto veía una luz blanca aumentando su brillo, como si alguien con una linterna blanca estuviera caminando directo al cuarto mientras alumbra la puerta. Cuando ya lastimaba mis ojos tanta luz, una sombra se formó en ella: era la de Ivy corriendo hacia aquí. ¡Ivy estaba en peligro! ¿¡Qué podía hacer!?

   —¡Bonnie, ayúdame! —Llegó histérica y directo a afferarse a mi pantorrilla.

   Antes de que pudiera agacharme para cubrirla con mi cuerpo, una criatura apareció justo en la entrada del cuarto. Por su tamaño adiviné que era un animatrónico, pero sólo distinguía dos pupilas blancas y brillosas en la parte de la cabeza. El resto de los ojos y de su cuerpo era negro —por el contraste de la luz—, y su complexión era muy parecida a la mía, salvo que este parecía desgastado y más ágil que cualquier otro animatrónico. Esas pupilas apuntaban hacia Ivy. A pesar de estar bien absorto y aterrorizado, me puse de cuclillas para cubrir a Ivy por detrás con mis brazos; ella lloró y gimió en mi pecho tembloroso. Ese animatrónico, cuando me vio agachado, dejó salir un chillido tan estridente y punzante en mis tímpanos. Cuando se calló, vino hacia nosotros y, como un ave comienzo semillas del suelo, me arrebató a Ivy de los brazos y la cargó por su cuello hasta la altura de sus pupilas blancas. Ivy lloró más fuerte y trató de patalear sus brazos oxidados.

   Lo siguiente pareció no haber sido real: la tomó con ambas patas y, como juego de pelota, la arrojó hacia afuera del cuarto. El chillido de Ivy se detuvo en cuanto escuché que chocó con lo que sea que hubiera chocado. Ya no gritó más. ¡Simplemente no podía creerlo! ¡No podía! ¡Era Ivy, mi mejor amiga!

   Ver la entrada del cuarto hacía que me imaginara a mi tierna Ivy yaciendo entre escombros, toda quieta, mientras yo estaba boquiabierto y con lágrimas. El animatrónico, sin embargo, se volteó hacia mí como para finiquitar el destino de todos los que estábamos en la fábrica, incluyendo robots. No logró ponerme un dedo encima, pues ya era demasiado tarde: el concreto comenzó a desplomarse del techo. Él huyó, por supuesto. Yo me quedé: no podía mover ni una sola articulación de mi cuerpo. Lo único que me quedaba era decir gracias por esas dos amistades que entablé, y dejar que la fábrica me sepultara en su desdicha.

   Nunca me detuve a pensar en lo muchísimo que dolería un pedazo del techo sobre mi cabeza. Ahora los colores de la sangre, el aceite y el concreto se perdían. En cambio, se transformaban en oscuridad. No eran nada.

 No eran nada

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La margaritaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora