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Es una tarde de domingo cualquiera de verano en la que estoy intentando no morirme del calor, refugiada en mi casa con el aire acondicionado en su máxima potencia y con una serie de Netflix reproduciéndose en el televisor de mi habitación.

Sin duda, no hay mejor plan que este en Riverside, una ciudad ubicada en el estado de California. Las altas temperaturas de la ola de calor de esta semana no dejan otra alternativa que salir de casa por la tarde, que es el momento en el cual tu cuerpo puede sobrevivir sin derretirse. Odio el verano con toda mi alma porque me estresa y me pone de mal humor. Bueno, en realidad estoy estresada todo el año, aunque en esta estación lo estoy más a menudo.

De hecho, la ola de calor ha sido la causa por la cual se han cancelado las clases durante una semana, hasta que cesen las temperaturas previstas próximamente, hecho que agradezco porque soy muy borde a la hora de compaginar los estudios y ser sociable. Es más, es mejor no tratar conmigo cuando hace tanto calor y prefiero no tener a nadie en un radio de cinco metros, puesto que, de lo contrario, me dan ganas de empezar a gritarle que se aleje más porque me está agobiando.

Sin embargo, por suerte, hoy mis padres están fuera de casa por no sé qué de una reunión de trabajo en San Francisco. Se pasan la mayor parte del tiempo viajando a causa de su empleo por Estados Unidos y Canadá. Tengo muy buena comunicación con ellos, aunque eso se basa en muchas llamadas telefónicas y pocas charlas presenciales, pero no me queda otra opción para tener una relación corriente.

No entiendo si es normal que cada vez que me siento a ver alguna película o serie me entre el hambre. Espero no ser la única. Detengo la serie y bajo a la cocina para coger algo frío. Creo que queda un poco de granizado en el frigorífico, pero, en caso de que no haya, acudiré al helado.

Justo estoy en el último escalón cuando escucho el timbre. «¿Quién demonios sale de casa a estas horas para adentrarse en el infierno que son las calles?», me pregunto para mis adentros.

Me peino ligeramente el flequillo y abro la puerta. En la entrada hay un hombre rechoncho, bajito, con un poco de barba cubriéndole el rosto y vestido con un traje aparentemente caro de color marrón claro.

—Buenas tardes —saludo con una sonrisa forzada.

—Irina Hickson, ¿verdad?

El hombre se adelanta un paso y me tiende la mano para que se la estreche. Lo hago precipitadamente a la vez que empiezo a decir:

—Si busca a mis padres, lamento decirle que hoy no se encuentran...

—¿Tus padres? —Hace un gesto de despreocupación—. No, qué va, te busco a ti.

Mi rostro adquiere una expresión de confusión.

—Perdone, ¿usted es...?

Temo a la idea de que sea algún cliente cercano o compañero de trabajo de mis padres al que se supone que tengo que conocer. No obstante, lo que más me atemoriza es que sea un familiar lejano o algo así.

—Cupido —expresa junto a una sonrisa.

Frunzo el entrecejo y él lo advierte, por lo que refuerza su última intervención.

—Sí, soy Cupido. —Me mira, asiente para intentar convencerme y echa un vistazo a su alrededor—. Sé que te esperabas algo menos formal —se encoge de hombros—. Un poco más gordo, con una flecha, semidesnudo... ¡Cuánto cliché! Seguro que incluso suponías que sería un bebé, aunque, si me permites entrar, puedo explicarte muchas cosas. —Se abanica con una mano—. Puedo ser un genio en cuanto al amor, pero, por desgracia, sudo como cualquier otro humano.

Cupido S. A.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora