CAPÍTVLO XXVI

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Agoney estaba apoyado en el marco de la puerta cerrada de su balcón, cruzado de brazos y con la cabeza descansando sobre el frío aluminio blanco. Fuera seguía lloviendo a mares, sin haber parado ni un momento des que sonó el primer trueno que desató la tormenta. La luz de los relámpagos dibujaba siluetas tenebrosas de edificios altos sobre las azoteas de los que él tenía delante de su casa y el agua de la fuente repiqueteaba sin parar con las gotas de lluvia, como si estuviese siendo víctima de un tiroteo de perdigones.

Pensó en su pequeña Bambi y se estremeció. Sabía lo mal que lo pasaba con las tormentas. Temblaba, lloriqueaba y corría a esconderse entre sus piernas para protegerse, el lugar en el que nunca le pasaba nada. Suspiró con pena. Y, como si hubiese una fuerza superior que mantenía conectada la mente de su amigo con la suya, su móvil vibró sobre el cristal de la mesita de café, avisándole de una nueva notificación.

Curioso, se separó de la puerta del balcón y alcanzó su teléfono para ver qué le había llegado. Sonrió al ver que era una foto que Ricky le mandaba y más aún sonrió cuando, al descargar la foto, vio a su pequeña acurrucada en una manta cinco veces superior a ella, hecha un ovillo entre él y Pablo, dormida y tranquila. "No sufras que está bien, le hemos puesto la Patrulla Canina a toda voz para que no oiga los truenos, creo que Marshall le hace tilín". Una risa aliviada acudió a su boca a la vez que se le aguaban los ojos por la mezcla de emociones. La echaba muchísimo de menos, pero verla tan bien cuidada y cómoda le tranquilizaba a unos niveles enormes. Respondió con todos los emoticonos posibles de corazones, lágrimas y besos y un audio que empezaba con un "deja de escuchar Ricky ri que este audio es para mi niña", seguido de una retahíla de palabras melosas que esperaba que fuesen bien recibidas por la perrita.

Se acercó a una estantería junto al mueble de la tele y, del cajón, sacó un soporte de madera alargado y una caja de incienso azul Nag Champa junto a un mechero. Presionó el botón un par de veces hasta que una llama oscilante apareció ante sus ojos y comenzó a quemar la punta, cuando la llama se traspasó a la barrita, Agoney soltó el mechero y sopló con delicadeza el incienso, que empezó a emitir serpientes blanquecinas y a llenarlo todo de un dulce olor a flores asiáticas y madera de sándalo. La puso en el soporte y aspiró hondo. Sonrió. Aquellas sinuosas nubecillas parecían transportarle a sus tardes de infancia y adolescencia cuando, mientras leía, pintaba, estudiaba o jugaba, aquel aroma que su abuela se encargaba de repartir por la casa y que llevaba impregnado en el pelo, le acompañaba sin falta, relajándole y ayudándole a centrarse en lo que hacía.

Justo en ese momento, una sombra pasó por delante de sus ojos con la celeridad de un flash, dejando en ridículo a los relámpagos. Cuando parpadeó, Raoul estaba en la puerta de la cocina, sacudiéndose de los hombros y el pelo las gotas de lluvia que habían impactado contra él en su vuelo. Agoney se acercó sin decir nada.

- ¿Ya?

Raoul le sostuvo la mirada.

- ¿Querías que tardase más?

- Como mínimo el tiempo que tarden en hacer las pizzas sin necesidad de robarlas –dijo mirando el dinero en su mano, cogidos exactamente igual que cuando se lo dio antes de que saliese de su case hacía tan solo dos minutos.

- ¿Para qué? Si no me ven arrugó la nariz un poco y miró a su alrededor, hasta que localizó el incienso y miró a Agoney.

- ¿Qué? Me tranquiliza

Raoul sonrió de medio lado.

- Al final resulta que sí que heredaste algo de las prácticas wicannas

Negando repetidamente, Agoney le observó pasar por su lado hasta el salón y dejar las dos cajas de pizzas encima de la mesita de café junto al sofá. Se fijó en que los letreros del cartón estaban todos escritos en inglés y el dibujo del estereotipado pizzero italiano rechoncho y con bigote poblado le sonaba familiar.

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