CAPÍTVLO II

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Ya no recordaba lo agotador que era caminar. Y hacerlo era absurdo cuando su espalda estaba adornada con sus dos preciosas alas, pero ahora debía fingir que era un insignificante insecto más de la humanidad y, si ellos caminaban, él también debía hacerlo, sabía que no podía ir apareciendo y desapareciendo cuando quisiera.

Llegó frente al hospital en el que estuvo el día anterior, donde Agoney trabajaba. No iba a correr el riesgo de entrar y que alguien le pillase de nuevo donde no debía, así que se dedicó a pasear por el jardín que había a la entrada y que separaba el complejo hospitalario del tumulto de la calle, creando una muralla invisible entre ambos sitios.

Se encontró con unos extraños hierros clavados en el suelo, unos veinte medios círculos amorfos que sujetaban numerosa bicicletas, de todos los colores, distintos tamaños, diferentes ruedas y varias marcas. Paseó el dedo por los manillares mientras las pasaba de largo y, cuando llegó a la última, giró sobre sus talones, reconociendo la energía que había sobre una de ellas, la azul y gris.

Se quedó parado frente a ella, sin duda pertenecía a Agoney. No debería quedar mucho para que el moreno volviese a por ella, pues la energía le hablaba de un intervalo de tiempo de hacía más de seis horas de ausencia.

Se dirigió a un banco frente a los vehículos de dos ruedas que estaba a la sombra de uno de los cientos de naranjos que había en los jardines, se sacudió la camisa negra con cierta altanería y se sentó. Erguido, cruzado de piernas, con la cabeza altiva, mirando a cada persona que pasaba por allí. Llevaban su historia, sin saberlo, escrita en la expresión: Sonrisas, nervios, neutralidad, tristeza, furia, desesperación... Cada lucha les resaltaba cuando entraban en un lugar como aquel, pero no era algo nuevo, siempre lo había observado, lo vio cuando aconsejaba a los chamanes y a los curanderos, cuando visitaba los templos, las escuelas y cuando paseaba por los hospitales, hasta ese día. Le fascinaba que, a su manera, algunas cosas no cambiaban del todo por mucho que el tiempo avanzase.

- Ey, eres tú

La voz suave del chico moreno del parque le sacó de su mente y giró la cabeza para devolverle la mirada. Sujetaba una mochila roja al hombro y tenía cara de sorpresa, aunque de las agradables, para su fortuna.

- Sí, soy yo

- Esto ya si es acoso ¿eh? -bromeó.

Raoul le sonrió amistoso y se levantó del banco, dispuesto a poner en práctica su autoaprendizaje express de la tarde anterior.

- Solo quería disculparme por lo borde que fui ayer, no quería incomodarte

- Tranquilo, de verdad, todos tenemos algún mal día en el no controlamos del todo lo que decimos -le restó importancia.

- Aún así, se que no es excusa, lo siento

- Disculpas aceptadas -le sonrió y le tendió la mano- ¿Empezamos de cero?

Raoul se quedó mirando la mano y luego desvío la mirada hacia los dos ojos negros que le miraban sin rastro de rencor en las pupilas, le sonrió de medio lado y aceptó su mano, dándole un apretón amistoso. No pasó por alto Agoney la piel fría de sus manos.

- Por supuesto

- En ese caso, mi nombre es Agoney, encantado

- Raoul

- Me alegro de haber aclarado las cosas, Raoul

Movieron ambas manos un par de veces arriba y abajo, sellando las paces como dos niños en un patio de colegio. Agoney se dirigió a su bicicleta y le quitó el candado con la llave que llevaba en la mano, guardando luego las dos cosas en su mochila. Esa vez, su gesto para despedirse fue muy distinto al del día anterior, más cercano y menos incómodo, con una sonrisa un poco más sincera.

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