Las calles de Nueva York me resultan abrumadoras en primera instancia, después me absorben y, cuando ya estoy metida en un océano de gente, siento que una repentina ola helada de viento me golpea la cara a medida que avanzo. No sé adónde me dirijo, sencillamente me dejo llevar por mis pies a la vez que me pierdo en las grandes avenidas abarrotadas de gente durante horas.
De algún modo u otro, cuando está a punto de anochecer, acabo llegando a Times Square, donde hay decenas de grandes pantallas con anuncios coloridos y llamativos. Pero hay uno que llama mi atención especialmente, en el que leo: «Feliz Navidad» y la fecha de hoy, día veinticuatro de diciembre.
Se me cae el alma a los pies.
Hoy debería estar con Casey y su familia. Hoy es Navidad. Hoy no tendría que estar en Nueva York tras tres malditos días encerrada en un tren, a miles de kilómetros de Riverside.
Intento mantener la compostura en medio de toda la multitud de Times Square y no derrumbarme. No puedo ceder ahora. No es el momento. Tengo que levantarme y encontrar una solución ahora mismo, no hundirme.
Pese a que mis manos temblorosas pasen por mi pálido rostro vacilando y mi cabeza esté tan confusa que percibe todo en cámara lenta, suspiro un par de veces y sigo avanzando. Tengo que hacer algo. No puedo quedarme aquí.
Mientras lo hago, lo primero que se me ocurre es parar a alguien y pedirle prestado el móvil para llamar a alguien, pero ¿a quién voy a llamar? ¿A mis padres? ¿A Casey? A estas alturas habrán sido víctimas de la magia de Cupido para no percatarse de mi ausencia. ¿A Connor? No quiero ni siquiera pensar en él. ¿A Cupido? Todo esto es culpa suya; si odio a Connor, a Cupido lo quiero muerto ahora mismo.
Quiero llorar, pero, por suerte, recuerdo un pequeño detalle: siempre llevo mi tarjeta de crédito encima. Cuando me percato de ello, me palpo el bolsillo de mi pantalón y al sentir la forma de mi pequeña billetera suspiro de alivio. No obstante, cuando saco la tarjeta para comprobar que está justo en su sitio, me acuerdo de que en esta cuenta solo tengo dinero de emergencia. La última vez que la revisé tenía cerca de trescientos dólares, es decir, casi nada para sobrevivir en Nueva York.
Me llevo las manos a la cabeza nuevamente.
«Al menos es algo», dice una parte de mí. Coincido totalmente, pero no es suficiente. Apenas el dinero me llegará para encontrar alojamiento para una noche y algo de comer. Nada más. Si mañana sobrevivo será un milagro.
La noche cae finalmente y el frío hace que me estremezca notablemente. Sigo avanzando por las avenidas, pero llega un punto en el que no puedo más. Necesito encontrar algún sitio en el que refugiarme: mis pies están desgarrados de dolor, mi estómago ruge de hambre, mis ojos llorosos están a punto de cerrarse y mi cuerpo entero tiembla de frío.
Finalmente, me decido a entrar en el vestíbulo del primer hotel que encuentro y me dispongo a pagar lo que sea, aunque definitivamente la estancia de una habitación me cuesta poco más de doscientos dólares.
Pago, cojo la tarjeta electrónica para abrir la puerta, subo por el ascensor hasta el décimo piso y encuentro mi habitación. Una vez allí, sin pensarlo mucho, voy al baño, me quito los zapatos y las gafas, me tiro en la cama y me cubro con un edredón blanco para refugiarme del frío.
No tengo ni idea de dónde estoy ni qué será de mí, pero eso ya lo veremos mañana. Ante este pensamiento, mi barriga se queja porque está vacía, aunque mi sueño la vence y la silencia.
Antes de cerrar los ojos pienso: «Feliz Navidad, Irina».
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Cupido S. A.
Teen Fiction¿Podrías enamorarte por obligación? Un día cualquiera a Irina se le presenta un tal Cupido en su casa. Este resulta ser el director de la multinacional Cupido S. A. y le explica que ella está correspondida con otra persona, pero que la flecha que lo...