CAPÍTVLO I

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El sol calentaba especialmente ese día. O tal vez no lo hacía. Tal vez no había tanta calidez en el ambiente, pero él sentía calor. La vida en el averno era más fría de lo que la gente pensaba, aún se acuerda de la primera vez que vio la representación humana del infierno en un cuadro, llamas, un enorme bicho rojo con rabo y tridente pinchando a las personas que intentaban huir con cara angustiada de aquel lugar... Se rió mucho, Lucifer no tanto, siempre le ofendió que le imaginasen de aquella manera y que pensasen que su reino era una sucia cueva ardiente.

No tardó en empezar a percibir todos los estímulos del exterior. Escuchaba el llanto de un bebé hambriento, el motor de los coches en una concurrida calle cercana, las voces alegres de la gente entremezcladas en distintas conversaciones, el canto armonioso de los pájaros, después de tanto tiempo siendo dueño y señor de la muerte, oía de nuevo la vida. Era extraño, fascinante y un tanto agobiante. Tenía la sensación de que cada sonido era una sombra que se alzaba y se dejaba caer sobre él, atrapándolo, intentando asustarle.

Pero él no se asustaba. Era el ángel de la muerte, la gran Parca de la historia del universo.

Siguiendo la pista de Átropos, el portal se había abierto en un parque del sur de España, por suerte, entre dos árboles alejados de miradas. Hacia mucho tiempo que no visitaba aquella ciudad, si no recordaba mal, la última vez que paseó por sus calles, fue cuando aquello aún era un reino abadí* de al-Ándalus. Tras tanto tiempo, se felicitó a sí mismo de no haber cometido el error de aparecerse de pronto, sabía que la raza humana no estaba diseñada para entender la magnitud real de su existencia a pesar de las miles de teorías y leyendas que se contaban sobre él "¿una túnica negra con capucha y una herramienta de campo? Venga por favor, que horterada".

Andaba entre la gente sin ser visto, invisible, dando vueltas sobre sí mismo, observándolo todo, empapándose de la vida en tiempo real de ese siglo. Se quedó estático cuando se encontró de frente con una chica corriendo, perfectamente equipada con colores llamativos, junto a un grupo de otras personas que también corrían. Le atravesó como quién atraviesa una nube. A él le hizo cosquillas, a ella le provocó un desagradable escalofrío que le hizo frenar. No sé preocupó, la luz que le brillaba en el pecho, esa que los ojos mortales no eran capaces de ver, seguía fuerte e intacta. No como la del señor de mediana edad que devoraba una hamburguesa con doble de bacon en uno de los puestecitos de comida, parpadeante y débil, pronto vendría una de sus parcas a hacerle la visita si no cambiaba drásticamente su modo de vida.

Porque sí, la luz podía volver a hacerse fuerte, brillante y limpia, pero nunca se podía recuperar una vez que se había apagado. Él era el único que podía devolverla, solo él, ni siquiera Dios tenía ese poder, pero aquello era infringir una norma demasiado peligrosa, reabrir un portal cerrado a la vida de un humano era darle una oportunidad a esos perros invasores infernales. Demonios, los llamaba Lucifer. Ese cabrón desterrado... Y antes de que volvieran a llegar a la tierra, deberían pasar por encima de su cadáver y él era inmortal, los demonios, sin embargo, no eran más que una mancha de fácil limpieza para él.

Salió del parque, dejándose guiar por la energía que dejaba Átropos a su paso, aunque su estela se iba difuminando por momentos y, cuanto más tardase en encontrarla, más se mezclaría con la propia energía de los humanos, camuflándola de manera peligrosa. Pero había algo que siempre la delataría: allí donde ella actuase, dejaría caer un hilo dorado, como el mismo hilo dorado que tenía ahora a sus pies.

Se agachó para cogerlo, fino como un cabello, brillante y tan largo como la palma de su mano. Se fijó en su alrededor, había cristales, gotas de sangre y la marca negra de un frenazo, varios hombres vestidos de verde y amarillo chillón recogían los restos del desastre, el paso de la Moira sin duda era reciente. Nada más coger el hilo, notó la vibración de su dueña, lo apretó con fuerza y cerró los ojos, concentrándose.

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