CAPÍTVLO XXX

955 111 365
                                    

"Miguel y sus ángeles combatieron contra el dragón. Y el dragón y sus ángeles lucharon, pero no pudieron vencer, ni se halló ya lugar para ellos en el cielo."

Apocalipsis 12:7-8

I

Raoul miraba a través de la cristalera de su salón. Miraba sin ver, pues la manta de agua cada vez era más espesa, los truenos más cercanos y el viento más vigoroso. Era tal la oscuridad fuera, que el cristal le devolvía su reflejo como si fuese un espejo, impidiéndole la visión a más de medio metro.

Tenía el ceño fruncido, el cuerpo ligeramente tenso y los nudillos apoyados en los labios, como si estuviese frente a una pizarra con la ecuación más difícil del mundo, aunque en realidad sólo estuviese mirando, con la mente muy lejos de allí, puesta en un futuro que, por mucho que se esforzase, no era capaz de visualizar en ninguna de las variantes victoriosas que pudiese haber. Fue entonces cuando pensó en Átropos. La Moira había pasado a un segundo plano, no sabía si seguía en la Grecia Antigua o si ya estaba de vuelta en la época actual, si se había escondido en algún lugar nuevo, si estaba en el Infierno aprovechando su ausencia o si estaba junto con Tinieblas, poniéndola al día, compartiendo la maldad que corría por las venas de ambas.

Cerró los ojos y suspiró. Átropos había dejado de importarle, su misión estaba cumplida y matarla o castigarla ya sería inútil, no cambiaría lo que estaba ocurriendo. Ahora la amenaza era Tinieblas. En el fondo sabía que debería salir a buscarla, intentar adelantarse un paso a ella y asegurarse alguna ventaja, por mínima que fuese, pero se sorprendió a sí mismo pensando que ni siquiera tenía ganas de hacerlo y eso le ponía de los nervios. Sabía que ir a la guerra considerándose derrotado de ante mano era renunciar a cualquier posibilidad.

Giró la cabeza y miró a Agoney, que estaba inmerso en las noticias que leía a través de su móvil. Su expresión era de horror. De desolación. La expresión de cualquier humano al ser consciente de que estaba viviendo el Apocalipsis en sus propias carnes. No le hacía falta leer las noticias para saber qué tipo de acontecimientos estaban masacrando la esperanza del canario: desastres naturales y brutalidad humana eran el preludio de la destrucción completa de la raza. Cada día era algo nuevo que se sumaba a lo anterior, formando una enorme mole que iba creciendo y que en breve se derrumbaría sobre la tierra, aplastando y ahogando todo a su paso.

Le sorprendía lo fuerte que había sido Agoney desde el principio a pesar de que podía oler su miedo, su incertidumbre y sus ganas de huir de todo. Pero allí estaba. Aguantando. Fingiendo que podía con todo aquello. Ofreciéndole su ayuda. "Me tienes a mí", le había dicho varias horas atrás mientras la determinación de su voz luchaba con los temblores aterrados de su cuerpo tras haber visto en persona al resto de los jinetes.

Por no hablar de enfrentarse a su naturaleza sobrenatural con una entereza sorprendente. Aunque ese día, después de que los jinetes se marchasen y ellos volvieran a su entrenamiento, pudo comprobar que las visiones oscuras que la llamada de su ascendente le provocaban —crecían cuando hacia uso de ese poder—, tenían en él un efecto mucho más aterrador de lo que pensaba. Por eso, cuando le vio sufrir temblores en su cuerpo y en su respiración, apretar los ojos intentando alejarlas y su nariz sangrando por el sobreesfuerzo que le había supuesto poder hacer algo más que mover el agua de una piscina, decidió que había entrenado suficiente. Era todo un logro que se hubiese podido desplazar un par de metros sin sufrir amputaciones —aunque eso decidió no decírselo al canario—.

Por eso debía hacerlo. Por él. Por la continuidad de la Creación por la que había luchado contra Tinieblas una primera vez también. Pero sobre todo por él, por todo lo que había dejado atrás de manera obligatoria y sin poder hacer nada para evitarlo y por su gran esfuerzo en mantener la cordura mientras se veía intentando manejar una naturaleza que su cabeza aún no había asimilado poseer. No podía fallarle. Debía creerse ganador y enfrentarse a ella con esa sensación de que podría. Era la Muerte, el primer ángel, señor de todas las almas y el rey del Infierno. No podía permitirse sentirse un perdedor y entregarle a la oscuridad la victoria antes de haber luchado, aunque se viese solo en la batalla.

La MarcaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora