CAPÍTVLO XXVII

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A esa hora de la mañana ya debería verse el sol por las rendijas de la persiana. Sin embargo, la débil luz que se colaba apenas valía para iluminar nada, como si el sol hubiese vuelto a ponerse sin ni siquiera haber salido.

Raoul hacía varios minutos que había abandonado la cama, dejando a Agoney sumido en un sueño profundo, aún desnudo pero acurrucado entre las sábanas. Se miraba la espalda en el espejo del baño con detenimiento. Las marcas negras de las manos de Agoney ya casi no eran visibles, más bien parecían una fina capa de cenizas que le había caído encima. Se apoyó en el lavabo y se tapó la cara, suspirando. El debate no paraba de crecer en su interior: ayudar a Agoney a controlar algo enorme que acabaría fusionándose con él y absorbiendo toda su humanidad y no poder hacer nada si acababa convirtiéndose en el nuevo Salem, o procurando que conservase su luz a costa de dejar una bomba de relojería en su interior y no poder hacer nada cuando estallase y se lo llevase todo por delante.

Esa misma noche había podido comprobar que Agoney podría quitarle del medio cuando y como quisiera, aunque no tuviese ni puñetera idea de como controlar su poder. El resultado, pensando egoístamente en él, sería el mismo en ambos casos si al final el canario acababa poniéndose en su contra. Así que sucumbió una vez más a la incipiente humanidad que despertaba en su corazón cuando miraba a Agoney y decidió que el moreno se merecía poder manejar algo de lo que jamás podría deshacerse.

Se volvió a poner la camisa y salió del baño. Se fue de nuevo a la habitación y se tumbó al lado de Agoney que seguía en la misma postura en la que lo dejó: con las manos juntas bajo la almohada y las piernas escogidas en posición fetal. No pasaron ni dos segundos desde que el cuerpo del rubio tocó de nuevo el colchón cuando Agoney cambió de postura, acercándose a él y enredándose en sus piernas, abrazando su abdomen, como si hubiese estado esperando ese calor que había echado en falta.

Un potente trueno le hizo dar un leve respingo y apretar el agarre de sus brazos. Frunció el ceño, se removió rozando la nariz por el hombro de Raoul y comenzó a abrir poco a poco los ojos, con pesadez. Subió la mirada hasta la de Raoul, que le observaba despertar y sonrió al verle hacerlo. Cerró los ojos de nuevo, se los frotó con cuidado, bostezo y se acurrucó contra el cuerpo del rubio. El ángel se preguntó en ese momento si eso que sentía en el centro del pecho al verle despertar con pocas ganas, mimoso y con ojos brillantes era una de esas cosas intangibles y maravillosas por las que los humanos miraban atrás en el túnel de luz antes de despedirse del mundo para siempre. Si era así, entendía su desazón más que nunca ¿Quién querría dejar de ver algo así?

- ¿Qué hora es? –preguntó con voz adormilada, murmurando sin hacer demasiado esfuerzo por mover bien los labios.

- No lo sé

Entrecerró los ojos, giró el cuello y miró la ventana que quedaba a sus espaldas.

- ¿Es de día ya o es de noche?

- De día, creo

- ¿No ha parado de llover?

- No, ni lo hará

Agoney soltó un largo suspiro y volvió a abrazarse al cuerpo de Raoul con fuerza, como si aquel gesto pudiese frenar todo lo que ocurría de muros para fuera.

- Esto de en abril aguas mil ha cobrado un nuevo sentido que no me gusta —se recolocó un poco para mirarle mejor a la cara— ¿Dormiste bien?

- No lo he hecho

- ¿No? ¿Y eso?

- No duermo, simplemente

- La otra vez sí lo hiciste

- Sí... a veces lo hago... es lo que no es normal

- ¿Por qué?

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