CAPÍTVLO XXXI: Final

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"Y ya no habrá más noche, y no tendrán necesidad de luz de lámpara."

Apocalipsis 22:5.

I

La oscuridad había empezado a disiparse y una leve claridad se podía averiguar por el horizonte. Todo había quedado en calma. Pero no una calma tranquila de ver que todo había acabado, ni la calma que queda después de tanto esfuerzo y seguir en pie. Tampoco era una calma eufórica de saberse vencedor. Era una calma tensa. Triste. Injusta y desoladora.

Raoul levantó la cabeza por fin y miró a su alrededor. Había visto desastres naturales con menos daños físicos que el que ellos habían provocado en la ciudad. Los cuerpos de los ángeles estaban amontonados, mutilados y quemados. Algunos aún se movían, pero las heridas que Tinieblas podía causar a una gracia tan pura como la de los ángeles del cielo no les dejarían vivir mucho y, si vivían, sería con una terrible agonía. Suspiró con pesadez al ver que su hermano también yacía en el suelo, aunque podía sentir una vitalidad aún latente en su interior, por lo que decidió confiar en su fuerza para aguantar.

Solo quedaban cuatro en pie: Miguel, Rafael, Gabriel, Uriel y él. Ninguno había pronunciado una sola palabra desde que se cerró el umbral, sin embargo, le miraban esperando que fuese él el primero en decir o hacer algo.

Raoul se puso en pie con algo de esfuerzo, evitando mover demasiado el ala e ignorando las miradas decaídas y expectantes de los arcángeles. Caminó hacia Agoney y se arrodillo de nuevo a su lado. Le cogió la mano con delicadeza, comprobando que aún conservaba algo de calor y, por unos instantes, quiso ser el mismo ángel negro de sus inicios y permitirse el lujo de despreciarle y odiarle con todas sus fuerzas por ponerle en aquella situación, por haber usado sus enseñanzas para manipularle y por obligarle a hacer algo que él ya le había confesado que no se atrevía a hacer. Pero no pudo. Donde suplicaba por sentir algo de odio, tan solo sentía pena.

Enredó los dedos en su pelo, despeinado y sucio y la dejó caer por su propio peso sobre su pierna mientras observaba la enorme mancha de sangre de la camiseta del canario.

- Más vale que seas tú quién vuelvas –susurró.

Le cogió de nuevo la mano y llevó la derecha al corazón de Agoney, apoyando la palma en su piel, justo donde debería brillar su luz. Cerró los ojos y se concentró con todas las energías de las que aún disponía. Poco a poco, sus alas se fueron iluminando de una luz blanca azulada, la misma que brillaba cuando absorbía algún alma, con la diferencia de que ahora lo hacía con más intensidad ya que no la estaba absorbiendo, sino que la estaba llamando. La luz fue tan intensa, que obligó a los arcángeles a cerrar los ojos antes de que todo quedase sumido en la cegadora luz.

II

13 minutos antes.

Agoney se acercó lentamente a la puerta de la jaula sin quitar la mirada de la terrorífica criatura que le llamaba desde el poder de su subconsciente despierto. Tocó con temblor en las manos los barrotes de la jaula, dejando que sus yemas acariciasen el hierro rugoso y oxidado. Un leve tintineo de las cadenas le sobresaltó y se quedó mirando a Salem, pero todo seguía en una inquietante quietud.

Tiró de uno de los barrotes y la puerta se abrió con un rechinar de bisagras que le erizó la piel. Tenía la sensación de que aquel ser iba a saltar en cualquier momento y a engullirle. Puso un pie en el interior con lentitud y, dando un suspiro de valentía, puso el otro dentro también. Caminó hasta Salem, que parecía envuelto como una momia. Su silueta tan solo se adivinaba entre tanto hierro y flotaba varios centímetros sobre el suelo gracias a que varias de las cadenas estaban enganchadas a los barrotes de la jaula, como un insecto atrapado en una telaraña.

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