CAPÍTVLO XVIII

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⚠️⚠️ En la última escena (IV) se relata un fallecimiento.

I

Monte Olimpo, Antigua Grecia.
755 a. C.

Se remangó el vestido y metió los pies en el agua fresca de la enorme fuente que traía agua de la nada. Se sentó en el borde de la fuente piedra a vetas marrones, blancas y negras y movió los pies adelante y atrás con lentitud, meciendo el agua en pequeño círculos que se entrelazaban entre sí. Se echó toda la melena dorada hacia atrás, se la recogió en una cola de caballo con ambas manos, suspiró de gusto y se la volvió a soltar, haciendo rebotar sus rizos rubios perfectos y sedosos, reflectores del sol del mediodía griego.

Miró hacia las abiertas paredes nubosas del templo, divisando los Balcanes al fondo, con sus viñedos y su tierra rojiza bañados en luz por donde había dedicado a pasear todo el día, rememorando los bonitos momentos de su época más poderosa, en la que era realmente adorada. Al otro lado de sus vistas, el mar Egeo, en calma, con barcos que navegaban en busca de peces. Cómo había añorado es paraíso idílico. Le entraban escalofríos de pensar en todos los siglos en los que se había visto confinada en las paredes oscuras y húmedas del Infierno, compartiendo espacio con seres tan sucios como demonios, parcas, entes... Ella, una diosa, el Destino. Era patético y un insulto a su naturaleza.

Pero ya quedaba tan poquito.

Sonrió solo de pensar en el trabajo tan bien hecho que había llevado a cabo. Nunca había sido tan Destino como aquella vez. Tal vez ya era hora de tumbar un nuevo peón del tablero. Poco a poco, los reyes iban quedando más y más desamparados en la partida. El jaque mate estaba cada vez más cerca y se sentía ansiosa por averiguar cuál de las dos figuras derribaría a la otra.

Extendió la mano e hizo brotar un hilo dorado, el mismo que observó cuatro tardes atrás en ese mismo lugar. Toda la vida de la anciana wicanna estaba allí, en esa fina culebra de oro. Su primer llanto, su primer suspiro, su primera sonrisa, sus primeros pasos, su primer libro, su primer conjuro, su último beso, su último miedo, su último baño en el mar... Todo. Absolutamente todo, en la palma de su mano.

Cogió unas tijeras de plata, brillantes y afiladas y puso el hilo justo entre ambas hojas. Hizo presión en ambos mangos y la cerró con todas sus fuerzas. Pero el hilo no se cortó, las hojas chocaron contra él como si fuese un alambre de acero y se volvió más brillante, como un fogonazo que ocultaba una advertencia. Sonrió, no esperaba menos. El alma de la bruja estaba protegida, pertenecía a Muerte, una más para la colección del ángel, aunque ella mejor que nadie, mejor incluso que el propio Raoul, sabía que en realidad no era "un alma más", las motivaciones eran muy diferentes a las millones de almas recolectadas a lo largo de su existencia.

Soltó las tijeras a un lado y espero a que el brillo con el que había reaccionado el hilo desapareciese, quedando de nuevo un simple hilo dorado. Lo levantó para mirarlo mejor a la luz del sol y observó el daño que había sufrido al intentar cortarlo. No podría ponerle fin a su paso por la vida, pero sí convertirla en un alma dañada, un alma deteriorada. Con eso, el siguiente peón ya estaba en la casilla del tablero que ella quería, una solitaria y llamativa. Solo había que esperar a que el contrincante cayese en la trampa y fuese de cabeza a derribarla.

II

Notó como una voz femenina que conocía bien saludaba y se sentaba a su lado y comenzaba a hablar, sin embargo, no contestó ni se movió. Seguía tumbado de lado, con las manos bajo la almohada y los ojos perdidos en el pajarito que se había posado en el pretil de la ventana para descansar del vuelo.

- Agoney ¿Me estás escuchando?

Tan solo negó, sin modificar lo más mínimo ningún músculo de su cuerpo.

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